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3 El Sol

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Si el ser humano fuera capaz, de una manera u otra, de captar toda la energía que el Sol irradia en un segundo, sería suficiente para sostener las necesidades de todo el planeta durante los próximos 500 millones de años.

A medida que te acercas volando a nuestro astro, sin embargo, te das cuenta de que el Sol no es tan grande como el que viste 5.000 millones de años en el futuro, cuando llegaba a su fin. Aun así, es muy grande. Para ponerlo en perspectiva, si el Sol fuera del tamaño de una sandía grandota, la Tierra estaría a unos 43 metros de distancia y necesitarías una lupa para verla.

Has llegado a unos pocos miles de kilómetros de la superficie solar. A tu espalda, la Tierra apenas se distingue como un puntito luminoso. Frente a ti, el Sol ocupa la mitad del firmamento. Por todas partes estallan burbujas de plasma. Miles de millones de toneladas de materia a temperaturas inimaginables salen despedidas ante tus ojos y atraviesan tu cuerpo etéreo, mientras sobre el campo magnético del Sol aparecen gigantescos bucles aparentemente aleatorios. Es una escena extraordinaria, cuando menos, y, enardecido por tanta energía, te preguntas qué es lo que le falta a la Tierra para ser tan especial como el Sol. ¿Qué hace de una estrella una estrella? ¿De dónde nace su energía? ¿Y por qué diantres tiene que extinguirse antes o después?

Para dar respuesta a estas preguntas, te diriges al lugar más inhóspito que pueda imaginarse: el centro del Sol, a más de medio millón de kilómetros bajo su superficie. A modo de comparación, la distancia que separa la corteza terrestre del núcleo es de 6.500 kilómetros.

Mientras te zambulles de cabeza en este horno abrasador, recuerdas que toda la materia que respiramos, vemos, tocamos, percibimos o detectamos, incluida la materia que contiene tu cuerpo, está hecha de átomos. Los átomos son las piezas con las que se construye todo. Son los ladrillos de Lego de nuestro entorno, por decirlo así. A diferencia de los Lego, sin embargo, los átomos no son rectangulares. Son más bien redondeados y consisten en un núcleo denso y con forma de balón en torno al cual giran los diminutos y lejanos electrones. Sin embargo, los átomos sí que se parecen a las piezas de Lego en que es posible clasificarlos por tamaños. El más diminuto ha sido bautizado como hidrógeno. Al segundo de menor tamaño se le llama helio. El conjunto de esos dos átomos constituye aproximadamente el 98 por ciento de toda la materia de la que tenemos noticia en el universo conocido. Es mucho, desde luego, pero también una proporción menor de lo que fue en el pasado. Se cree que hace unos 13.800 millones de años esos dos átomos sumaban casi el ciento por ciento de toda la materia conocida. El nitrógeno, el carbono, el oxígeno y la plata son ejemplos de átomos que existen hoy y no son ni hidrógeno ni helio. Es decir, tienen que haber aparecido en una fecha posterior. ¿Cómo? Es lo que vas a descubrir ahora.

Te zambulles más y más en el interior de Sol: las temperaturas aumentan hasta alcanzar cotas inimaginables. Una vez en el núcleo, nos ponemos ya en los 16 millones de grados centígrados. Puede que más. Y aquí abundan los átomos de hidrógeno por todas partes, aunque la energía circundante los ha despojado de todo: han perdido sus electrones y solo perviven los núcleos desnudos. La inmensa presión y el peso que la estrella ejerce sobre su propio centro hacen que esos núcleos estén apretadísimos y no tengan apenas espacio ni libertad para moverse. En lugar de ello, se ven obligados a fundirse unos con otros para formar núcleos de mayor tamaño. Lo ves suceder ante tus propios ojos: una reacción de fusión termonuclear, es decir, la creación de núcleos atómicos grandes a partir de otros más pequeños.

Una vez formados, y a medida que se alejan de la caldera en la que nacieron, esos pesados núcleos van combinándose con los electrones sueltos y libres que les fueron arrebatados a los núcleos de hidrógeno y forman átomos nuevos y más pesados: nitrógeno, carbono, oxígeno, plata...

Para que se produzca una reacción de fusión termonuclear (es decir, la formación de átomos grandes a partir de otros más pequeños) es necesaria una cantidad desorbitada de energía, que en este caso la aporta la aplastante gravedad del Sol, que lo atrae todo hacia su núcleo y lo comprime hasta límites insólitos. Una reacción semejante no puede producirse de manera natural en la Tierra, ni en su superficie ni en su interior. Nuestro planeta es demasiado pequeño y no lo suficientemente denso, por lo que su gravedad no es capaz de hacer que el núcleo alcance las temperaturas y presiones necesarias para desencadenar una reacción semejante. Esa es, por definición, la principal diferencia entre una estrella y un planeta. Ambos son objetos cósmicos aproximadamente esféricos, pero los planetas son, en términos generales, cuerpos pequeños con núcleos rocosos que en ocasiones están rodeados de gases. Las estrellas, en cambio, pueden considerarse como unas inmensas centrales de fusión termonuclear. Su energía gravitatoria es tal que por su misma naturaleza están obligadas a forjar materia en su interior. Todos los átomos pesados que componen la Tierra, todos los átomos necesarios para la vida, los átomos mismos que componen tu cuerpo, fueron forjados en lo más profundo de una estrella. Cuando respiras, es lo que inhalas. Cuando tocas tu piel, o la de otra persona, estás tocando polvo de estrellas. Te preguntabas antes por qué las estrellas como el Sol tienen que morir y explotar al final de su existencia, y aquí tienes la respuesta: sin esos finales, solo existiría el hidrógeno y el helio. La materia de la que estamos hechos se encontraría prisionera para siempre en el interior de estrellas eternas. La Tierra no habría existido. La vida, tal y como la conocemos, nunca se habría producido.

Pensemos en ello de otra manera: dado que no estamos hechos exclusivamente de hidrógeno y helio, dado que nuestros cuerpos y la Tierra y todo cuanto nos rodea contiene carbono, oxígeno y otros muchos átomos, sabemos que nuestro Sol es una estrella de segunda o incluso de tercera generación. Una o dos generaciones de estrellas tuvieron que explotar para que su polvo se convirtiera en el Sol, y en la Tierra, y en nosotros. ¿Qué es lo que desencadenó su muerte? ¿Por qué están las estrellas condenadas a terminar su resplandeciente existencia con una espectacular explosión?

Una de las propiedades más asombrosas de una fusión nuclear es que, por grande que sea la cantidad de energía necesaria para que se produzca (¡el peso de todo un planeta!), la energía que libera es mucho mayor.

Puede que los motivos de esto te resulten sorprendentes, pero puesto que estás viendo ante tus ojos cómo sucede no te queda más remedio que aceptar que es cierto: cuando los núcleos de dos átomos se funden uno en otro, parte de su masa desaparece. El nuevo núcleo tiene menos masa que los dos a partir de los cuales se creó. Es como si el resultado de mezclar un kilo de helado de vainilla con otro kilo del mismo helado no fuesen dos kilos de helado, sino una cantidad menor.

Eso, en la vida cotidiana, no pasa nunca. En el mundo nuclear, sin embargo, sucede constantemente. Por fortuna para nosotros, sin embargo, esa masa no se pierde. Se transforma en energía, y la famosa fórmula E=mc2 de Einstein refleja la tasa de cambio.*

En nuestra vida cotidiana estamos acostumbrados a que los tipos de cambio se refieran a divisas extranjeras, y no a la masa y la energía. Por eso, para ver si E=mc2 es buen negocio para la naturaleza, vamos a imaginar que en el aeropuerto nos ofrecen el mismo tipo para cambiar libras esterlinas (que serían la masa inicial) por dólares estadounidenses (que serían la energía que te dan a cambio). El tipo de cambio, en este ejemplo, es c2: «c» sería la velocidad de la luz y «c2», la velocidad de la luz multiplicada por sí misma. Por una libra te darían 90.000 billones de dólares. No es un mal negocio, me parece a mí. Es más, es el mejor tipo de cambio que existe en la naturaleza.

Evidentemente, la masa que falta en cada reacción de fusión nuclear es muy pequeña. Pero en el centro del Sol hay tantos átomos fusionándose cada segundo que la energía que liberan es inmensa, y tiene que ir hacia algún sitio. Así que entonces esta sale despedida en dirección al espacio, lejos del núcleo del Sol, y en todas las formas que puede. Al final, la energía de esta fusión nuclear equilibra la gravedad que atrae todo hacia el núcleo de la estrella, lo cual estabiliza su tamaño. De no ser por ello, y si la gravedad fuera la única fuerza presente, el Sol se encogería.

La fusión nuclear emite una cantidad tremenda de luz y partículas que hacen que todo lo que las rodea se transforme en un reluciente caldo de núcleos y electrones que llamamos plasma.

Ese estallido de luz, calor y energía es lo que hace que las estrellas brillen.

El Sol, al ser una estrella, no es una enorme bola de fuego: el fuego necesita oxígeno y, aunque el Sol genera un poco de oxígeno junto con otros elementos pesados, en el espacio exterior no hay oxígeno libre en cantidades suficientes para alimentar una llama. Por mucho que rascásemos una cerilla en el espacio, nunca prendería. El Sol, al igual que el resto de estrellas del firmamento, no es más que una reluciente bola de plasma, una tórrida mezcla de electrones, de átomos despojados de algunos de sus electrones (llamados iones) y de átomos a los que se les han arrebatado todos sus electrones; núcleos pelados, vaya.

Mientras haya un número suficiente de esos minúsculos núcleos comprimidos en el centro del Sol, su gravedad y la energía resultante de la fusión se mantendrán equilibradas. Tenemos mucha suerte de vivir cerca de una estrella en un estado semejante.

En realidad, no tiene nada que ver con la suerte.

Si nuestro Sol no se encontrase en ese estado, nosotros no estaríamos aquí.

Y como ya sabes ahora, el Sol no se mantendrá en ese estado de equilibrio eternamente: el núcleo de nuestra estrella agotará algún día su combustible atómico y, entonces, cesará el impulso hacia el exterior que se encuentra en competencia con la gravedad. Entonces se impondrá esta última, que desencadenará la secuencia final de la vida de nuestra estrella: el Sol se encogerá y ganará densidad hasta que se desate una nueva reacción de fusión nuclear, pero en esta ocasión alejada del núcleo, más cerca de la superficie. Esta renacida reacción no equilibrará la gravedad, sino que la superará, y la superficie del Sol se verá impelida hacia el exterior, con lo que el astro crecerá. Es algo que ya viste en tu viaje al futuro. Un arrebato final de energía anunciará, por último, la muerte que presenciaste y esparcirá por el espacio todos los átomos que el Sol ha forjado a lo largo de su existencia al tiempo que crea algunos más, los más pesados de todos, como, por ejemplo, los de oro. Con el tiempo, esos átomos se combinarán con los restos de otras estrellas moribundas próximas para formar inmensas nubes de polvo de estrellas que, quizá, plantarán las semillas de nuevos mundos en un lejano futuro.

La forma que tienen los científicos de estimar cuándo se producirá esa explosión es calculando la cantidad de hidrógeno que queda en el núcleo de la estrella, y los resultados apuntan a que el Sol estallará en aproximadamente 5.000 millones de años; en jueves, para ser precisos, con un margen de error de tres días.

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