Читать книгу El Aroma De Los Días - Chiara Cesetti - Страница 19

Primera parte
Capítulo XVI En casa

Оглавление

―Giovanni, ¿qué ocurre?

La pregunta le había cogido por sorpresa y a Giulia no se le escapó un ligero sobresalto. La casa estaba silenciosa con los chicos en la escuela y María encerrada en las habitaciones de arriba.

Giovanni estaba quieto y miraba afuera desde la gran ventana de la cocina. El campo en diciembre estaba vacío, endurecido por el viento tramontano. Con las faenas casi paradas había poco que hacer. Por la mañana podía demorarse en casa y salir sin prisa. Giulia, antes de hablar, se había parado un instante para observar la figura cargada por los años, los cabellos con alguna cana y las espaldas un poco curvadas. Una gran ternura la había invadido, parecida a aquella que sentía cuando observaba a sus hijos dormir cuando por la noche entraba en sus habitaciones y los acariciaba con los ojos para no despertarlos.

–¿Qué ocurre? ―le repitió.

Había angustia en su voz. Entre ellos nunca había sido ella la que había hecho preguntas. Giovanni sabía hablarle facilidad de cualquier cosa y a ella le bastaba con escucharle para comprender todo. Ahora advertía detrás de su silencio una inquietud que no conseguía entender, especialmente amenazadora porque era indescifrable.

Después de unos minutos Giovanni respondió.

–Pienso en el doctor… en cómo lo han matado.

–Es por el doctor ―pensó Giulia ―Es desde entonces cuando las cosas han cambiado.

–Ha sido terrible para todos, Giovanni, para todos.

Se le acercó hasta tocarlo. Lo acarició en un brazo y sintió que su tensión no había desaparecido.

–No es sólo esto ―pensó.

No se equivocaba con sus intuiciones. Buscó las palabras que pudiesen hacerlo sentir cómo sería más fácil ayudarle si ella hubiese comprendido sus pensamientos hasta el fondo. Luego, de repente, ya no hubo necesidad de esta explicación y advirtió también en ella el peso de la preocupación que lo atormentaba.

Fue ella la que habló primero.

–Los tiempos son difíciles… hay decisiones que se deben tomar que no nos competen sólo a nosotros…

Como un ovillo hasta este momento inextricable que después de un solo movimiento casi de repente se desenreda, de esta manera Giovanni sintió que podía comunicar su dolor.

–Giulia, es la primera vez en toda mi vida que no sé qué hacer. Tu hermano habla libremente de sus ideas y yo me he enterado de que los teléfono están siendo controlados. He visto lo que han hecho a Marinucci y tengo miedo por vosotros.

No había ya un motivo para esconderlo y ahora las palabras salían de manera apasionada. Giulia lo veía tantear, sin encontrar un apoyo, en busca de una solución que pudiese aliviar su angustia.

–Dentro de unos días es Navidad y Rudi regresa a casa ―dijo ―Hablaremos sobre esto con él, le pediremos que sea más prudente, que evite explicar sus opiniones por teléfono…

–Ya lo he pensado ―respondió Giovanni ―y es por esto que en los últimos tiempos he evitado hablarle.

–Esperemos todavía unos días, luego veremos cómo actuar. Rudi lo entenderá, verás como lo entenderá.

El ligero chirrido de la puerta los hizo volverse. Era María que, silenciosamente, había bajado las escaleras y había entrado en la cocina.

Faltaban pocos días para Navidad y en casa había la agitación de todos los anos, con los chicos que vagabundeaban por las habitaciones a la espera de la fiesta.

Esperaban sobre todo al tío Rudi que, desde Milano, llegaría con su carga de noticias y de regalos. Antonino y Clara advertían la extraña inquietud de los adultos y, cada uno a su manera, intentaba mantenerla alejada. Antonino entraba en la cocina a todas horas y, robando con descaro los dulces que la madre y la tía estaban preparando, bromeaba con ellas consiguiendo siempre hacerlas sonreír. Clara sentía el peso de una ansiedad que todos, por cariño hacia los otros, intentaban disimular y por su parte se esforzaba por estar mas disponible, luchando para no escapar arriba y encerrarse en la habitación dejando afuera al resto del mundo. Tampoco esto, lo sabía bien, habría bastado y el buscado aislamiento no habría hecho otra cosa que intensificar su desazón. Mejor esforzarse intentando participar en los pequeños hechos cotidianos que preparaban para la fiesta.

Para los gemelos era distinto. Con trece años su Navidad estaba hecha de vacaciones, de libertad, de regalos y de buena comida. El mundo externo apenas comenzaba a mostrarse ante sus ojos, difuminado, marginal con respecto al propio ser que todavía ocupaba todo el espacio dentro y fuera de ellos.

La llegada de Rudi se esperaba durante la noche.

Había telefoneado la noche anterior diciendo que no se preocupasen porque desde Viterbo tomaría el autobús de línea para llegar al pueblo, así que Giovanni podía ahorrarse el viaje. No estaba todavía completamente seguro pero, había añadido, a lo mejor Fosco llegaba con él, dado que tenía que hacer unas gestiones en Roma. Giovanni se había alegrado. Giulia no había escondido una cierta incomodidad. Tenía tantas cosas de las que hablar con Rudi, esperaba poder compartir algunos días de intimidad y  pensaba que Fosco le quitaría un tiempo muy valioso para sus conversaciones. Visto que la noticia no estaba todavía confirmada deseó que en el último momento sus planes pudiesen cambiar.

No fue así.

A la noche siguiente Rudi y Fosco bajaron del autobús de línea con paquetes y paquetitos.

Estaban Antonino y los gemelos esperándoles. No había sido posible de otra manera. Luciano y Agnese habían sido inflexibles: si no tenían su puesto en la carreta se irían a pie hasta el pueblo y lo mismo harían a la vuelta. A Giovanni no le quedó más alternativa que dejar a Antonino guiar la carreta, de otra forma no hubiera habido sitio para todos.

Su llegada fue precedida por los gritos que decían en voz alta.

–… mamá… tía… ¡estamos aquí!

Salieron todos fuera de casa y la alegría por encontrarse disipó en Giulia el desagrado por la presencia de Fosco.

Clara se había quedado delante de la puerta. Esperaba que la emoción de los gemelos se debilitase para saludar al tío. Rudi la vio y se le acercó con los brazos abiertos.

–¡Clara!

La abrazó con fuerza, luego, manteniéndole las manos sobre los hombros, sin soltarla, la apoyó contra él y la miró asombrado:

–Ya eres mayor… y hermosa… ¡más que tu madre! ―dijo riendo para esconder el asombro por verla tan cambiada. Ella sonrió sin decir nada mientras Giulia se apresuró a recoger los paquetes y paquetitos y entrar en casa.

Durante la cena la euforia de los gemelos ahogó cualquier posible conversación. Varias veces Giulia les riñó pero Rudi y Fosco estaban divertidos por su entusiasmo. Todo el tiempo estuvo ocupado en responder a sus preguntas que Antonino solicitaba para convertirlos en más interesantes y, la cena, por primera vez desde hacía muchos días, se desenvolvió en una atmósfera de alegría que contagió a todos. Cuando Giulia decidió que era hora de irse a dormir, los hombres se quedaron solos. También Antonino permaneció con ellos y nadie tuvo nada que objetar.

El primero en hablar fue Giovanni.

–Gracias por haber venido, os esperábamos con ansiedad.

–Es Navidad, Giovanni, y es una fiesta que no se puede pasar lejos de la familia… hasta que se puede… ―añadió después de unos segundos de duda.

–Ya… hasta que se puede… respondió casi para sí mismo Giovanni.

La atmósfera de fiesta que los muchachos habían conseguido mantener durante la cena había desaparecido de golpe. Una sombra de preocupación, en un instante, había ensombrecido las miradas y Antonino, sentado al lado del padre, advirtió, de repente, el haber sido incluido en el mundo de los adultos, aquel del que, cuando se es un niño, se perciben los estados de ánimo sin comprender las razones.

–¿Qué le ha sucedido a Marinucci?

La pregunta de Fosco, directa y esencial, señaló la razón de su visita. Quería conocer qué estaba ocurriendo en la provincia, cuáles eran las consecuencias de aquel laberinto de acontecimientos que en Milano pasaban con tanta velocidad que eran difíciles de interpretar, como vistos a través de unos prismáticos rotos, tan cercanos que parecen desenfocados.

–Ha sucedido que… Giovanni contó lo que sabía y había visto con sus propios ojos―… y esto ―dijo volviéndose a Rudi ―me preocupa, es más, me angustia porque ahora ya vivo con miedo de lo que nos pueda suceder a todos nosotros ―continuó mirando un instante a Antonino.

En el silencio general, manteniendo la mirada baja, continuó:

–Lo siento, Rudi… lo siento mucho…

En voz baja, Rudi dijo:

–¿Qué es lo que sientes? No es culpa tuya lo que ha ocurrido…

Antonino observaba a Giovanni en silencio. La angustia, el tono de sus palabras  le hacían entrever un escenario no desvelado todavía por completo, más sombrío de como lo había percibido hasta el momento. Una angustia sutil y desconocida lo invadía lentamente, como si la fuerza que hace más ligera la juventud lo estuviese abandonando, convirtiendo su cuerpo en más pesado. No le era posible moverse, aplastado por aquella nueva realidad que se abría delante de él. A su padre, el fuerte e invencible padre que, más allá de toda consciencia, llenaba cada ángulo de su ser, lo veía ahora como un hombre confuso, incierto, con dudas, en busca de soluciones difíciles de encontrar. Los temores de Giovanni, confesados abiertamente de esta manera, lo llenaban con un horror jamás sentido y mientras él, el padre, parecía finalmente haberse liberado de un peso intolerable de soportar solo, Antonino advertía que, del mismo modo que sucede con los vasos comunicantes, había llegado también para él el momento en que su posición de hijo no bastaría ya para salvarle de las preocupaciones de las que había sido defendido hasta ese momento.

–¿También tú has recibido amenazas? ―dijo Fosco.

–Sí ―respondió Giovanni.

–¿Cuándo? ¿De quién? ―la voz de Rudi estaba alterada por la angustia.

–Hace una semana. Estaba en el campo cerca del bosque controlando los animales cuando he visto acercarse tres hombres. Estaba solo. Indudablemente han esperado a que estuviese solo y cuando he conseguido distinguirlos lo comprendí enseguida. A dos los conocía, son del pueblo. Dos facinerosos entre los primeros que abrazaron las ideas fascistas. El tercero no, no lo había visto jamás. Se han acercado con una extraña sonrisa y me han saludado llamándome por el nombre. Incluso con los dos que conozco no tengo trato8 y he respondido de mala gana, pero ellos, siempre con ese aire de superioridad, han continuado como si nada ocurriese: ¿Cómo van los negocios… cómo están tus hijos…?… Giulia, han dicho Giulia. ¿Cómo está…? Se le ve poco por el pueblo… ¿y tu cuñado, sigue en Milano?… ¿sigue trabajando en ese periódico de izquierdas?… sabemos que se mueve en ese círculo… sabes lo que le ha ocurrido al pobre Marinucci… pobrecito… no se merecía un fin de ese tipo…

–Mientras tanto, el tercer hombre, el que no conocía, se había quedado en silencio y daba vueltas con una falsa indiferencia a una rama sobre la que, hasta ese momento, había estado apoyado. He tenido miedo, lo admito, he tenido miedo porque me he dado cuenta de lo que aquella visita podía significar. He preguntado qué habían venido a hacer, qué querían. Me han respondido que habían venido sólo para charlar un poco de manera amistosa y que la próxima vez estarían muy contentos de verme en su sede, en la plaza, donde ahora mucha gente, toda gente de bien han dicho, se deja ver para intercambiar ideas y charlar un poco. Tienen una sede, justo en el atrio del duomo, el viejo palazzo Bengoni, donde se reúnen y deciden cómo actuar. He hablado con otros cabezas de familia y muchos me han confirmado que ha recibido la misma visita, de la misma manera. Las primeras veces han intentando ignorarles, pero con cada nueva visita las amenazas se han hecho más evidentes y han comenzado extraños y pequeños accidentes hasta que, de mala gana, han acabado por inscribirse al partido y los han dejado finalmente en paz.

–Es la táctica que usan habitualmente en los pequeños centros urbanos. En la ciudad incluso es peor.

Fosco había roto el doloroso silencio que había caído después de las palabras de Giovanni. Rudi no hablaba, absorto en una madeja de sensaciones angustiosas. Consciente de constituir un peligro para todos ellos, buscaba con desesperación una solución.

–¿Qué debo hacer? No sé qué hacer… ―continuó Giovanni casi hablando para si mismo. Luego, volviéndose a Rudi ―¿Qué dices, Rudi, qué debo hacer?

–Buena parte del problema no eres tú, soy yo ―respondió Rudi con la voz alterada por el nerviosismo ―Y es por mí que os tienen bajo control. Sé que será doloroso para todos pero sería conveniente que durante un tiempo nos comuniquemos menos y que en nuestras conversaciones telefónicas se hable sólo de cosas sin importancia. Tú, Giovanni, debes actuar para protegerlos a todos ―dijo mirando a Antonino que estaba sentado, inmóvil, como petrificado ―no puedes ponerte en su contra. Tienes un deber más grande que desempeñar que el mío.

Fosco se había quedado en silencio. Miraba los cristales de la ventana más allá de los cuales la oscuridad de la noche se había aclarado por la lejana y pálida luna, ofuscada por un halo de niebla que prometía nieve.

A la mañana siguiente la nieve había emblanquecido el campo y durante todo el día continuó cayendo a grandes copos, plácidamente. Por la noche Antonino se había movido mucho debajo de las mantas sin conseguir dormirse, los ojos abiertos mirando fijamente a las paredes, en un tumulto de pensamientos que a duras penas conseguía esclarecer. Giovanni, Rudi y Fosco había pasado la noche insomnes, en el espeso silencio de las noches de nieve, cuando todos los sonidos desaparecen, la oscuridad no es tan oscura y los insólitos rayos de luz tenue se filtran por todas partes.

Por la mañana temprano se encontraron en la cocina a la espera del desayuno que Giulia estaba preparando. Sentados alrededor de la mesa miraban fuera de la ventana.

–Durante unos días no habrá manera de moverse ―dijo Rudi.

–¿Cuánto piensas que durará? ―preguntó Fosco volviéndose a Giovanni.

–Es difícil decirlo. Habitualmente un par de días pero si continúa con esta intensidad las carreteras pueden ser intransitables incluso más tiempo.

–¿Aquí nieva a menudo? ―preguntó Fosco.

Rudi se había levantado y miraba afuera con aire absorto.

–No, no a menudo. Hay años en que jamás nieva.

De repente una sonrisa iluminó sus ojos:

–Giulia, ¿te acuerdas aquel año en que la nieve duró casi un mes? Yo era muy pequeño. ¿Cuántos años tenía?

–Cuatro ―respondió Giulia a la que la imagen de ellos dos de pequeños volvió a su mente con toda la dulzura de los recuerdos lejanos.

–¿Y tú sólo diez? Me parecías tan grande… Recuerdo que tenía unos guantes de lana roja que desteñían y los muñecos de nieve llevaban las huellas rojas de mis manos.

–Dormías y te habíamos despertado ansiosos por ver qué efecto te haría observar la nieve por primera vez. Cuando abrimos la puerta te quedaste un momento en silencio, luego abriste los brazos y exclamaste: ¡mamá, mamá, cuánta azúcar!… Estabas siempre mojado y a mamá no le daba tiempo de secar toda tu ropa. Rodabas sobre la nieve fresca como un cachorrito y si te obligaban a permanecer en casa llorabas desesperado.

–Lo recuerdo, lo recuerdo bien. Extraño, era tan pequeño y sin embargo lo recuerdo perfectamente…

–¡La nieve, hay nieve!

El grito de Agnese y Luciano llenó la casa y los gemelos entraron en la cocina alegres para compartir con los otros la felicidad de una jornada inesperada.

En un decir Jesús estaban fuera y a grandes pasos pisoteaban el patio donde la espesa capa, semejante a una gran manta blanca sobre una cama enorme, recubría todo.

–Luciano, mira, aquí me hundo hasta las rodillas ―gritaba Agnese invitando al hermano a caminar en los puntos donde el viento, durante la noche, había creado pequeños montículos. Luciano comenzó a golpearla con bolas de nieve cada vez más grandes.

–¡Me haces daño, para!

Maltratada por los golpes no conseguía defenderse y, con la espalda girada hacia el hermano aceptaba inerme la masa blanca que le caía encima, pidiendo a grandes voces ayuda y piedad.

En ese momento Rudi y Antonino salieron de casa y, coaligados contra el agresor, en poco tiempo lo neutralizaron, poniendo fin a una batalla que, ahora ya, se había convertido en dispar.

La tregua hizo que entrasen todos, cansados y empapados, mientras desde la casa, los otros, detrás de los vidrios, habían seguido divertidos el enfrentamiento.

Clara había asistido a la escena desde la ventana de su habitación y había bajado a la cocina en cuanto la paz fue firmada.

Nevó ininterrumpidamente todavía durante tres días y tres noches. La nieve cubría todo con un manto espeso que continuaba aumentando a cada hora. Las carreteras  estaban impracticables y todas las faenas del campo se habían suspendido. De esta forma transcurrieron bastantes días, luego Fosco y Rudi, no obstante las dificultades que encontrarían, decidieron partir de todas formas. Sobre todo a Fosco le urgía volver a Milano y no hubo manera de detenerlos. Giulia había hablado con su hermano y junto con Giovanni habían establecido que su primer deber era proteger a la familia y, por lo tanto, de mala gana, se inscribirían al partido fascista.

En el momento de despedirse había atraído hacia sí a Rudi.

–¿Cuándo volveré a verte? ―le había murmurado.

–Pronto, Giulia, pronto, no te preocupes ―había respondido con un tono de emoción que a ella no le había escapado. La había besado en las mejillas manteniendo el rostro entre sus manos y, volviéndole la espalda, se había alejado rápidamente.

8

Nota del traductor: Se debe recordar que en Italia se trata de usted a las personas que no son amigos o familiares. Por lo tanto, han faltado al respeto a Giovanni llamándolo por su nombre de pila.

El Aroma De Los Días

Подняться наверх