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1 Un estallido silencioso

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Imagina que te encuentras en una remota isla volcánica durante una calurosa y despejada noche de verano. Las aguas del océano que te rodea están tan calmas como las de un lago. El insignificante oleaje apenas alcanza a lamer la arena de la orilla. No se oye ningún ruido. Estás tendido en la arena, con los ojos cerrados. La arena, recocida por el Sol, calienta el aire, saturado de aromas dulzones y exóticos. Nada perturba la paz del ambiente.

De repente, un chillido a lo lejos te hace respingar y otear con preocupación la oscuridad.

Y a continuación... Nada.

Lo que fuera que chillaba calla ahora. No hay nada que temer, después de todo. Puede que esta isla sea peligrosa para algunas criaturas, pero no para ti. Eres un ser humano, el más poderoso de los depredadores. Tus amigos vendrán en breve para tomar una copa contigo; estás de vacaciones, así que te recuestas en la arena para concentrarte en pensamientos propios de tu especie.

Una infinidad de lucecitas parpadea a lo largo y ancho del firmamento. Incluso a simple vista notas que están por todas partes. Y recuerdas las preguntas que te hacías de niño: ¿qué son esas estrellas? ¿Por qué parpadean? ¿A qué distancia están? Y, por último, te preguntas: ¿llegaremos a saberlo algún día? Luego, con un suspiro, vuelves a relajarte sobre la arena calentita, te desentiendes de esas tontas preguntas y te dices a ti mismo: «¿Qué más da?».

Una diminuta estrella fugaz atraviesa el cielo y, justo cuando estás a punto de pedir un deseo, sucede algo extraordinario: como en respuesta a tu pregunta, 5.000 millones de años transcurren en un instante y, antes de que te des cuenta, ya no te encuentras en una playa, sino en el espacio exterior, flotando en el vacío. Eres capaz de ver, oír y sentir, pero tu cuerpo ha desaparecido. Eres etéreo. Una mente pura. Y ni siquiera tienes tiempo para preguntarte qué ha sucedido, ni para gritar pidiendo ayuda, porque te encuentras en una situación de lo más peculiar.

Ante ti, a unos pocos cientos de miles de kilómetros, vuela una esfera recortada sobre un fondo de estrellas diminutas y muy distantes. Refulge con una luz de un tono anaranjado oscuro y avanza hacia ti girando sobre sí misma. No tardas mucho en comprender que lo que recubre su superficie es roca fundida y que ante ti tienes un planeta. Un planeta licuado.

Desconcertado, una pregunta te pasa por la cabeza: ¿qué monstruosa fuente de calor es capaz de licuar así un mundo entero?

Y justo entonces aparece a tu derecha una estrella inmensa. Su tamaño, comparado con el del planeta, es asombroso. Y también gira sobre sí misma. Y, además, se desplaza por el espacio. Y parece estar creciendo.

Pese a que ahora está mucho más cerca, el planeta parece una diminuta canica naranja frente a la gigantesca bola que continúa creciendo a un ritmo insospechado. En apenas un minuto ha doblado su tamaño. Ahora mismo tiene un tono rojizo y expulsa violentos y descomunales filamentos de plasma de millones de grados de temperatura, que atraviesan el espacio a una velocidad muy similar a la de la luz.

Todo cuanto ves es de una belleza monstruosa. De hecho, estás presenciando uno de los acontecimientos más violentos de cuantos se producen en el universo. Y, aun así, no se oye nada. Todo está en silencio, porque el sonido no se propaga en el vacío espacial.

Esa estrella no puede seguir creciendo a ese ritmo, piensas para tus adentros; pero continúa haciéndolo. Supera ya cualquier tamaño que pudieras haber imaginado, y el planeta licuado, incapaz de resistir las fuerzas que lo asaltan, termina por desintegrarse. La estrella ni se percata de ello: sigue creciendo, centuplica su tamaño inicial y entonces, de repente, explota y lanza toda la materia que la componía hacia el espacio exterior.

Una onda de choque atraviesa tu forma incorpórea y, después, solo queda polvo esparcido en todas direcciones. La estrella ya no existe. Se ha convertido en una nube colorida y espectacular que se expande ahora por el vacío interestelar a velocidades propias de los dioses.

Lenta, muy lentamente, te repones de tu asombro y, mientras vas entendiendo lo que ha sucedido, un extraño momento de lucidez abruma tu mente con una verdad aterradora. La estrella que has visto morir no era una estrella cualquiera. Era el Sol. Nuestro Sol. Y el planeta derretido que ha desaparecido a su paso era la Tierra.

Nuestro planeta. Tu hogar. Desaparecido.

Acabas de presenciar el final de nuestro mundo. No una especulación ni una descabellada fantasía de supuesto origen maya. El final de verdad. El que la humanidad sabe —desde pocos años antes de que nacieras, y 5.000 millones de años antes de que suceda lo que acabas de ver— que ha de producirse.

Mientras intentas poner en orden esas ideas, tu mente regresa de inmediato al presente, a tu cuerpo, a la playa.

Con el pulso acelerado, te incorporas y miras a tu alrededor, como si acabases de despertarte de un sueño muy extraño. Los árboles, la arena, el mar y el viento siguen ahí. Tus amigos estarán contigo en un momento, puedes verlos a lo lejos. ¿Qué ha sucedido? ¿Te has quedado dormido? ¿Has soñado lo que viste? El desasosiego se extiende por tu cuerpo mientras empiezas a plantearte nuevas preguntas: ¿hay algo de todo eso que sea real? ¿De verdad explotará el Sol algún día? Y en ese caso, ¿qué pasará con la humanidad? ¿Puede alguien sobrevivir a semejante apocalipsis? ¿Desaparecerá todo, incluido el recuerdo mismo de nuestra existencia, en la extinción cósmica?

Contemplas de nuevo el estrellado cielo nocturno y, desesperadamente, intentas dotar de sentido a lo que acaba de suceder. En lo más profundo de tu ser sabes que no lo has soñado. Aunque tu mente ha vuelto a la playa y se ha reunido con el cuerpo, te consta que has viajado más allá de tu época hacia un futuro muy lejano, donde has presenciado algo que nadie debería ver nunca.

Inspiras y espiras lentamente para tranquilizarte y empiezas a escuchar ruidos extraños, como si el viento, las olas, los pájaros y las estrellas se hubiesen puesto juntos a susurrar una canción que solo tú puedes oír, y de repente entiendes qué es lo que están cantando. Es una advertencia y, al mismo tiempo, una invitación. De todos los futuros posibles que existen, dice su murmullo, solo una vía permitirá a la humanidad sobrevivir a la inevitable muerte del Sol y a casi cualquier otra catástrofe.

Esa vía es la del conocimiento, la de la ciencia.

Un viaje que solo está al alcance del ser humano.

Un viaje en el que estás a punto de embarcarte.

Un nuevo aullido salvaje rasga la noche, pero esta vez apenas lo percibes. Como una semilla plantada en tu mente que empieza a germinar, sientes la necesidad de descubrir lo que se sabe de tu universo.

Con humildad alzas de nuevo la vista y contemplas las estrellas con los ojos de un niño.

¿De qué está hecho el universo? ¿Qué hay cerca de la Tierra? ¿Y más allá? ¿Hasta qué distancia puede uno mirar? ¿Se sabe algo sobre la historia del universo? Es más, ¿tiene siquiera una historia?

Mientras las olas barren mansamente la orilla, mientras te preguntas si alguna vez serás capaz de penetrar esos misterios cósmicos, el titilar de las estrellas parece arrullar tu cuerpo hasta que cae en un estado de semiinconsciencia. Todavía escuchas las conversaciones de tus amigos mientras se acercan, pero curiosamente tu percepción del mundo es ahora muy diferente de la que tenías hace pocos minutos. Todo parece más rico y profundo, como si tu cuerpo y mente fuesen parte de algo mucho, mucho más grande que cualquier otro pensamiento que hayas tenido hasta ahora. Tus manos, tus piernas, tu piel... Materia... Tiempo... Espacio... Campos de fuerza entrelazados a tu alrededor...

Un velo que cubría el mundo, y del que ni siquiera tenías constancia, acaba de desvanecerse para dejar al descubierto una realidad misteriosa e inesperada. Tu mente ansía regresar junto a las estrellas, y tienes la sensación de que un viaje extraordinario está a punto de llevarte muy lejos de tu planeta natal.

El universo en tu mano

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