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Violencia

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Se escuchan argumentaciones horrorizadas y circunspectas acerca de la violencia –la de los otros, nunca la propia–. La moral al uso se sorprende de los fuegos ardientes que encienden unos cuantos, pero no de las hogueras permanentes que avivan unos pocos y ahogan a la mayoría. Se habla de las llamas pero no del humo, del fósforo pequeño pero no de las antorchas gigantescas de un sistema ya teñido de perversión. La hipocresía es la violencia. Y no se puede medir la reacción de la gente del mismo modo que la mantención del statu quo de unos poquísimos personajes, siempre elegantes, siempre intactos, siempre sonrientes. ¿Justificación de la violencia? No. Conciencia de su orígenes, sí. De que irrita a cada paso, cada mañana, con cada ajuste de la economía y de los espíritus. Es fácil culpar y azotar a un niño porque ha roto un juguete de plástico. Pero los pueblos no son mujeres ni niños tontos. La vida que arde no se consuela con un juguete falso, con migajas de pan o con una broma hiriente. Violencia es una lengua que no acaba de soltarse. ¿Quién no tiene voz? ¿Quién no grita? ¿Acaso habría que dar silencio en lugar de cantidades ingentes de proposiciones desgastadas, pisoteadas, nulas? No existe ese privilegio, pero sí existe el don, la donación. Sin embargo, siempre se ha dicho que hay que dar voz a quienes no la tienen. Esto no es cierto, o no completamente: todos tienen voz. La cuestión es ir a los lugares en donde la gente ya habla. La cuestión es escucharla.

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