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Telegrama

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Pero, antes que la muerte, está la lluvia. La lluvia –dicen los poetas, los malos y los buenos– es la patria húmeda de la soledad con la que se fabrica buena parte de la escritura. Dentro y fuera. Con el paso venturoso o aquietado. Detrás de una ventana. Su sonido, que repica sobre un pequeño campanario. El mensaje indescifrable. La decidida vocación del secreto. Podría llover siempre en un poema –vertical u horizontal, desmedido o mesurado–, ¿o querría el poema estar en lugar de la lluvia? Tormenta, refucilo, relámpago, destemplanza, cielo plomizo, nubarrones, trueno, garúa, llovizna, aguacero. Imagen obvia, literal, visceral, oblicua. Si algo te habla al oído es porque llueve, fuera y si algo dices es porque llueve, dentro. ¿Te has dado cuenta de que la lluvia no se repite; notaste que el suelo en donde cae la lluvia no se repite, que el desorden que provoca la lluvia nunca es el mismo, que los charcos son siempre diferentes, que demasiada lluvia mata siempre de nuevo y que una lluvia escasa parece un engaño? Lo irremisible de la lluvia también es lo indescifrable del fango, la inundación que se desborda hasta la agonía, el horizonte húmedo, el fuego que no enciende ni encenderá jamás. Muerte-lluvia-espera-poema. Ese telegrama ha sido enviado miles de veces. Y miles de veces no hemos recibido respuesta alguna.

De haberlo escrito antes

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