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Primera parte
Capítulo I Giovanni y Giulia

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―¡Gracias a Dios! Ha terminado

–¡Qué noche, qué noche!

Las dos mujeres se movían nerviosas intentando poner orden entre los objetos esparcidos por la cocina. Se paraban de vez en cuando sin motivo, arrugando con nerviosismo el delantal con las manos o apartando de los ojos un invisible mechón de cabellos.

–Es un milagro que haya acabado bien.

–¡Qué va! No es un milagro ―. La voz del doctor Marinucci les hizo volverse de golpe hacia la puerta. ―No es un milagro, Ada, Ha sido un parto largo pero no arriesgado. Giulia ha sufrido pero se recuperará enseguida y el niño está sano y es fuerte. Y ahora, ¡preparadme un buen café! ―dijo batiendo las manos.

La sonrisa del médico deshizo en un instante la tensión y por primera vez Ada y María comenzaron a saborear la esperada alegría que es el nacimiento de un niño.

Desde la ventana entró el primer rayo de sol.


El invierno había sido largo, casi interminable, pero el día en que nació Antonio un templado sol prometía una reposada primavera.

Las preocupaciones de la noche habían dado paso a la satisfacción por el jubiloso acontecimiento. A los ruidos inquietos de las horas precedentes les había sucedido un silencioso respetuoso por las fatigas vividas por la madre. Ahora Giulia reposaba al lado del niño de cabellos y ojos oscuros.

El pequeño tenía la forma ancha de los ojos de ella y el color oscuro del padre. Los minúsculos labios fuertemente cerrados en una mueca sin expresión le daban el aspecto dudoso de quien, totalmente indefenso, ha caído sin quererlo en un lugar desconocido. Giovanni tenía miedo de tocarlo.

Estaba envuelto en mantas, bien fajado, abrigado por una de las innumerables colchas de lana que las tías habían confeccionado para él.

–Cógelo en brazos ―le dijo Giulia.

–No, no. Es tan pequeño ―respondía mientras miraba con temor la pequeña cabeza que colgaba todavía inerte. Ella reía por su miedo y haciendo cosquillas en el mentón del niño conseguía ya arrancarle una sonrisa.

Era una mujer bastante pequeña de estatura, con un cuerpo bien proporcionado que la hacía parecer más alta de lo que era en realidad. En el rostro, no especialmente hermoso, encuadrados por espesas cejas, resaltaban luminosos sus ojos color avellana en los que la vivacidad se veía contenida, a duras penas, por el esfuerzo de reflexionar antes de hablar. Se transparentaba a través de su persona una solidez de las propias convicciones que le hacían de escudo contra las dificultades cotidianas y, a pesar de que todavía era muy joven, tenía la silenciosa capacidad de conquistar su lugar en cualquier circunstancia.

Giovanni, en cambio, era alto, casi poderoso, y era, según decían todos, un hombre hermoso. No pocos se habían asombrado cuando había pedido a Giulia casarse con él pero sólo porque no sabían leer en su alma. La había conocido en casa de un pariente común y enseguida había sentido en aquella pequeña mujer algo que no encontraría en ninguna otra. Por su parte, Giulia, había experimentado una fuerte atracción, bien disimulada en presencia de los otros, pero que le llenaba el alma y, a veces, de manera repentina e incontrolable, desbordaba en las miradas que posaba sobre él.

Se habían casado pocos meses después de su encuentro, el doce de mayo del año 1906. En las fotos de la boda la esposa era sólo un poco más baja que el marido porque quien hizo el retrato insistió en subirla a un pequeño taburete.

Se habían ido a vivir con la familia de Giovanni: el padre y las dos hermanas solteras, Ada y María, en una casa en las afueras del pueblo.

Al principio Giulia se sentía observada y juzgada: diariamente debía superar un examen ante los ojos de los nuevos parientes. Comprendió enseguida cuáles eran los límites de cada uno y luchó silenciosamente para conquistar su espacio.

De esta manera, día tras días, entre las palabras no dichas que se materializaban en pequeños gestos mudos, las rápidas alusiones de las miradas y las preocupaciones cotidianas, cada uno modificó un poco su manera de actuar y la casa aguantó la presencia de tres mujeres.

Las cuñadas aprendieron enseguida que los silencios de Giulia eran muy locuaces y comenzaron a temer sus opiniones, sin que, por otra parte, pudieran culparla de nada, dado que no recibían ni la más pequeña descortesía por su parte. Y mientras las dos hermanas intercambiaban sus impresiones y manifestaban su descontento, Giulia ni siquiera le mostraba sus pequeños temores al marido. Giovanni no se dio cuenta de las pequeñas luchas subterráneas que ocurrían entre los muros domésticos y por la noche podía gozar de la cálida presencia de ella sin preocupaciones, cada vez más consciente y casi asombrado por la fuerza íntima de su pequeña mujer.

Pocos meses más tarde el viejo Antonio Barrieri murió serenamente en su cama. Se dieron cuenta las hijas por la mañana cuando, como de costumbre, subieron a su habitación para llevarle el desayuno.

El dolor fue mitigado por la convicción de que el anciano señor se había marchado sin sufrir, con la satisfacción de saber que pronto tendría un heredero. Desde hacía ya unos años había dejado por completo la hacienda en manos del hijo y las cosas, también después de su muerte, continuaron exactamente como antes.

La casa era grande, una de las más grandes del pueblo, circundada por terrenos propiedad de la familia. Con dos pisos, con las ventanas del desván permanentemente cerradas, el gran portón de la entrada coronado por el balcón con la balaustrada de pequeñas columnas grises, dominaba el valle hasta el río que delimitaba la propiedad. A la derecha, más abajo, estaba el bosque, donde los animales pastaban libres: caballos, vacas, cerdos que eran cuidados y vendidos, porque los Barrieri, además de ser labriegos, eran tratantes de ganado.

El nacimiento del pequeño Antonio convirtió a Giulia en patrona absoluta de la casa. Las tías estaban ya preparadas para ceder el cetro a las manos de quien había dado a la familia el fruto precioso de su femineidad. Aquella maternidad que a ellas le había sido negada, les había hecho reconocer la indiscutible superioridad: se sometían al pequeño que dormía tranquilamente arriba y, en consecuencia, a su madre. Por su parte la joven mujer no dio nunca la impresión de aprovecharse de su condición y silenciosamente, con el tiempo, ordenó y guió la vida de la casa según sus deseos.

Durante los siguientes cinco años nacieron otros tres hijos: Clara, Agnese y Luciano, y se necesitó la ayuda de todos.

Clara era igual que el padre. El cabello negro y rizado, la piel dorada y luminosa, los ojos de un indefinido verde oscuro y el porte erguido habían hecho siempre de ella una hermosísima criatura.

De su actitud resaltaba un control y una inflexibilidad que ponía freno a cualquier pelea con ella. La madre, cuando la miraba, pedía al cielo que en la vida hiciese siempre las elecciones justas, porque sabía que nadie conseguiría disuadirla de sus ideas. Ni siquiera para ella era fácil llegar hasta el fondo del alma de su hija. A veces, con aprensión, en medio de una discusión, la veía aislarse en sus pensamientos, excluirse voluntariamente de las conversaciones y seguir su sentimiento escondido, para luego volver, con esfuerzo, por si misma y participar en la conversación. Casi como creándose una coartada con respecto a los otros, para no ser interrogada sobre su silencio.

Una tarde, tenía poco más de tres años, estaban todos sentados alrededor de la mesa para cenar. La cocina estaba bien iluminada y calentada por el fuego de la gran chimenea. La habitación se comunicaba con un amplio vestíbulo oscuro en el fondo del cual había una puerta de entrada de la casa y a mitad del pasillo la escalera llevaba a las habitaciones de arriba. Todos estaban en torno a la mesa. La niña, silenciosa como de costumbre, estaba sentada con la espalda vuelta hacia la entrada. De repente emitió un grito y bajó de la silla.

–¿Qué pasa? ¿Qué sucede?

Giovanni la cogió enseguida en los brazos aterrado mientras que ella continuaba gritando aferrada al cuello del padre.

–¿Qué has visto?

Corrieron todos a la entrada. Todo estaba tranquilo.

–No hay nada, mira, no hay nada, ¿ves?

La estancia iluminada estaba vacía.

Se esforzaron en estar cerca de ella y consolarla, para convencerla de que no había sucedido nada y nada podía ocurrir. No atendía a razones y continuaba temblando y llorando desconsolada por aquella sombra que había aparecido de repente en su alma. Luego, cuando se dio cuenta de que muchos, demasiados, compartían su inquietud, se liberó del abrazo del padre, se sentó tranquilamente en su puesto y continuó comiendo dejándolos a todos asombrados porque, sin utilizar las palabras que todavía no sabía, con su comportamiento compuesto y silencioso parecía decir a todos Perdonadme y no os preocupéis, esto son cosas mías y ya me ocupo yo. Ahora, os pido que me ignoréis.

Nunca había tenido problemas con la madre. Intuía su actitud y no quería contradecirla. De ella poseía, la aparente y natural tranquilidad de modales y el dominio de sus emociones, pero también la profunda certeza de su comportamiento, fruto de elecciones meditadas con la consciencia de deber asumir las consecuencias. Eran, en el carácter, muy parecidas, pero nunca le había mostrado una particular adhesión, como si de ella hubiese recibido todo desde el momento del nacimiento y entre ellas no hubiese nada más que descubrir.

Fascinada por el padre, sus ojos se iluminaban con una profunda emoción cuando lo veía, feliz de poder estar sobre sus rodillas o sobre sus hombros, casi tan alta como para dominar el mundo.

–Cláclá, ven aquí –le decía él por la noche antes de ir a la mesa. Y mientras las mujeres acababan de preparar la cena, en invierno, cerca de la chimenea, entre los aromas familiares que se confundían en la casa al final de la jornada, o en verano, debajo del porche en que se mezclaban los olores de la tierra y los de los animales, Giovanni la ponía a caballito sobre sus piernas y la hacía volar, sostenida por las fuertes manos de él.

–¡Oplá, oplá!

Eran raros los momentos en que se la sentía reír fuerte. Cuando, al final del juego, después del último vuelo, el más alto, él la tomaba en brazos, casi sin aliento, olfateaba profundamente el olor de su chaqueta de trabajo y la risa permanecía durante mucho tiempo en sus ojos.

A su fiesta se unía también Antonio, pero no se divertía tanto como ella. En ciertos momentos sentía que era casi un intruso y, advirtiendo un ligero malestar, se alejaba para volver a sus ocupaciones anteriores o para hacer de espectador de sus diversiones. Giovanni, al pasar a su lado, le acariciaba la cabeza o le cogía el mentón entre los dedos y lo movía con vigor. –¡Eh, jovencito! –decía.

Antonio, Antonino, no tenía el carácter de la hermana. Vivía su infancia de manera más tranquila mirando a su alrededor con más incertidumbre, buscando consuelo en las atenciones que le prodigaban su madre y sus tías. Aunque Clara tenía dos años menos, cuando estaban juntos era ella la que tomaba las decisiones y él, de buena gana, se sometía, sin mucha resistencia.

Era la niña la que mandaba en sus juegos.

–Hacemos como que tú eres el papá, llegas a caballo y yo te preparo la cena. Imaginemos que este es mi jardín y tu me vienes a buscar…

Antonino seguía las indicaciones, contento de estar en su compañía sin que surgiesen peleas. Físicamente, más menudo que la hermana, tenía unos grandes ojos oscuros, a veces un poco temerosos, que miraban a su alrededor felices de poder recibir el consenso de la familia. Dócil y reservado, no ponía barreras entre sus peticiones de afecto y el deseo de los adultos de concedérselo. Se dejaba querer sin complicaciones.

Por la madre sentía una auténtica adoración, ampliamente correspondida por ella. Cuando estaban juntos Giulia salía de su reserva y los ojos, más bien severos, sólo a él reservaban destellos de infinita dulzura.

Con el padre no estaba nunca completamente cómodo. A pesar de que Giovanni no fuese un hombre rudo, se sentía un poco atemorizado por su presencia y se refugiaba, con mayor facilidad, entre los brazos de la mujeres de la casa.

Con tres años de diferencia nacieron los gemelos : Agnese y Luciano.

Para Giulia, los últimos meses del nuevo embarazo, fueron un auténtico tormento: la panza se había convertido en enorme y aquel fue uno de los veranos más calurosos y más largos de los últimos años. Tenía las piernas siempre hinchadas y le costaba mucho moverse. Ada y María intentaban que reposase lo más posible y estaban secretamente felices de poder sustituirla incluso en su rol de madre. A pesar de que Giulia no se lamentaba demasiado todos estaban preocupados por ella. Giovanni, sobre todo en los últimos tiempos, volvía a casa a mitad de la mañana o durante las primeras horas de la tarde para preguntar cómo se sentía. A menudo la encontraba tumbada en la cama, en la penumbra de su dormitorio, apoyada en dos almohadas para intentar respirar con menos dificultad.

Cuando finalmente llegó el día del parto, el 18 de septiembre, el doctor Marinucci no la dejó ni un momento y durante toda la noche siguió el parto con preocupación.

A las diez de la mañana nacieron los dos gemelos: pequeños y violáceos, mostraban las señales del difícil parto y parecían demasiado débiles, pero la niña comenzó a llorar de manera decidida y se calmó enseguida cuando la acercaron al seno, succionando con inesperada energía la leche materna. El pequeño, en cambio, se cansaba muy pronto y sus comidas eran muy largas y agotadoras. En cuanto fue posible sus tías comenzaron a preparar para él las papillas de leche, azúcar y aceite, que pudiesen añadirse a su alimentación y dejar reposar a la madre, exhausta por una lactancia que se prolongaba durante horas.

Superados los primeros meses Agnese se convirtió en una niña robusta y hambrienta, muy semejante al padre en su físico vigoroso.

Giulia, por su parte, después de los primeros días de enorme cansancio, fue feliz al sentirse liberada de aquel peso que le impedía moverse y, a pesar de todo el trabajo, en poco tiempo volvió a estar serena y a redescubrir la alegría de ocuparse de la familia. Las tías ahora eran indispensables para la marcha de la casa. Cada una de ellas, finalmente, había encontrado su papel en el engranaje haciendo de esta manera que desapareciese toda tensión subterránea.

El médico había desaconsejado nuevos embarazos y entre los dos cónyuges no se habló más de tener otros niños.

El Aroma De Los Días

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