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4 Nuestra familia cósmica
ОглавлениеLo que has descubierto del Sol hasta ahora te permite conocerlo mejor que cualquier humano que viviese antes de mediados del siglo XX. Toda la luz que baña tu cuerpo día tras día procede de átomos forjados en el corazón de nuestra estrella, de partes de su masa transformadas en energía. Sin embargo, la Tierra no es el único objeto celeste que aprovecha la energía del Sol.
En un abrir y cerrar de ojos, tu mente regresa a la superficie efervescente y abrasadora del Sol y miras a tu alrededor como un halcón. Ocho puntos brillantes se mueven frente a un fondo aparentemente fijo de estrellas lejanas. Esos puntos son planetas, esferas rellenas de materia que son demasiado pequeñas para soñar siquiera que un día se convertirán en una estrella. Cuatro de ellos, los más cercanos al Sol, parecen diminutos mundos rocosos. Los cuatro más alejados están formados principalmente de gas. Siguen siendo minúsculos comparados con el Sol, pero son gigantes respecto a la Tierra, el mayor de los cuatro pequeños mundos rocosos. A pesar de todo —y aunque todos nacieron de la misma nube de polvo de estrellas extinguidas hace mucho—, ninguno de esos mundos, con excepción de la Tierra, y tampoco ninguno de sus cientos de satélites ofrecen un refugio potencial para el futuro de la humanidad. Todos permanecen sometidos a la gravedad del Sol y todos desaparecerán cuando nuestra estrella termine explotando. Si hay algún refugio posible, tiene que estar más alejado todavía.
Con una cierta alarma, tu mente se dispara tan lejos como puede para echar un vistazo a lo que hay más allá de la esfera de influencia del Sol. Por el camino, visitarás a los primos lejanos de nuestro planeta, los gigantes de nuestra familia cósmica.
La distancia que te separa ahora del Sol es tres veces la que existe entre la Tierra y nuestra estrella. Ya has dejado atrás Mercurio, Venus, la Tierra y Marte, los cuatro mundos rocosos más cercanos al Sol. Vista desde aquí, nuestra estrella es un punto brillante algo más pequeño que una moneda de un céntimo sostenida en alto a un brazo de distancia de los ojos. Si la Tierra estuviera aquí, un mediodía típico de mediados de julio, el día más caluroso del año, por ejemplo, sería más frío que el invierno más frío de la Antártida.*
Cuanto más te alejas del Sol, más escasea su luz.
Pasas como un bólido junto a unas rocas, restos de los días lejanos en los que se formó nuestro planeta. La mayoría son asteroides amorfos que, en su conjunto, forman lo que los astrónomos denominan el cinturón de asteroides, un enorme anillo de rocas que rodea al Sol y separa los cuatro pequeños planetas terrestres de un mundo de gigantes. Las rocas están bastante separadas entre sí y, mientras vuelas a través del cinturón, te das cuenta de que es muy poco probable que choques contra una de ellas. Muchos satélites de fabricación humana lo han atravesado sin recibir un rasguño.
Dejas atrás el cinturón y vuelas junto a Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, los gigantes gaseosos, todos ellos planetas enormes con unos núcleos rocosos relativamente diminutos ocultos en la profundidad de unas atmósferas enormes y tumultuosas. Todos estos planetas parecen haber sido dotados de un magnífico sistema de anillos, aunque el de Saturno supera con creces, en tamaño y belleza, a los de los demás planetas juntos.
Vuelas junto a todos ellos y los contemplas con el respeto que merecen esos mundos gigantescos, incluso aunque no sean adecuados para la vida.
Más allá de Neptuno, el más alejado de los planetas que orbitan alrededor del Sol, no esperabas encontrar nada, pero te equivocabas. Hay otro cinturón de bolas de nieve sucias de todas las formas y tamaños, probablemente más restos del nacimiento de nuestro sistema solar, cuando sus miembros actuales se formaron al agruparse el polvo resultante de las explosiones de estrellas que se produjeron mucho tiempo atrás. Este cinturón se denomina cinturón de Kuiper. Desde aquí, el Sol es del tamaño de la cabeza de un alfiler, como cualquier otra estrella, y aunque a estos lugares remotos no parece llegar mucho calor, sí se produce algo de acción.
De vez en cuando, y debido a colisiones o a perturbaciones de otro tipo, una o más de estas bolas de nieve sucias son expulsadas de su tranquila y lejana órbita alrededor del Sol. Al verse impulsada hacia nuestra estrella, alcanza climas progresivamente más cálidos y empieza a derretirse a medida que gana velocidad en sentido opuesto al de la radiación solar, y deja tras de sí largos rastros de rocas pequeñas y heladas que brillan en la oscuridad. Se convierte así en una de esas maravillas celestes que llamamos cometas. En noviembre de 2014, la robusta sonda Philae de la Agencia Espacial Europea aterrizó en uno de ellos para estudiar su superficie. Rosetta, la nave que había llevado a la sonda hasta allí, giraba en órbita a su alrededor mientras se aproximaba al Sol y se alejaba luego para observar cómo se convierten en gas sus capas exteriores...
El pobre Plutón, que recientemente perdió su título de planeta y fue reclasificado como planeta enano, también forma parte de ese cinturón helado, junto a (por lo menos) otros dos planetas enanos llamados Haumea y Makemake. Es curioso pensar que Plutón, junto con su satélite Caronte, está tan alejado del Sol y tiene que recorrer una distancia tan inmensa para recorrer una órbita completa a su alrededor, que transcurrió menos de uno de sus propios años entre su descubrimiento y su bautismo como planeta y el momento en el que fue desprovisto del título, setenta y seis años terráqueos más tarde. En realidad, los astrónomos tardaron décadas en comprobar que su tamaño apenas alcanzaba la cuarta parte del de nuestra Luna. Por supuesto, al Plutón de color marrón fangoso junto al cual vuelas en este instante no le ha afectado lo más mínimo que lo hayamos rebautizado, y no tardas en dejarlo atrás mientras te alejas todavía más de la protección de nuestra brillante estrella.* Más planetas enanos y cometas se cruzan en tu camino, e incluso ves mundos congelados que todavía no ha descubierto nadie, pero tu atención se centra de inmediato en una esfera gigante que engloba todo lo que has visto hasta ahora.
Todos los planetas, planetas enanos, asteroides y cometas que has visto se extienden sobre un disco más o menos plano en cuyo centro brilla el Sol. Sin embargo, lo que estás viendo en este momento no pertenece a ese disco. Una reserva de billones y billones de cometas potenciales forma una colosal nube esférica que parece ocupar todo el espacio que separa al Sol del reino de otras estrellas. Esta reserva se llama la nube de Oort.
Su tamaño es abrumador.
Delimita las fronteras del reino de nuestra estrella, que contiene a todos los miembros de nuestra familia cósmica, una familia llamada sistema solar.
Más allá, te adentras en territorios inexplorados y te diriges a la que crees que es la estrella más cercana a la nuestra. Se descubrió en 1915, hace un siglo, justo cuando empezábamos a entender nuestro universo. Se llama Próxima Centauri.