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Primera parte
Capítulo IX 1918

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De vuelta a su batallón Rudi fue empleado en la retaguardia, ya no en el frente. Desde allí la guerra le pareció menos horrible.

Después de aquel terrible 24 de octubre de 1917 cuando los austro-húngaros atravesaron las líneas italianas e invadido Friuli, tuvieron lugar distintos acontecimientos. El 9 de noviembre Cardona había dejado el puesto al general Armando Díaz. Lo que más hacía temer por la suerte de la guerra era la situación de Rusia, donde el 8 de noviembre los bolcheviques había tomado el poder y ahora se preparaban a firmar el armisticio para controlar mejor sus luchas internas. Un problema enorme para la Triple Alianza con la paz de Brest-Litovsk, el 3 de marzo de 1918, que veía retirarse de sus fuerzas al ejército ruso.

Se temía lo peor. Fueron llamados a las armas los chicos del 99. Quien había nacido en diciembre de aquel año no había cumplido todavía los 18 años.

El nuevo mando italiano intentaba reorganizarse con rapidez. En el frente las tropas resistían valerosamente soportando el inmenso embate de los enemigos.

La última y decisiva ofensiva comenzó en el monte Grappa el 24 de octubre del 18 y el 3 de noviembre el ejército italiano, victorioso, estaba en Trento. A las seis de la tarde en Villa Giusti fue firmado el armisticio.

El 4 de noviembre Italia conoció la noticia por los periódicos:


La bandera tricolor en Trento y Trieste

Cuartel General, 3 de noviembre (19 horas)

Nuestras tropas han ocupado Trento y han desembarcado en Trieste. La bandera tricolor italiana ondea sobre el Castello del Buon Consiglio y sobre la Torre di San Giusto. Patrullas avanzadas de caballería han entrado en Udine.

Firmado A. Díaz


Aquel lunes, todos los italianos leyeron o hicieron que les leyesen una y otra vez el boletín de guerra número 1278, mandado por el Cuartel General:


La guerra contra Austria-Hungría que, bajo la guía de S.M. el Rey-Duce Supremo, el ejército italiano, inferior en número y por medios, comenzó el 24 de mayo de 1915 y con fe inquebrantable y valor tenaz condujo de manera interrumpida y durísima durante 41 meses, ha sido vencida.

La gigantesca batalla comenzada el 24 del último mes de octubre y en la cual tomaban parte 51 divisiones italianas, tres británicas, dos francesas, una checoslovaca, y un regimiento americano contra 73 divisiones austro-húngaras ha terminado.

El meteórico y esperado avance del 29 cuerpo de la Armada sobre Trento, bloqueando los caminos de la retirada a los ejércitos enemigos del Trentino a occidente por las tropas de la séptima armada y a oriente por las de la primera, sexta y cuarta, ha determinado ayer la debacle total del frente adversario.

Desde el Brenta al Torre el empuje irresistible de la 12º, de la 8ª y de la 10ª armada y de las divisiones de caballería empujan cada vez más atrás al enemigo que huye.

En la llanura S.A.R el Duca de Aosta, avanza rápidamente a la cabeza de su invicta tercera armada, anhelante por volver sobre las posiciones que ella, ya victoriosamente, había conquistado y nunca había perdido.

El ejército austro-húngaro esta vencido: ha sufrido pérdidas gravísimas en la tozuda resistencia de los primeros días de lucha y en la persecución; ha perdido cantidades ingentes de material de todo tipo y casi enteramente sus almacenes y los depósitos; ha dejado hasta ahora en nuestras manos más o menos 300 mil prisioneros y el entero Estado Mayor y no menos de 5 mil cañones.

Los restos de lo que fue uno de los más potentes ejércitos del mundo remontan en desorden y sin esperanza los valles que habían descendido con orgullosa seguridad.

Firmado A. Díaz


Acababa una larga pesadilla.

Giovanni había vuelto precipitadamente del pueblo después de haber comprado el periódico y ahora, rodeado por las mujeres y sentado a la mesa de la cocina, con la voz que de vez en cuando se le rompía, leía en voz alta las noticias de las últimas horas.

María estrujaba el delantal con un gesto nervioso y susurraba, Demos gracias a Dios, ¡finalmente todo ha acabado! , Ada  mantenía las manos sobre el pecho, casi como para contener su corazón que latía tan rápido que le impedía hablar.

Giulia, en pie detrás de Giovanni, con los ojos ávidos recorría en silencio las líneas que él leía en voz alta, deseosa de llegar al final de la página.

–Rudi vuelve a casa, todos vuelven a casa ―repetía casi para sí misma. La última carta era de dos meses atrás y la había tranquilizado sobre su estado de salud. Podría por fin abrazarlo y volver a la vida cotidiana.

Giovanni acabó de leer con los ojos húmedos.

–Voy al pueblo. Están organizando un desfile para celebrar la victoria. Llevo a los niños conmigo.

–Sólo a Antonino y Clara, no a los pequeños ―dijo alarmada Giulia.

–Es un día memorable, lo recordaremos siempre. ¿Por qué no dejarlos ir? Estará todo el pueblo…

–Justo ―rebatió ―podrían perderse.

–Yo voy encantada ―dijo Ada, a quien el nudo en la garganta, al desaparecer, dejó el puesto a una agitación que la había temblar y que sabía que sólo descargaría moviéndose.

–¿Y vosotras? ―dijo Giovanni volviéndose hacia las otras.

–Yo prefiero quedarme en casa ―respondió Giulia.

–También yo ―se unió María.

Justo el tiempo de prepararse y subieron a la carreta. Los niños sentían en el aire la emoción de los adultos y enarbolaban banderines de papel que los gemelos habían coloreado, se apisonaron en el asiento sentándose unos sobre otros. Se dirigieron festivos al pueblo, donde todos habían bajado a la calle y donde la banda entonaba tanto la Marcha Real como Fratelli d’Italia.

Llegaron justo a tiempo para ver la llegada del desfile. Clara y Antonino bajaron de la calesa y escaparon bajo el palco improvisado en el que las autoridades, por turnos, celebraban la hazaña de las tropas italianas. La banda musical insertaba himnos patrióticos entre una y otra intervención. Todos aplaudían al sonido altisonante de las palabras Patria e Italia.

Ser libres de corretear en medio de la multitud emocionaba a los más pequeños que corrían y gritaban entre la tolerancia general. Los ancianos veterano enarbolaban las banderas y las mujeres se abrazaban felices. Agnese y Lucia hubieran querido seguir a sus hermanos, pero las manos de Ada los mantenían firmemente sujetos y a menudo su figura oronda se tambaleaba cuando uno tiraba de una parte y el otro de la otra. Hasta que, con un tirón volvía todo a su orden. Giovanni se había alejado y discutía animadamente en el centro de la plaza con un grupo de hombres.

Cuando el desfile terminó en una multitud vociferante, Ada se acercó a él y le pidió volver a casa. Se sentía cansada y el aire fresco y húmedo de noviembre la había convencido para volver a pesar de que las celebraciones continuaban, preocupada porque los más pequeños pudieran enfermar. Volvieron a casa entre las protestas y el descontento de los más jóvenes para los cuales la jornada debería haber sido infinita.

Ada sentía un fuerte dolor de cabeza y dijo que se iría a la cama mientras que cada uno de ellos tenía, a su manera, una montaña de cosas que contar.

A la mañana siguiente no se levantó, el dolor de cabeza había empeorado y también tenía un poco de fiebre. Prohibieron a los muchachos que entrasen en su habitación, pidiéndoles que no hiciesen mucho ruido. Estaban acostumbrados a escuchar, No hagáis ruido, la tía Ada está enferma, y ese día escogían ocupaciones menos animadas.

En los días sucesivos las condiciones de la enferma empeoraron. La fiebre había aumentado y se quejaba de dolores en las articulaciones. Los escalofríos la estremecían y ninguna manta conseguía que entrase en calor.

Hicieron venir al médico. Después de haberla visto el doctor Marinucci bajó a la cocina con aire preocupado.

–Giovanni, lo siento, temo que sea la gripe española ―dijo desconsolado ―Pensaba que la epidemia ya había pasado, que lo peor había acabado, pero todavía hay algunos enfermos en el pueblo y creo que Ada sea uno de estos.

La noticia, temida por todos, los dejó sin palabras.

–¿La gripe española? ¿Está seguro, doctor?

–Me temo que sí. He visto muchos casos similares.

–¿Qué podemos hacer? ―preguntó Giovanni suspirando.

–Dadle quinina por la mañana y por la noche. Esperemos que no sea tan virulenta como al principio.

–¿Y los niños? ―preguntó Giulia.

–Es inútil llevarlos a otro sitio. La posibilidad del contagio está por todas partes. Intentad mantenerlos alejados de la tía y ventilad a menudo las habitaciones. No se puede hacer más. Mañana vendré a verla de nuevo.

Acompañado por Giovanni el doctor se dirigió hacia la salida dejando a las mujeres con su silencio.

–Lo sabes mejor que yo ―le dijo cuando estuvieron en el umbral ―no se puede esperar mucho. En estos últimos tiempos he visto morir en pocos días a gente muy joven que rebosaba salud. Esta es la última tragedia de la guerra. Quizás ha sido justo esta la guerra que hemos combatido en casa. Valor. Nos vemos mañana.

Se despidieron con un apretón de manos. A Giovanni se le había encogido el corazón por la preocupación. Marinucci lo había visto nacer a él y a sus hijos, era un viejo médico que había desarrollado su trabajo con dignidad, sufriendo con los medios limitados que la medicina ponía a su disposición. En aquellas pocas palabras habían aflorado el cansancio y la desesperación de quien no consigue ya soportar la carga de tanto dolor que, sumado al lastre de los años, estaban convirtiéndose en un fardo tan pesado que le obligaría a jubilarse.

La epidemia había sido terrible y había golpeado por igual niños, jóvenes y ancianos. Habían muerto en el pueblo tanto que no había cajas para enterrarlos y los cadáveres eran llevados al cementerio en un carro y depositados bajo tierra. Se había abatido como algo horrible y oscuro sobre la población ya duramente castigada por los años de guerra. Familias enteras habían sido diezmadas. Sólo algunas semanas antes habían muerto, en el arco de pocos días, dos hermanas muy jóvenes y el dolor de la madre, entre otros muchos, había conmocionado a todos los ciudadanos.

La mente de Giovanni fue atravesada por estos pensamientos y su peso pareció recaer de repente sobre sus hombros. Luchó consigo mismo para intentar alejarlos y recuperar un poco de esperanza que le permitiese volver a entrar en casa y difundir un poco de ésta entre los otros.

El Aroma De Los Días

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