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1915

Lo bueno que tiene la investigación en el campo de la física es que, cuando las observaciones no resultan consistentes con la teoría, lo primero que decimos es que la observación debe estar equivocada. A continuación repetimos el experimento, y cuando este se empecina en dar una y otra vez una respuesta equivocada, comprobamos si, por casualidad, algún desconocido había anticipado ya ese resultado valiéndose de una teoría alternativa. Si resulta que la respuesta es no, podemos suponer que no tenemos ni la menor idea de por qué la naturaleza se comporta de esa manera. A partir de ahí, la opción más segura es probarlo todo. Por supuesto, ese todo incluye las ideas más peregrinas, y eso, tengo que reconocerlo, suele ser bastante divertido. Como veremos más adelante, las ideas que se están sometiendo hoy a prueba para dilucidar cómo nació nuestro universo son dignas de los mejores modelos de la ciencia ficción (además, tal y como dijo en una ocasión sir Martin Rees, astrónomo real y barón Rees de Ludlow, la buena ciencia ficción es mejor que la mala ciencia). En general, por supuesto, la mayoría de esas ideas están completamente equivocadas. Pero no importa. Lo que sí importa es investigar y ver qué sucede. Hasta ahora, es una manera de afrontar las cosas que ha funcionado bastante bien.

Decíamos que la fórmula de Newton llevaba usándose casi dos siglos sin ningún problema, y, para ser justos, el caso de Mercurio no afectaba demasiado a la vida de la mayoría de la gente. Pero entonces apareció un científico con una idea completamente descabellada sobre la gravedad.

Imagina el Sol en el espacio y a Mercurio girando a su alrededor, y olvídate de todo lo demás. Están solos en el universo. Un pequeño planeta rocoso en órbita en torno a un Sol brillante y gigantesco. A su alrededor, el vacío.

Ahora elimina Mercurio. Y también el Sol.

(Solo para que quede claro: no debería haber nada.)

¿Y si la gravedad estuviese relacionada con esa nada que queda, es decir, con el tejido mismo del universo (sea este lo que quiera que sea)?

Para comprender qué sucedería de ser esto así, pongamos de nuevo al Sol en su sitio y pensemos. Si aceptamos que el tejido de nuestro universo es moldeable, una de las interacciones más sencillas que el Sol puede tener con él es darle forma. ¿Y cómo puede suceder esto? Imagina una pelota muy pesada colocada sobre una lámina de goma tensada. La goma se combará hacia abajo alrededor de la pelota. Si luego recubres la lámina de goma con jabón, todo lo que camine sobre ella —una hormiga, pongamos por caso— y se acerque demasiado a la parte curvada se deslizará hacia abajo, en dirección a la pelota. La hormiga sentiría ese efecto como algo similar a la gravedad.

Evidentemente, si las estrellas y los planetas descansasen sobre una lámina jabonosa de goma, quiero creer que nos habríamos dado cuenta de ello en algún momento. Lo que quiero decir es que el tejido del universo no puede ser una lámina lisa y sólida de goma. Sin embargo, podría ser una lámina invisible en tres dimensiones, o incluso en cuatro. E independientemente del material del que estuviese hecho ese voluminoso tejido, ¿por qué no nos lo imaginamos curvándose en torno a la materia que contiene? No solo sobre un plano, por supuesto, sino en todas direcciones, como si una pelota sumergida en el océano curvase el agua que la rodea.

Si tomamos en serio esta idea por un instante, veremos que la gravedad no sería entonces más que el resultado de esa curvatura: siempre que algo cae, no lo hace a causa de una fuerza que tira de las cosas hacia abajo, sino porque las cosas se deslizan por una pendiente invisible en el tejido del universo (hasta que topan con un suelo de algún tipo que impide que sigan cayendo).

Como idea es de locos, sí, pero después de todo, ¿por qué no le damos una oportunidad? ¿Cómo se moverían las cosas en un universo de estas características?

Con todos los planetas, excepto con Mercurio, los cálculos geométricos efectuados sobre la base de esta teoría de la curvatura arrojan exactamente los mismos resultados que los de Newton, y eso es reconfortante, a la par que emocionante. Pero entonces ¿qué pasa con Mercurio?

La persona responsable de la descabellada idea de la curvatura descubrió que, en un universo como el que él había descrito, el círculo achatado que es la órbita de Mercurio debería girar en torno al Sol de una forma que no se corresponde con el cálculo de Newton. ¿De cuánto es la diferencia? De un ángulo equivalente a aproximadamente la quingentésima parte de un segundo en un reloj. Cada siglo. Asombroso. Durante más de quince decenios tras la muerte de Newton, nadie fue capaz de encontrarle solución. Y él lo había conseguido. De repente, la gravedad había dejado de ser un misterio. La gravedad era una curva en el tejido del universo provocada por los objetos que este contiene. Newton no había sido capaz de verlo. Nadie había sabido verlo hasta entonces y, aún hoy, seguimos intentando comprender las consecuencias de esa revelación.

Stephen Hawking ha dicho en varias ocasiones: «No voy a comparar el placer que causa un descubrimiento con el sexo, pero desde luego es más duradero». Un simple vistazo a la imagen del hombre que resolvió el problema de Mercurio parece confirmar esa aseveración.


Se llamaba Albert Einstein, y la teoría que acabamos de presentar, la cual vincula la materia y la geometría local del universo en una teoría sobre la gravedad, se conoce como teoría general de la relatividad.

Esta teoría se publicó por primera vez en 1915, hace ya un siglo, y a los científicos les llevó algún tiempo comprender que, de pasada, Einstein había revolucionado nuestra visión de TODO. A diferencia de lo que todo el mundo había creído hasta entonces, había descubierto que nuestro universo no solo podía tener una forma, sino que era dinámico, o lo que es lo mismo, capaz de cambiar con el tiempo. A medida que se mueven las estrellas, los planetas y todo cuanto existe, la curvatura que provocan en el universo se mueve con ellos. Y lo que es cierto a escala local alrededor de estos objetos bien podría serlo también para el universo en su conjunto. Dicho de otra manera: pese a que él mismo no lo creía, Einstein había descubierto que nuestro universo podía cambiar con el tiempo; que podía tener un futuro. Y si algo tiene un futuro, puede tener también un pasado, una historia y quizás incluso un comienzo.

Antes de Einstein, se daba por sobreentendido que nuestro universo había existido siempre. Ahora sabemos que no, o al menos no tal y como lo experimentamos nosotros. Y lo sabemos desde hace cien años. Es decir: en términos de conocimiento, el universo en el que vivimos, nuestro universo, tiene cien años.

El universo en tu mano

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