Читать книгу El Aroma De Los Días - Chiara Cesetti - Страница 13

Primera parte
Capítulo X Ada

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Los días siguientes estuvieron repletos del ir y venir de las mujeres que se turnaban para asistir a la enferma.

Las condiciones de Ada empeoraban. La fiebre muy alta no le daba tregua y en poco tiempo su hermoso cuerpo se había consumido tanto como para no ser reconocido. Habían llamado a Lucia para que ayudase en casa. Se ocupaba de los más pequeños mandándoles a menudo fuera, aunque los días días eran demasiado fríos. Si Antonino y Clara, conscientes de lo que estaba sucediendo, se movían silenciosos entre los adultos, los gemelos intentaban enseguida sacarse de encima la tristeza que advertían dentro de los muros de casa. Bastaba que saliesen para volver a su vitalidad y despreocupación. A ellos se les unía Andrea ya que la madre, no teniendo a nadie con quien dejarlo, lo llevaba consigo cuando iba con los Barrieri, y esto se convertía en motivo de vivacidad adicional. Por la noche, más cansados de lo normal por los juegos al aire libre, eran mandados a dormir más temprano.

Durante la noche las mujeres se alternaban en el lecho de la enferma. Intentaban aliviar su sufrimiento poniendo en la frente paños húmedos. La fiebre la devoraba y en los últimos dos días los estertores de su respiración parecían expandirse por el aire, agigantase y llenar toda la casa. La muerte de Ada dejó el tremendo vacío de las muertes inesperadas y un sentimiento de incredulidad. El hecho, tan imprevisto y trágico, obligó a los adultos a convivir con el pensamiento de la precariedad de la existencia. Este sentimiento, unido al cansancio y a la consternación, vaciaba sus cuerpos de toda energía. Giovanni daba vueltas por la casa sin decidirse a volver a trabajar, María pareció en pocos días envejecer años, silenciosa y muy delgada en su vestido negro. Giulia, de repente, había tomado el toro por los cuernos y se había encerrado en un silencio doloroso y eficiente. Cuando comprendió que no había nada más que hacer, había cambiado inmediatamente de actitud. Sin tener en cuenta ningún tipo de consideración, a la que, a hechos consumados, tendría todo el tiempo para dedicarse, organizó la vida de la familia de manera que pudiesen sobrevivir todos de la mejor manera a aquellos días de tempestad. Hablaba muy poco e incansablemente, día y noche, siguió cada instante de la enfermedad. María y los otros seguían sus órdenes, como marineros que, en situación de peligro, reconocen en el capitán, no a aquel que da las órdenes, sino al único en que poder confiar completamente.

Los chicos habían reaccionado de distinta manera ante la noticia de la muerte. Antonino había llorado mucho y, perdido en su dolor, se había refugiado muchas veces entre los brazos de la madre y de la tía. Nunca había entrado en la habitación de la enferma y tampoco ahora, después de muerta, quería verla. Clara se había quedado casi apartada. No preguntaba nada. Miraba a su alrededor cada vez más silenciosa, que se encerraba todas las tardes en su habitación, olvidada por todos, para salir sólo cuando el hermano iba a verla para buscar compañía y consuelo, y juntos bajaban a comer.  A la pregunta del padre de si quería despedirse por última vez de la tía, había respondido que sí. Con él de la mano se había acercado al lecho en el que el cuerpo de tía Ada reposaba ya sin vida, vestida como la había visto en los días de fiesta, con el chal negro en la cabeza y el  rosario entre las manos. La observó durante un rato y pensó que parecía de cera, la nariz delgada y el cuerpo suave, siempre dispuesto para un abrazo cálido, ahora rígido y hostil. Advirtió su alejamiento y Giovanni sintió que la mano encerrada en la suya era recorrida por un ligero temblor nervioso. Le rodeó los hombros y la acercó  hacia él, intentando protegerla de aquel dolor que por primera vez, sin lágrimas, le rompía el alma. La hizo salir de la habitación manteniéndola apoyada a su pierna y ella pudo advertir el olor cálido que la consolaba imperceptiblemente.

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