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7 La Vía Láctea

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Los primeros hombres que estuvieron en el espacio regresaron abrumados tanto por la belleza de nuestro planeta como por su tamaño minúsculo en un mar de negrura. Sin embargo, aquello no fue más que el comienzo. Lo que estás viendo en este momento es todavía más intimidante.

Ya sabías que la Vía Láctea era una galaxia, pero hasta ahora no habías podido ver lo que eso significa. Vista desde arriba (o desde abajo, no supone ninguna diferencia), la nube blanquecina que vislumbramos en el cielo nocturno desde la Tierra no parece en absoluto una nube, sino más bien un disco grueso hecho de gas, polvo y estrellas. Justo bajo tus pies, y ocupando una extensión tan inmensa que la luz tardaría decenas de miles de años en atravesarla, se reparten 300.000 millones de estrellas, agrupadas por la gravedad, que giran alrededor de un centro brillante.

Si consideramos que el sistema solar, con sus planetas, asteroides y cometas, es nuestra familia cósmica y que Próxima Centauri es nuestra estrella vecina, la Vía Láctea podría considerarse nuestra megalópolis cósmica, una ciudad bulliciosa con la fuerza de 300.000 millones de estrellas, entre las cuales el Sol es solo una más.

Estas agrupaciones de estrellas, polvo y gas que se entrelazan en una danza circular, rodeadas de vacío, es lo que los científicos denominan galaxias. Del mismo modo que nuestra estrella fue bautizada como el Sol, la Vía Láctea es el nombre que hemos dado a esta galaxia en concreto, la nuestra.

Cuatro descomunales brazos brillantes en espiral, separados por zonas oscuras, giran alrededor de su centro, donde se concentran en una conglomeración todavía más brillante de gas, polvo y estrellas que oculta todo lo que hay hasta llegar al agujero negro del que acabas de escapar. Desde donde te encuentras, solo resulta visible el chorro de materia energética que expulsa, el mismo con el que has viajado.

Si te cuesta imaginar lo que suponen realmente 300.000 millones de estrellas flotando separadamente, no te preocupes demasiado: nadie puede hacerlo. De todos modos, si intentases explicar lo que estás viendo desde aquí arriba a tus amigos una vez que estuvieras de vuelta en la isla tropical, los números no te serían de ayuda. Lo mejor que puedes hacer es decirles que cojan una caja de cartón cúbica de un metro de alto y que la rellenen hasta arriba con arena de la playa. A continuación, pídeles que rellenen otras 300 cajas con esa misma arena. En nuestra galaxia hay tantas estrellas como granos de arena en todas esas cajas juntas. Pídeles a tus amigos que sean tan amables de regresar a Londres, verter el contenido de esas 300 cajas sobre un disco que cubra toda Trafalgar Square y que dibujen cuatro brazos en espiral con la arena. Después, diles que se sienten sobre los hombros de Nelson. El resultado tiene el mismo aspecto que los 300.000 millones de estrellas de la Vía Láctea que estás viendo en este momento. Antes de que trepen a la estatua, diles a tus amigos que has marcado uno de los granos de arena con un punto amarillo y proponles que traten de encontrarlo. Así se darán cuenta de lo que le está costando a tu cerebro distinguir dónde se encuentra el Sol desde aquí arriba, desde lo alto de la auténtica Vía Láctea. Y eso por no hablar de la Tierra, que es cien veces más pequeña. Encontrar una estrella es una tarea complicada, pero los cazadores de planetas todavía lo tienen peor.

Por lo menos, al contemplar la Vía Láctea desde arriba dispones de una ventaja respecto a tus amigos si te propones encontrar el Sol: puedes recordar todas las imágenes captadas del cielo nocturno por los humanos, tanto desde la Tierra como desde el espacio, y compararlas con lo que ves. Con los años, los científicos han creado un mapa de las estrellas de nuestra galaxia y, sin haber abandonado nunca la Vía Láctea, tienen una idea bastante precisa de dónde se encuentran el Sol y la Tierra en ella.

Para comparar lo que ves con las imágenes del cielo, empiezas por concentrarte en las cercanías del centro galáctico, cerca de la gran aglomeración y del agujero negro, donde todo se ve brillante, hermoso y poderoso. ¿No sería natural que una especie tan importante como la nuestra hubiera surgido en esa posición tan especial o, al menos, cerca de ella? ¿No sería lógico, dada nuestra importancia, que el Sol y la Tierra formasen parte de esa majestuosidad galáctica?

Pues no. El sistema solar se encuentra a unos dos tercios de la distancia que separa el agujero negro central y los confines de nuestra galaxia, en algún lugar de alguno de los cuatro brazos brillantes. Un lugar nada privilegiado.* Para acabar de hurgar en la herida, estás a punto de ser testigo de que, por muy enorme que pueda ser comparada con nosotros, incluso nuestra galaxia entera es bastante insignificante a escala cósmica.

Te das la vuelta para encontrarte de frente con lo que te pueda quedar por ver más allá de la Vía Láctea y distingues unas burbujas brillantes que parecen iluminar los rincones más alejados del universo. Te preguntas si se trata de estrellas sueltas. Parecen demasiado borrosas para serlo... Y demasiado lejanas...

Puede que sean... ¿Son más galaxias? ¿Se pueden observar a simple vista desde la Tierra?

La respuesta a la última pregunta es no.*

Todas las estrellas que has vislumbrado desde la Tierra al mirar al cielo de noche pertenecían (y todavía lo hacen) a la galaxia de la Vía Láctea, el disco en espiral que acabas de ver. Todas. Incluso aquellas que parecen bastante alejadas de la franja blanquecina que recorre el cielo nocturno. La Vía Láctea no es una esfera infinita, sino un disco finito, y la Tierra no está en su centro, sino más bien cerca de sus límites. Por ese motivo, según el punto del cielo hacia el que mires verás distinta cantidad de estrellas, del mismo modo que el cielo nocturno se ve diferente desde diversos lugares de la Tierra: cada uno da a una parte distinta de la Vía Láctea.

Además, el eje terráqueo está inclinado de tal modo que el hemisferio sur siempre está enfocado hacia el centro galáctico, mientras el hemisferio norte siempre mira hacia otro lado, lejos del centro, donde hay menos estrellas. Por ese motivo, las noches septentrionales son bastante sosas comparadas con las del sur.

Lo que llamabas la Vía Láctea desde la playa de la isla tropical apenas era una loncha de tu galaxia, una franja que contiene cientos de millones de estrellas demasiado alejadas para poder distinguirlas individualmente con la vista, pero cuya luz combinada forma una tira borrosa. Mientras ahora escudriñas la lejanía, mirando hacia lo desconocido, dispuesto a hacer saltar a tu mente hacia el lugar que te parezca más misterioso, te das cuenta de repente de que todas esas burbujas de luz parecen tan borrosas como la Vía Láctea.

También tienen que ser galaxias.

Mientras lo piensas, muy cerca de ti, y con cierta inclinación, se eleva otra galaxia. La vista es asombrosa. Su borde aparece de algún lugar por debajo de la Vía Láctea y crece a toda velocidad. Es Andrómeda, nuestra hermana mayor galáctica. Es tan grande que cuesta creer que la humanidad tardase tanto en descubrir lo que era.

Vista desde la Tierra, Andrómeda se extiende en el cielo nocturno ocupando el espacio equivalente a unas seis lunas llenas, pero está tan lejos de nosotros que, a pesar de que cuenta con un billón de estrellas, solo podemos observar a simple vista su núcleo central. Y este es minúsculo.

El primer humano que reparó en su existencia (y del cual nos han llegado sus escritos) fue el extraordinario astrónomo persa Abd Al-Rahman Al Sufi. Hacia finales del primer milenio de la era cristiana, hace más de mil años, cuando mucha gente, a lo largo y ancho del mundo, pasaba sus cortas vidas luchando entre sí, inventando macabros aparatos de tortura y temiendo el fin del mundo, él observaba las estrellas. Al Sufi fue uno de los mejores astrónomos de la edad dorada de Bagdad, pero cuando describió el núcleo central de Andrómeda como una vaga nube de luz, no podía saber que se trataba de otra galaxia. Ni siquiera sabía lo que era una galaxia. En realidad, eso no se sabría hasta unos mil años más tarde. Nadie supo que las galaxias eran agrupaciones separadas de estrellas hasta los trabajos de observación del astrónomo estonio Ernst Öpik y el astrónomo estadounidense Edwin Hubble en la década de 1920. Ellos fueron los primeros en constatar que existían grandes espacios que separaban a estos otros grupos de estrellas de la Vía Láctea, lo que los convertía en entidades independientes por derecho propio.*

Andrómeda es la prueba cósmica más cercana de que la Vía Láctea no es todo el universo.

Mientras la miras, te das cuenta de que la Vía Láctea y esa majestuosa espiral de un billón de estrellas giran la una alrededor de la otra, y también observas que todas las galaxias del universo están inmersas en un ballet cósmico, en el cual las bailarinas son islas brillantes independientes, agrupaciones de miles de millones de estrellas que se mueven en el vacío oscuro del espacio.

Recorres con la mirada el horizonte cósmico y te pasa por la mente un sentimiento extraordinariamente poderoso al comenzar a divisar la Vía Láctea, Andrómeda y otras galaxias, tanto cercanas como remotas.

En un momento de puro éxtasis, de repente lo ves todo: decenas, cientos, miles, millones, cientos de millones de galaxias. Están por todas partes, formando grupos de tamaños diversos, y se aglomeran en extrañas estructuras con aspecto de filamento que resquebrajan todo el universo visible.

¿Quién lo iba a imaginar?

Hace unos minutos —¿o han pasado horas?— estabas tumbado en una playa, de vacaciones, y ahora tu mente alberga todo el universo visible. Has alcanzado una perspectiva tan privilegiada que los puntos que salpican el universo ya no son estrellas solitarias, sino grupos de galaxias, cada uno de los cuales contiene miles de galaxias, que, a su vez, están formadas por cientos o miles de millones de estrellas, y la Vía Láctea es una de ellas.

Mientras contemplas este asombroso paisaje y miras todos esos lugares, se te ocurre que encontrar tu galaxia natal entre todas las demás sería tan problemático como encontrar el Sol en la Vía Láctea, o uno de los granos de arena de Trafalgar Square. Liberas tu mente, te proyectas a la velocidad del pensamiento y ves las galaxias rotar, bailar, arremolinarse, destruirse y chocar entre sí, y también presencias cómo desaparecen galaxias minúsculas al ser simple y llanamente devoradas por alguna vecina gigante.

Un momento.

¿Deberías preocuparte por ese último punto?

En un abrir y cerrar de ojos, regresas a las cercanías de la Vía Láctea. Andrómeda está sobre ti. Es enorme. ¿Es posible que un día se fusione con la Vía Láctea? No cabe duda de que las dos galaxias orbitan en sincronía, pero está pasando algo más... Enfocas mejor y te sobresaltas al comprobar que, en realidad, Andrómeda y la Vía Láctea se precipitan la una contra la otra a la asombrosa velocidad de 100 kilómetros por segundo, por lo que solo faltan 4.000 millones de años para que colisionen.

Empezarán a fusionarse 1.000 millones de años antes de que explote el Sol.

Tragas saliva con dificultad y te preguntas cómo podría llegar a salvarse la humanidad de algo así, pero hay algo que te consuela: las galaxias son tan grandes, y hay tanto espacio entre las estrellas que contienen, que las colisiones galácticas casi nunca provocan que las estrellas choquen entre sí... Por supuesto, existe un cierto riesgo pero, de momento, tendrás que aceptarlo.

Es completamente normal que, llegado a este punto, pases por una depresión filosófica copernicana. Incluso puede que desees haber vivido hace unos pocos milenios, cuando la Tierra era plana y se consideraba que era el centro del universo por el simple motivo de que a los seres humanos nos gusta considerarnos especiales. Debía de ser muy tranquilizador creer que todo daba vueltas a nuestro alrededor, que los ángeles hacían girar unos engranajes sagrados conectados a un mecanismo de relojería cósmico que hacían que las estrellas y el Sol se moviesen. ¿Por qué diablos tuvo que echarlo todo a perder Copérnico, matemático y astrónomo polaco del siglo XV, al proclamar que el Sol no orbitaba alrededor de la Tierra? ¿Por qué tuvo que observar el matemático y astrónomo del siglo XVII Galileo que Júpiter tenía lunas que no orbitaban alrededor de la Tierra (ni del Sol, de hecho, ya que lo hacían alrededor del propio Júpiter)? ¿Por qué tuvieron que darse cuenta Öpik y Hubble de que existían otras galaxias? ¿Por qué? ¡Ellos comenzaron todo esto!

Dejando a un lado el hecho de que tenían razón, sin personas como Copérnico, Galileo y tantos otros, la humanidad estaría condenada y, además —y esto es lo peor de todo—, yo no habría podido escribir este libro. Jamás habrías podido viajar mediante el pensamiento a través de nuestro vecindario cósmico y, todavía menos, más allá de él (como estás a punto de hacer). Y entre tú y yo: ¿no te parecería una lástima que toda la belleza oculta ahí fuera no tuviera quien la contemplase y la explorase o que, peor todavía, solo la pudiesen disfrutar otras especies inteligentes desde su propia perspectiva cósmica remota?*

Mientras tratas de asimilar el tamaño descomunal del universo visible, te preguntas si realmente existen otras especies inteligentes. Entre los miles y miles de millones de grupos de estrellas que salpican un universo que, por lo demás, es bastante oscuro, ¿existen otras enanas rojas como Próxima Centauri rodeadas de sus propios planetas? ¿Existen sistemas en los que dos estrellas brillan sobre mundos habitados? ¿Existen otras Tierras?

Parece casi imposible creer que estemos solos en este universo gigantesco: «Si estamos solos, hay una cantidad espantosa de espacio desaprovechado», escribió en 1985 Carl Sagan, astrónomo y cosmólogo estadounidense. Sin embargo, treinta años más tarde, nadie en la Tierra sabe si hay alguien más. La existencia de vida alienígena es una posibilidad emocionante (y también aterradora, claro) pero, de momento, no es más que eso: una posibilidad. De todos modos, la situación puede cambiar pronto, ya que nuestros telescopios siguen descubriendo cada vez más mundos nuevos. Al menos yo espero que cambie.

Incluso en los años más oscuros del caótico pasado de la humanidad, algunas personas desafiaron heroicamente a las autoridades religiosas al afirmar que, de hecho, era muy probable que existiesen otros mundos. En el año 1600, el monje católico italiano Giordano Bruno, por ejemplo, murió quemado vivo en la hoguera en Roma por atreverse a defender en público una idea herética: afirmaba que existían «incontables Soles e incontables Tierras que orbitan alrededor de su propio Sol». Esta creencia le costó una muerte agónica.

Hoy en día, y aunque en mi opinión demasiadas personas (incluso en los países más desarrollados) prefieren hacerse las sordas y las ciegas antes que enfrentarse a algunos hechos desvelados por la ciencia, ya no existe la Inquisición. Se han descubierto planetas potencialmente similares a la Tierra y se ha reivindicado la importancia de científicos como Giordano Bruno, aunque esto haya sido bastante recientemente.

Hace siglos que la humanidad conoce la existencia de planetas como Júpiter o Venus, pero la primera vez en la historia que alguien observó un planeta orbitando alrededor de una estrella que no fuese el Sol fue apenas hace veinte años, cuando, en 1995, dos astrónomos suizos, Michel Mayor y Didier Queloz, detectaron un mundo gigante, al que llamaron 51 Pegasi b, que orbitaba alrededor de una estrella situada a unos 60 años luz de nosotros.

No obstante, el planeta que descubrieron Mayor y Queloz no es habitable por el simple motivo de que se encuentra demasiado cerca de su estrella. No obstante, es un planeta. Tras aquel descubrimiento, se fueron hallando otros mundos similares cada mes, hasta que se lanzaron satélites diseñados ex profeso para encontrar aún más. El telescopio Kepler, de la NASA, lanzado en el 2009, es uno de ellos. Actualmente, se han detectado más de 6.000 mundos candidatos, de los cuales se ha confirmado que unos 2.000 orbitan estrellas lejanas. Algunos de ellos incluso se encuentran en sistemas de doble estrella (planetas que orbitan a dos Soles) y, sin duda, el futuro nos deparará muchas sorpresas. Para diferenciarlos de Venus, Júpiter y el resto de los planetas que forman parte de la familia de nuestro Sol, llamamos a estos mundos lejanos exoplanetas. Por cierto, aproximadamente una docena de los 2.000 exoplanetas confirmados son potencialmente similares a la Tierra, y al menos tres de ellos —de los cuales la existencia de uno se confirmó en 2015— presentan un parecido asombroso con nuestra Tierra (el de 2015 se llama Kepler 442b)...

Evidentemente, cabe la posibilidad de que todos estos otros mundos sean estériles, pero también podrían albergar vida. De hecho, estoy dispuesto a apostar a que se descubrirán indicios directos e indirectos de vida extraterrestre en las próximas dos décadas, más o menos. Puede que sea en uno de estos candidatos o en algún otro planeta que todavía no hemos descubierto. Estamos a punto de disponer de la tecnología que nos permitirá detectar rastros de actividad biológica en la atmósfera de esos mundos remotos. Sería genial vivir un descubrimiento semejante, ¿no te parece?

Hay que tener en cuenta que todos los exoplanetas que hemos descubierto hasta ahora se encuentran en la Vía Láctea, nuestra galaxia, así que están bastante cerca de la Tierra. Los planetas que puedan existir en otras galaxias están demasiado lejos para que nuestros telescopios puedan verlos, aunque es posible que esos mundos se cuenten por cientos de miles de millones.

La galaxia de Andrómeda, por ejemplo, podría estar repleta de vida. Es la mayor de las galaxias que nos rodea y está muy cerca de nosotros. A escala galáctica, claro. A escala humana, no tanto. Si realizásemos una llamada telefónica ahora mismo a algún lugar cercano a alguna de su billón de estrellas, la señal tardaría unos dos millones y medio de años en alcanzar su destino. Si lográsemos establecer contacto, más nos vale dar con una pregunta inteligente que hacerles. Y también con un lenguaje adecuado.

El universo en tu mano

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