Читать книгу De haberlo escrito antes - Carlos Skliar - Страница 34

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Georg Lichtenberg atravesaba los metros que separaban su casa de la Universidad de Gotinga sintiendo sobre sus espaldas –allí donde su joroba parecía crecer día a día– la mirada sucia, impiadosa, de los habitantes de Ober-Ramstadt. Entonces, apuraba el paso –un paso corto, diminuto– hasta sentirse a salvo en las aulas de Física y Matemáticas, entre sus estudiantes, que lo admiraban incondicionalmente. En no más de trescientos metros a través de un poblado lleno de supersticiones, palacios de cristales rotos y el deambular de las ratas, Lichtenberg recorría sin desearlo la esfera completa de la mirada humana: la burla, el desprecio, el empequeñecimiento, la sorna, la humillación y la admiración, la pleitesía, la honra, la ingratitud. Era objeto de comentarios jocosos entre los vecinos debido a su apariencia particular y padecía el tormento de ser mal mirado, de ser visto borrosamente, por ojos que, por mal ver, eran asesinos. El matemático escribió en uno de sus tantos cuadernos: “Allí donde el ojo ve borrosamente, ya hay una especie de muerte”. ¿Cuál era su “pecado”, la culpa corporal con la que debía cargar, además de soportar el escarnio de la gente? Era un hombre bajo, sin llegar al enanismo, debido a una rara enfermedad padecida durante su infancia que había atrofiado su desarrollo y determinado que su cuerpo quedara reducido a un metro y medio de estatura. Como secuela, el mal también le había dejado una joroba prominente en la espalada, como una sombra persecutoria, una alteridad indiscreta que lo acechaba por encima de los hombros. Lichtenberg era, al mismo tiempo, de modo indisociable, un hombre enfermo, un brillante matemático y físico, y un escritor deslumbrante. Todo en él podía reducirse a lo mínimo y sustancial: las fórmulas acotadas, sintéticas, de la ciencia; su cuerpo abigarrado y estrecho, y sus aforismos, esa escritura reducida y decisiva como un látigo, como un relámpago. Pero la metáfora de lo pequeño resulta tan obvia como indignante. Tampoco habrá de cometerse el equívoco de la “grandeza”, recurrir a esa imagen igualmente torpe del gran hombre aprisionado en un cuerpo pequeño, su enorme sapiencia dentro de un envase reducido, su inmensa escritura de manos diminutas. En su rostro –frente alta, nariz en punta y labios prietos–, la expresión satisfecha de una soledad voluntariamente elegida, el punto de la esfera donde reside la patria de los gestos, la patria humana. Porque no es el tamaño de un hombre lo que explica su vida ni la joroba lo que la justifica, sino ese semblante que guarda en sí todas las consecuencias de la existencia: sus enfermedades, su amor por la filosofía y los números, su escritura breve e intensa: “Un rostro no se deja analizar en un instante: necesita una consecuencia”.

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