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4 El pasado en capas

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Viajar por el espacio conocido como hiciste en la primera parte de este libro es un poco como pasear por un bosque de tu isla tropical y admirarte de la belleza de los árboles. Tras la caminata, claro, podrías regresar a tu residencia, invitar a tus amigos a tomar una copa, y contarles lo agradable que ha sido estar allí fuera y lo bien que te ha sentado respirar el fresco aire del océano. Pero, entonces, tus amigos podrían empezar a preguntar, y no sin razón, por qué crecen los árboles, y por qué sus hojas son verdes, y cómo llegaron a ser todas esas plantas como son...

Si el universo es nuestro bosque, ¿qué hay que entender sobre él? En lugar de tener dudas sobre si las gambas que acabas de comerte eran frescas o no, ¿qué te habrían preguntado tus amigos a propósito del universo en su conjunto? Más allá de contemplarlo, ¿hay algo en él que siquiera pueda entenderse? Y ahora en serio, ¿de verdad sería posible desplazarse por él como lo has hecho tú?

La respuesta a esta última pregunta es sencilla: con tu cuerpo, o a bordo de una nave espacial, no. Por lo que sabemos —de momento—, no es posible viajar por el espacio y el tiempo de esa manera, excepto con la imaginación. Nada que transporte información de ningún tipo puede desplazarse a una velocidad mayor que la de la luz. Por eso, lo que hizo tu mente en la primera parte fue en realidad volar a través de una imagen tridimensional congelada del universo tal como lo conocemos hoy, una reconstrucción obtenida a partir de retazos o, mejor dicho, de todas las imágenes capturadas por todos los telescopios que se han construido en la Tierra. Me dirás que viste cosas que se movían, que no era una imagen congelada... De acuerdo. Digamos entonces que era una imagen casi congelada. Sigamos. ¿Qué podemos hacer con esa imagen? ¿Existe alguna ley que gobierne la evolución de todo?

A la mañana siguiente de tu viaje mental, cuando la amiga que se quedó cuidándote por la noche salió a buscarte algo para desayunar, sabías intuitivamente que seguía existiendo en algún lugar ahí fuera, aunque no fueses capaz de verla, ¿verdad? No te dio por imaginar que se había transformado en humo para viajar atrás en el tiempo, cazar un dinosaurio y asar una de sus patas para poder traértela y que te la comieras. Eso habría sido la repanocha, desde luego, pero de igual modo que no sería especialmente sensato saltar por un acantilado o una ventana, esas cosas simplemente no pasan. Resulta complicadísimo formular y demostrar la razón fundamental por la que esto no sucede jamás, pero si queremos intentar desentrañar los misterios de nuestro universo tenemos que asumir unas cuantas cosas. Por eso, la primera suposición o «postulado» que haremos es esta: que de alguna manera somos capaces de comprender la naturaleza, más allá incluso de lo que nuestros sentidos son capaces de explicarnos. Para ello, de ahora en adelante asumiremos que, en condiciones similares, la naturaleza obedece las mismas leyes en cualquier punto del tiempo y el espacio, tanto si somos capaces de verlo como si no, tanto ahora como en el pasado y en el futuro, tanto si conocemos esas leyes como si no. A esto lo llamaremos nuestro primer principio cosmológico. Lo he escrito en negrita porque es importante. Si no diésemos esto por sentado nos bloquearíamos y seríamos incapaces de imaginar lo que sucede en aquellos lugares que no vemos, que son demasiado remotos o están demasiado alejados en el tiempo. Si no hacemos esta asunción, entonces tu amiga podría estar viajando por el tiempo para cazar un suculento dinosaurio.

En realidad, existen numerosos indicios de que este primer postulado es correcto, al menos en el contexto del universo que vemos a través de nuestros telescopios.

Pongamos como ejemplo el Sol.

Sabemos qué partículas emanan de él, las frecuencias de luz que emite y el tipo de energía que irradia. Todas esas cosas las detectamos cuando salen de su superficie y llegan a nuestro planeta. ¿Y qué pasa con otras estrellas más lejanas? ¿Brillan también gracias al mismo tipo de fusión nuclear o son completamente diferentes? ¿Son como un tronco ardiente, rodeado de llamas, o están hechas de plasma, como el Sol? No disponemos de muchos instrumentos para dar respuesta a nuestras preguntas. En realidad, solo tenemos uno: la luz que recibimos de esas estrellas. En ella están, encriptados, muchos de sus secretos, y uno de los que hemos sido capaces de descifrar es que las leyes de la física son iguales en todas partes. Por eso, puesto que la luz es clave para nuestra interpretación del cosmos, vamos a fijarnos un poco en qué es exactamente.

La luz, también conocida como radiación electromagnética, es algo que podemos concebir como una partícula (un fotón) pero también como una onda. Como veremos más adelante, estas dos descripciones no solo son acertadas, sino que debemos tener en cuenta ambas si queremos comprender nuestro mundo. De momento, sin embargo, bastará con que la veamos como una onda.

Si queremos describir las olas del océano, nos hacen falta dos cosas: su altura y la distancia entre dos crestas consecutivas. La altura tiene una importancia evidente: sería prudente no reaccionar de la misma manera ante, digamos, una ola de 50 metros que ante otra que solo se alzase dos milímetros sobre el nivel del mar. El principio funciona igual con la luz, y la altura de una onda de luz guarda relación con lo que hemos dado en llamar su intensidad.

Del mismo modo, existe una diferencia entre las olas del mar espaciadas por varios cientos de metros y aquellas que avanzan muy juntas. Esa distancia recibe el muy apropiado nombre de longitud de onda. Cuanto más larga es, menor es el número de ondas que llegan durante un período de tiempo determinado: esa cifra guarda relación con la frecuencia de la onda. Para entender intuitivamente que, cuanto más corta es la longitud de onda (o más alta la frecuencia), mayor es la cantidad de energía presente, puedes imaginar que estás frente a una presa: mientras que una ola de cinco metros de altura que batiese contra la presa una vez al mes no te preocuparía excesivamente, una parecida que chocase contra la presa diez veces por segundo sí te alarmaría. Lo mismo pasa con la luz: cuanto más corta es la longitud de onda (o más alta la frecuencia), mayor es la cantidad de energía que arrastra la onda.

Bien: a diferencia de lo que creían nuestros antepasados, nuestros ojos son receptores, y no fuentes, de luz. Y no están hechos para detectar todos los tipos de luz que existen, ni en intensidad ni en longitud de onda. Una fuente lumínica excesivamente potente arrasaría con tus retinas y te dejaría ciego en segundos. Es lo que sucede si miras fijamente el Sol, algunos láseres o cualquier fuente de luz demasiado intensa. Solo podemos ver las ondas de luz que no son ni excesivamente intensas ni demasiado tenues.

La limitación de nuestros ojos respecto a la longitud de onda es más sutil. A lo largo de los milenios de evolución de nuestros antepasados (y entre ellos incluyo a los que existieron antes de tener forma humana), sus órganos de detección de la luz se adaptaron para ver lo que más necesitaban para sobrevivir. Para hacerse con fruta o detectar la presencia de un tigre de dientes de sable, era más útil ver los colores verde, rojo o amarillo que los rayos X que emitían las estrellas fugaces próximas a distantes agujeros negros. En resumen: nuestros ojos se adaptaron a la luz que más necesitábamos en nuestra vida cotidiana. De haber sido capaces de ver únicamente rayos X, hace tiempo que nos habríamos extinguido.

Y así, la situación actual es que nuestros ojos tienen un alcance bastante limitado, si consideramos todos los tipos de luz natural que existen. Pero eso al universo le da igual. Está lleno de todas esas luces. Una vez más hemos encontrado un nombre muy apropiado para esas luces que podemos ver (luces visibles) y a determinados grupos de ellas les hemos dado incluso nombres individuales: los colores. La distinción entre un color y otro a veces parece arbitraria, pero existe una definición matemática muy precisa, basada en su longitud de onda.

Es un hecho que los ojos de otros animales han evolucionado de manera distinta y que algunos son capaces de ver luces que escapan ligeramente a lo que los humanos somos capaces de percibir. Las serpientes, por ejemplo, tienen visión infrarroja y algunas aves pueden detectar la luz ultravioleta, dos ejemplos de ondas que escapan a la capacidad de nuestros ojos.* Pero ningún animal ha construido instrumentos para detectarlas todas. Excepto nosotros. Y eso se nos da bastante bien.

Ordenadas de menor a mayor grado de energía, las luces que nos rodean son: las ondas de radio, las microondas, la luz infrarroja, la luz visible, la luz ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma. Las ondas de radio tienen una longitud de onda muy larga, entre 1 metro y 100.000 kilómetros o más entre onda y onda, y en el caso de los rayos gamma la longitud de onda es inferior a la milmillonésima parte de un milímetro, pero todas son luz. Y todos los telescopios construidos hasta ahora han sido diseñados para captarlas, independientemente de su procedencia e intensidad, para dejar que nos asomemos al universo a través de las distintas ventanas que nos abre nuestra tecnología. Cuando contemplas el cielo, tanto si es a simple vista o a través de un telescopio, estás capturando y procesando ondas de luz emitidas en el espacio exterior por una fuente remota. Como te dije anteriormente, durante la primera parte de este libro viajaste a través de una reconstrucción tridimensional de todas esas imágenes que hemos ido registrando y comunicando. Sin embargo, puede que en ese momento no te dieses cuenta de que, si bien emprendiste un viaje a través del espacio, también lo fue a través del tiempo, ya que la luz no se desplaza instantáneamente.

Mira, esa es una pregunta interesante, aunque un tanto deprimente, que quizá te hagan tus amigos de la isla tropical: ¿verdad que todos, en algún momento u otro de una cena u otro acontecimiento social, hemos oído decir que las estrellas que vemos en el firmamento están todas extinguidas?

¿Es eso cierto? ¿Están muertas las estrellas?

Pues... No. No lo están. Al menos no todas.

Ahora lo veremos.

Vamos a suponer que una de tus tías abuelas, una pariente lejana a la que le gusta regalar jarrones espantosos a todo el mundo por Navidad, vive en Australia, concretamente en Sídney. Siendo como es una mujer chapada a la antigua, nunca manda noticias de sí misma a nadie excepto el día de su cumpleaños, en enero, cuando le envía a todo el mundo una foto de sí misma junto al buzón en el que está a punto de meter la foto. En el reverso de la postal escribe siempre lo mismo:

Hoy es mi cumpleaños.

Me encantaría oír tu voz.

Tu tía que te quiere.

Posdata: espero que te gustase el jarrón que te envié.

El problema está en que cada año te prometes que te acordarás de ella, pero no lo haces, y, como sucede siempre, cuando recibes la postal para ella ya no es hoy. Puede que ni siquiera sea enero. Y, como siempre, cruzas los dedos esperando que no se haya pasado el día entero junto al teléfono...

En cualquier caso, lo importante en esta historia es que es muy poco probable que la foto que se sacó a sí misma antes de enviar la postal, esa foto que tienes ahora en la mano, se corresponda con el aspecto que tiene ahora. Dada la poca información de que dispones, puede que incluso esté muerta, igual que algunas de las estrellas en el firmamento. No te preocupes: tu tía abuela está perfectamente, recibirás unos cuantos jarrones más y aún tendrás unas cuantas oportunidades más de convencerla de que se deje de postales y utilice el correo electrónico. Esa sería una opción más rápida, pero no sería instantánea. Nada es instantáneo. Con el correo electrónico, recibirías su foto algunas décimas de segundo después de que la enviase, con lo que una vez más existe la posibilidad de que haya muerto antes de que la recibas.

Con esto no pretendo sumirte en la paranoia ni hacerte creer que todas las personas que conoces han muerto. Intento más bien explicar lo que sucede en el espacio, donde el servicio de mensajería más rápido que existe utiliza la luz como instrumento de comunicación. Y esta, pese a ser muy rápida, está muy lejos de moverse instantáneamente. En el espacio exterior alcanza la inigualada, inigualable y vertiginosa velocidad de 299.792,458 kilómetros por segundo. La luz podría dar 26 veces la vuelta a la Tierra en el tiempo que te ha llevado leer esta frase. Es muy rápida, lo más rápido que existe, pero asombrosamente lenta si se consideran las distancias intergalácticas que estamos manejando.

Cuando una estrella brilla, su luz transporta una imagen de sí misma. Esta última avanza por el espacio a la velocidad de la luz y puede tardar mucho tiempo hasta que llega a nosotros. Eso significa que, efectivamente, es probable que las estrellas más distantes de nuestro firmamento se hayan extinguido ya. Pero no es el caso de todas ellas. El Sol, por ejemplo, todavía existe. Para ser más precisos, no sabemos qué tal le va ahora mismo pero hace ocho minutos y veinte segundos no se había extinguido.

Como vimos en la primera parte, la luz del Sol tarda unos ocho minutos y veinte segundos en recorrer los 150 millones de kilómetros que nos separan de él. Esto significa que si el Sol dejase de brillar en este preciso instante, tendríamos noticia de ese (considerable) problema en ocho minutos y veinte segundos. Significa también que desde la Tierra siempre veremos el Sol tal y como era hace ocho minutos y veinte segundos, y no como es ahora mismo. El Sol que reluce en lo alto de un día soleado nunca es tal y como lo ves cuando lo ves. Ni siquiera está donde lo ves. Durante los ocho minutos y veinte segundos que tarda en llegar a bañar tu piel, el Sol habrá recorrido aproximadamente 117.300 kilómetros en su órbita alrededor del centro de nuestra galaxia.

La luz más distante que hemos sido capaces de detectar en nuestro universo ha tardado 13.800 millones de años en llegar a nuestros telescopios, directamente desde el instante en que nuestro universo se hizo transparente.

Las enormes estrellas que empezaron a brillar unos pocos centenares de millones de años después de aquel momento han dejado de existir con casi total seguridad, pese a que su luz nos llega ahora y las hace visibles a nuestros ojos.

Puede decirse lo mismo de muchas otras estrellas situadas entre el Sol y los confines más lejanos de nuestro universo.

El 24 de enero de 2014, por ejemplo, los astrónomos vieron cómo una estrella explotaba en el firmamento nocturno en una galaxia muy, muy lejana. Lo vieron en directo, a medida que la luz de la explosión llegaba hasta sus telescopios. Por lo que a nosotros respecta, la estrella se apagó el 24 de enero de 2014. Pero alguien que viviese junto a ella habría presenciado la explosión tal y como se produjo in situ... hace 12 millones de años.

*

Nadie puede viajar al otro lado del universo. Nadie puede teletransportarse hasta allá de manera instantánea. Bien mirado, explorar el cielo nocturno es como recibir postales individuales desde todos los puntos del firmamento, selladas en distintos lugares y momentos de la historia de nuestro universo, en función de cuándo y cómo emprendieron su viaje. Solo cuando combinamos el conjunto de esas postales desde las márgenes mismas del tiempo podemos reconstruir un mero fragmento del universo al que pertenecemos tal y como lo vemos desde la Tierra.

En la primera parte del libro viajamos a través de ese fragmento.

Hasta septiembre de 2015, si queríamos obtener información sobre el espacio exterior, la tecnología de que disponíamos no ofrecía muchas alternativas: había que usar la luz, sí o sí. No había otra forma de asomarse a los confines del cosmos. Eso ha cambiado, sin embargo. Ahora contamos con una herramienta capaz de detectar señales que hasta ahora nos habían sido esquivas. Una señal que se vale de la luz para viajar. El 11 de febrero de 2016 saltaba la noticia: se habían detectado, medido y analizado ondas en el tejido mismo que compone el universo. Se trataba de ondas no compuestas de luz. Como verás en breve, estaban compuestas de espacio y tiempo, que las ondas estiraban y comprimían a medida que fluían a través de todo a la velocidad de la luz. Los nuevos y especiales detectores de ondas han abierto una ventana a través de la que podemos explorar nuestra realidad: ahora estamos en condiciones de percibir cosas que no podemos ver mediante la luz. Y si te estás preguntando de qué se trata... No irías desencaminado si piensas en agujeros negros y el Big Bang.

Es cierto que todavía no sabemos qué percibirá este nuevo ojo. Por eso, antes de ponerte a aprender más sobre esas ondas y el desorbitado poder de sus fuentes, veamos qué es lo que hemos podido comprender capturando las luces que llegan hasta nosotros desde el espacio exterior.

El universo en tu mano

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