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6 Sentir la gravedad y sus ondas

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De las cuatro fuerzas fundamentales que gobiernan nuestro universo, la gravedad es quizá la que más presente tenemos.* Cada vez que te caes, usas los músculos de las piernas para incorporarte o cada vez que levantas algo, tu cuerpo toma conciencia de la existencia de la gravedad.

La gravedad afecta a todo.

Pero todo crea también gravedad. Tú también, y los jarrones de cristal que tu tía abuela de Sídney insiste en regalarte por Navidad.

A propósito: imagina que tienes uno de esos jarrones contigo en la isla.

Obsérvalo.

Y ahora déjalo caer sobre una superficie dura.

Caerá y se hará añicos.

Puedes incluso imaginar que dejas caer la colección entera de jarrones contra una superficie dura en cualquier punto de la Tierra que se te ocurra.

Sorprendentemente, siempre se caerán al suelo. Y se romperán. Dondequiera que estés.

Bien.

Con el experimento no solo te desharás de los jarrones, sino que además demostrarás que, siempre que sea más denso que el aire, un objeto soltado sobre la Tierra caerá, tal y como Newton (y como cualquiera que no esté loco) ha tenido claro desde siempre.

¿Y qué pasa con los objetos más ligeros* que el aire? ¿Por qué los globos de helio ascienden en lugar de caer? ¿Es que no les afecta la gravedad de la Tierra?

Sí les afecta. Pero hay competencia.

Siempre que la Tierra atrae hacia sí algún objeto, los más densos tienden a asentarse en las capas más bajas. Si los objetos más ligeros que el aire parecen flotar hacia arriba, es porque el aire que tienen encima es más denso y ocupa su lugar. Si el aire fuese visible, podrías observar esto. Pero resulta que no lo es, y que lo único que ves es el resultado: los objetos más ligeros que el aire se ven empujados hacia arriba por el aire invisible que se acumula bajo ellos. La gravedad es siempre atractiva. Siempre hace que las cosas caigan. Pero la competencia crea capas, y algunos objetos han de moverse hacia arriba para dejar hueco a los más densos.

Teniendo esto presente, podemos imaginar la Tierra como una enorme bola con una enorme cantidad de cosas adheridas a su superficie a consecuencia de la pronunciada curva que crea a su alrededor en el tejido de nuestro universo. Todos los objetos que has visto en tu vida se deslizan por esa curva; tú mismo lo haces hasta que el suelo, o cualquier otro objeto más denso, os impide seguir deslizándoos. Las rocas de la corteza terrestre son más densas que el agua y, por eso, el océano se extiende por encima del lecho rocoso del fondo marino. Las rocas y el agua son más densas que el aire y, por eso, la atmósfera flota sobre la superficie del planeta, tanto de la parte líquida como de la sólida.

Nosotros, los humanos, vivimos bajo aproximadamente cien kilómetros de aire adherido a la superficie del planeta. Somos más densos que el aire. No volamos. Pero somos más ligeros que el suelo y, por eso, permanecemos encima de él. A veces, algunos objetos o animales consiguen alejarse del suelo y vuelan por los aires, pero eso conlleva un dispendio de energía y por lo general no tardan mucho en regresar al suelo, a menos, claro, que sean más ligeros que el aire, algo de lo que no hay constancia y que, la verdad sea dicha, sería una circunstancia bastante desafortunada para cualquier animal.

Siguiente pregunta: ¿cómo encajaría todo entre sí de no existir la Tierra?

Es domingo por la mañana en tu isla tropical. Tus amigos te han traído el desayuno cada mañana desde tu extraño viaje mental, y es evidente que cada vez sienten más curiosidad por tu historia. Algunos incluso empiezan a preguntarse si de verdad viste lo que insistes en decir que viste. Otros tienen problemas para conciliar el sueño por la noche, preocupados por la muerte del Sol. Ya es mala suerte, además, porque esos son los que han andado buscando formas de conseguir que dejes de hablar de ello constantemente. Y parece que han encontrado una.

Abres los ojos.

Motas de polvo centellean en el aire bañadas por los rayos del Sol matutino, pese a que ellas también están sometidas a la gravedad, piensas justo en el momento en el que alguien llama a tu puerta.

—Adelante —dices, te incorporas en la cama y esperas ver a uno de tus amigos, y quizás una bandeja con fruta y una taza de café.

Se abre la puerta y la que aparece en el umbral es tu tía abuela de Sídney.

Junto a ella tiene tres bolsas, las tres llenas de jarrones de cristal. Parece imposible, pero son incluso más feos que los que has querido destrozar en tus experimentos sobre la gravedad.

Sin que le importe en absoluto que estés en la cama, tu tía abuela entra, te da unos cachetitos en la mejilla y te tiende uno de los jarrones con una sonrisa y una mirada comprensiva, consciente de que las palabras serían inútiles para expresar tu alegría ante su sorpresiva visita.

Con el jarrón en las manos, cierras los ojos para mantener la calma y deseas desesperadamente estar en cualquier otro lugar.

Y cuando vuelves a abrirlos, resulta que estás en otro sitio.

Un sitio muy distinto.

En el espacio exterior.

La residencia de vacaciones, los rayos de Sol, la cama, tu tía abuela... Todo ha desaparecido.

Vuelves a estar entre las estrellas, al igual que en la primera parte, pero ahora todo parece mucho más seguro que entonces.

No puedes reprimir una sonrisa de oreja a oreja mientras miras a tu alrededor.

Ni rastro de explosiones inmediatas, ni de una Tierra derretida.

Todas las estrellas están lejos, muy lejos, y todo está en calma.

Flotas en medio de una oscuridad aparentemente infinita, tachonada de luces diminutas.

En la primera parte de este libro, cuando te encontraste en el espacio, eras tan solo una mente. Si descontamos el momento en el que te viste expulsado de un agujero negro, no sentiste nada. Esta vez, sin embargo, vas a experimentar algo diferente. Sigues embarcado en un viaje mental, pero esta vez no has dejado atrás tu cuerpo. Está aquí, envuelto en el manto protector de un traje espacial, y descubre ahora la sensación de la ingravidez.

Es todo tan real que sientes ciertas náuseas, pero te repones pronto y, en algún momento, te das cuenta de que, pese a que tu tía abuela ya no anda cerca, sigues sosteniendo el jarrón que te ha dado hace un momento.

Miras en derredor sonriente, pero no hay nada contra lo que estrellarlo. No hay Tierra. No hay estrella.

Poniendo al mal tiempo buena cara, decides llevar a cabo otro experimento gravitatorio.

Abres la mano, con el brazo extendido, y sueltas el jarrón. Tu percepción es que el jarrón se queda justo donde estaba. Pasa un minuto, y luego otro. Y entonces, de repente, después de que pase otro minuto, un minuto más ha pasado sin que suceda nada.

Aunque puede que el jarrón se te haya acercado un poquito, pero no mucho. No tanto como para mencionarlo.

Al final, harto de contemplar ese adefesio, le das un empujoncito con el dedo y observas cómo se aleja lentamente en lo que parece una línea recta. Hasta nunca, jarrón.

Si no lo hubieras empujado, el jarrón se habría quedado junto a ti. No habría caído. ¿Hacia qué, además? Sin un planeta o una estrella cerca, no existe la noción de arriba o abajo, ni de izquierda o derecha. En el centro de la nada, todas las direcciones son equivalentes. No hay un suelo hacia el que pueda dirigirse el jarrón, a no ser, claro, que tú mismo te conviertas en el suelo. Pero eso sería insultarte, ¿no? Pues... La verdad es que no deberías tomarte las cosas a la tremenda en lo que a la naturaleza se refiere, porque, después de un rato muy largo sin hacer nada, descubres con horror que el jarrón vuelve hacia ti. La gravedad funciona. La gravedad que tú creas.

Pero ahora una idea extraña se abre paso en tu mente: ¿es el jarrón el que se acerca a ti o tú a él? Si tienes que guiarte solo por tu percepción, bien podría ser que el jarrón sea el suelo y tú el que cae hacia él. Por desgracia, no tienes tiempo de profundizar en esa idea, porque justo entonces pasa un asteroide a tu lado y con sus invisibles dedos gravitacionales aferra el jarrón, que para entonces ya estaba muy cerca de ti.

Si alguien te hubiera preguntado, seguramente habrías dicho que, al ser más pesado, tú serías el primero en tocar el suelo del asteroide. Pero no, no es eso lo que sucede. Tú y el jarrón tocáis la superficie del asteroide simultáneamente y, tan pronto tus pies tocan el suelo, agarras inmediatamente aquella malograda obra de arte para estrellarla contra la superficie del asteroide.

Por desgracia, el suelo del asteroide no es tan sólido como el de la Tierra, y el jarrón no se rompe. En lugar de ello, te ves ahora rodeado por una inmensa nube de polvo cósmico... Irritado, vuelves a agarrar el jarrón y lo lanzas con todas tus fuerzas hacia el espacio para librarte de él de una vez por todas. En esta ocasión, piensas, no hay forma de que regrese, y te sientes aliviado cuando lo ves desaparecer a lo lejos, más allá de la nube de polvo, condenado a girar sobre sí mismo por toda la eternidad.

¡Al fin solo!

Ya puedes relajarte, disfrutar de las vistas sin distracciones y pensar cómo experimentar la gravedad en mayor profundidad de lo que nadie ha sido capaz hasta ahora.

Mientras todo esto pasa por tu cabeza, te fijas en que la roca en la que estás de pie ya no se mueve en línea recta. Su trayectoria se ha curvado para dirigirse ahora hacia un mundo oscuro y gélido, un planeta sin estrella, que vaga por la nada en un viaje probablemente infructuoso en busca de un nuevo y luminoso hogar. Después de todo sí que había peligros: lo que pasa es que no los habías visto.

El universo en tu mano

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