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Techo

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El techo se desmorona, poco a poco, pero yo me encuentro en un recoveco en el que los trozos de yeso no pueden caer sobre mi cabeza. Debe ser medianoche; lo supongo porque todavía se escucha el arrastre de los pies del anciano de al lado, la temperatura ha bajado considerablemente y la televisión no ofrece ninguna imagen. Los fragmentos de cielorraso parecen arrancados de cuajo por una mano gigantesca, que en lugar de socorrerme y sacarme de aquí, apresura la demolición. Detrás de ese yeso húmedo y fláccido veo las vigas de hierro oxidadas, enrojecidas de ira. Por encima de ellas aparece el contrapiso de la vecina de arriba, una mezcla de cemento y madera de otra época, quizá de 1917, cuando el arquitecto alemán certificó su obra sobre el dintel del edificio. El ruido es insoportable, porque, debido a la altura desde la que caen, las esquirlas de la frágil construcción se desmoronan con lentitud inicial –casi una cámara lenta de colgajos que van perdiendo su adherencia– y enseguida se desploman como un peso metálico sobre el piso. El suelo comienza a dañarse más y más. Yo miro lo que ocurre con cierta pena y sorpresa, pero no muy grande, como si la destrucción fuera inevitable, el resultado de una larga serie de rupturas parciales, de caídas, de sensaciones abismales. Y, acurrucado en un canto, con cierta tristeza, me prometo a mí mismo que, apenas sea posible, dejaré de soñar con todo este derrumbe de una vez por todas.

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