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Virtud

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No lo sé, no lo había pensado antes, me gusta esa palabra. Gustar de paladear, de saborear, de no morderme los labios, de hacerla permanecer en la punta de la lengua; el desfile de sus sonidos, el modo que tiene de llamar la atención a los distraídos. Y cómo, al escucharse, parece que se aplacara la furia de los soberbios, de tal modo que más que una palabra fuese en verdad la duración de un soplido que trastoca los rostros corroídos por la venganza o la desazón, sobre todo cuando, en el filo de la tarde, el sol se desvanece, va quitándose del rabillo y se hace inevitable que todos intenten aplacar su dolor con un par de lágrimas, no más, mientras la noche no solo oscurece lo que vendrá –el aire espeso de la incertidumbre–, sino que enceguece a los niños que se despiden del tiempo que les es propio por ser tales y guardan sus muñecos en cajas clandestinas bajo la cama desordenada del día anterior, cuando sueños y pesadillas trabaron la batalla por evitar crecer a toda costa, sin remedio, como si unos pocos sonidos pudieran solucionar la torpeza de la vida que insiste en asustarnos con olvidos, falsedades y patrañas; como si consiguieran arrancarnos de las fauces de la envidia y la desdicha y acabar con la trampa que reina en las calles malolientes y desperdiga el odio más artero, que hace que los desencuentros primen sobre la poquísima verdad, esa palabra, entonces, cómo decirla ahora, cómo es que se hace para hacerla, para no salirse, para estar, cómo ama, cómo arde esa palabra, cómo nombrarla sin que te nombre, no lo sé, cómo es que se la puede pronunciar sin temblar.

De haberlo escrito antes

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