Читать книгу El universo en tu mano - Christophe Galfard - Страница 22

2 Un pedrusco problemático

Оглавление

La gravedad superficial de nuestra estrella, esto es, la fuerza con la que te atrae a su superficie, es más o menos 28 veces más potente que la de nuestro planeta, pero el Sol no es el objeto de mayor potencia gravitatoria de cuantos has encontrado durante tu exploración del espacio exterior en las páginas anteriores de este libro. Los agujeros negros, por ejemplo, son mucho más potentes. Aun así, el Sol está por encima de la Tierra en esta categoría, y es bastante más fácil de investigar que los agujeros negros. Entonces, ¿la fórmula de Newton funciona alrededor de nuestra estrella igual que alrededor de nuestro planeta o no? Y ¿cómo podemos comprobarlo?

Como ya has visto, en el sistema solar hay ocho planetas. En orden inverso a su cercanía al Sol encontramos a Neptuno, Urano, Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra y Venus. Puede que no esté de más fijarnos con atención en la forma en que se mueven por el espacio y comprobar si el Sol los atrae o no de manera congruente con lo que establece la ley de Newton. Gracias a los muchos astrónomos que sacrificaron su vida familiar para observar el devenir nocturno de los astros, en tiempos de Newton la humanidad disponía incluso de una descripción precisa de algunas de esas órbitas.* Y la respuesta es casi demasiado buena para ser cierta: si se tiene en cuenta también el modo en que los planetas interactúan entre sí, todos los planetas indicados anteriormente** se mueven exactamente de acuerdo con la fórmula de Newton. Menudo alivio... La fórmula, después de todo, sí era universal. Qué orgullosa debía de estar la madre de Newton.

Pero un momento. Un momento. Los lectores más avispados se habrán dado cuenta sin duda de que en la lista de planetas faltaba uno. Solo hemos mencionado siete de los ocho planetas del sistema solar. Nos hemos dejado uno, el más cercano al Sol. El que siente, más que ningún otro, el campo gravitatorio de nuestra estrella: Mercurio.

Y con Mercurio hay un pequeño problema. Una ligera discrepancia. Nada importante. Una minucia, que seguramente no puede ser tan importante. Pero sí lo es. Durante los dos siglos posteriores al trabajo de Newton, esa ligera discrepancia cambió todo lo que la humanidad sabía sobre el espacio y el tiempo.

Mercurio no es especialmente impresionante. Apenas un poco mayor que nuestra Luna, es el planeta más pequeño del sistema solar. Es pedregoso, y su superficie está sembrada de cráteres que difícilmente desaparecerán en un futuro cercano. Mercurio carece de atmósfera: no hay una climatología que alise las irregularidades y cicatrices del terreno. Resumiendo: Mercurio no está entre esos planetas que uno escogería como destino de sus vacaciones. Completar un giro sobre su eje le lleva cincuenta y nueve días terrestres, lo que significa que una noche en Mercurio equivale a un mes en la Tierra y un día dura lo mismo. Los días (y las noches) de Mercurio son infernales.

Las temperaturas diurnas pueden llegar a los 430 °C y caer por la noche hasta los -180 °C. Newton desconocía esos detalles y, seguramente, no habría podido siquiera imaginar lo inhóspito que es Mercurio. Hoy sí lo sabemos. Y también conocemos que, de acuerdo con su fórmula, la trayectoria de todos los planetas que giran alrededor del Sol debería asemejarse a un círculo ligeramente achatado. Como ya he dicho antes, el cálculo de Newton concordaba (y aún lo hace) exactamente con las observaciones realizadas en todos los planetas. Si dejaran un rastro a su paso, cada uno de los planetas habría dibujado con su estela una elipse en el cielo, un sendero por el que volverían a transitar año tras año, tal y como afirmaba Newton. Pero Mercurio no. Resulta que la órbita de Mercurio gira sobre sí misma, como un huevo que rueda sobre sus extremos, con lo que Mercurio nunca traza dos veces la misma órbita. Eso se debe en gran medida al resto de los planetas, que atraen hacia sí al pequeño Mercurio cada vez que se acercan a él, algo que Newton ya había supuesto. Pero hemos dicho en gran medida, no del todo. La discrepancia es minúscula, pero está ahí. Imagina el espacio que hay entre dos segundos consecutivos en un reloj (uno de los de toda la vida, de esos con una aguja larga y otra más corta) y divide ese espacio entre 500. Una de esas fracciones es el ángulo con el que la elipse que dibuja Mercurio difiere del cálculo de Newton en el transcurso de un siglo.

Puede parecer increíble que una deriva tan diminuta haya podido identificarse sin que los científicos hayan tenido que esperar centenares, cuando no miles de años, pero así fue. Y lo que es peor: hoy sabemos que Newton no podría haberla previsto en ningún caso, y menos aún haberla explicado, porque esa divergencia está relacionada con un aspecto de la gravedad que escapa a todo lo que Newton podría haber imaginado.

La ecuación de Newton cuantifica la atracción mutua de los objetos, pero no dice nada a propósito de qué es realmente la gravedad. El pobre Isaac (y otros muchos científicos) dedicaron una cantidad de tiempo más que considerable a intentar comprender el origen de la gravedad. ¿Es una propiedad intrínseca de la materia, que hace que los objetos se atraigan entre sí? ¿Están vinculados todos los objetos unos con otros? Y de ser así, ¿qué es lo que los une? Hasta ahora no se ha detectado ninguna cuerda elástica, visible o invisible, que ate nuestros pies al suelo del planeta, ni entre la Tierra y la Luna. ¿Y un vínculo magnético? Pues... Los imanes no se nos enganchan a nuestros pies cuando intentamos fijarlos a ellos, porque resulta que nuestros cuerpos son eléctricamente neutros, así que la gravedad no puede ser una fuerza magnética. Pero entonces ¿qué es la gravedad? ¿Y por qué se empecina Mercurio, el más diminuto de los planetas, en ser diferente a los demás?

Newton murió en 1727 sin haber conseguido encontrar una explicación. Tuvieron que pasar ciento ochenta y ocho años antes de que a alguien se le ocurriese una idea nueva y bastante extraña.

El universo en tu mano

Подняться наверх