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1. Vertiginosa Buenos Aires

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La década de 1880 inauguró una era de desbordes urbanos. El fenomenal desplazamiento de población a través del Atlántico, el consiguiente proceso de urbanización acelerada, la constitución de diversas agencias estatales que convivían con las tradicionales y el desdibujamiento de las distancias sociales que organizaban la sociedad de la “gran aldea” fueron fenómenos vividos con creciente ansiedad por los contemporáneos.

En el centro de esos procesos encadenados de transformación social se encontraba la explosión demográfica que sacudió a Buenos Aires desde el último cuarto del siglo XIX. Entre 1881 y 1914 más de 4.200.000 de personas arribaron a la Argentina, el país que más cantidad de inmigrantes recibió con relación a la población nativa. Con una tasa de crecimiento anual del 6% entre 1887 y 1895, la ciudad de Buenos Aires llegó a albergar, en 1914, al 20% de la población del país, superando el millón y medio de habitantes, de los cuales prácticamente la mitad eran extranjeros. Por entonces, uno de cada tres inmigrantes se afincaba en esta ciudad portuaria (Devoto, 2009; Recchini de Lattes, 1983).

Ciertamente, la masividad del fenómeno inmigratorio modificó la composición demográfica de Buenos Aires. La ciudad se pobló de hombres jóvenes, generalmente solteros, extranjeros, que en sus países de origen habían sido mayoritariamente jornaleros. No obstante, dada la importancia que tuvieron las pequeñas tramas de relaciones personales y familiares en la inmigración de ultramar, no debe subestimarse la tendencia creciente de mujeres, solas y con niños, que venían a reunirse con sus compañeros llegados tiempo atrás. En este sentido, aunque la composición demográfica de la ciudad dio prioridad numérica a los hombres jóvenes, es importante no perder de vista que el crecimiento demográfico general incluyó a todos los grupos etarios, de manera que los niños y los jóvenes de ambos sexos no constituyeron una excepción.

Los individuos menores de 15 años constituyeron el 19% de las personas ingresadas al país entre 1882 y 1905, y el 15% entre 1906 y 1930 (Bjerg, 2012). Si hasta fines del siglo XIX “los niños de hasta 14 años constituyeron, relativa y paradójicamente, una minoría” (Recchini de Lattes, 1983: 244), a principios del siglo XX se produjo un ensanchamiento de la base de la pirámide de edades debido a la combinación de la disminución de las tasas de mortalidad (tanto la general como la infantil) y cierta estabilización de las tasas de natalidad.2 Esa combinación explicaría el aumento de la tasa de crecimiento vegetativo que, entre 1895 y 1905, superó el 2% anual. De este modo, observamos que tanto por la llegada de niños y jóvenes provenientes del viejo continente como por el incremento de la población nacida en el país (cuyo riesgo de morir durante la primera infancia era menor) la población menor edad creció en el cambio de siglo.

La dinámica del crecimiento de los individuos de ambos sexos menores de 20 años siguió una tendencia más o menos paralela a la de la población general de la ciudad, fluctuando en todo el período en torno al 40% del total.3

Estos datos sugieren que, pese a la tendencia generalizada a pensar la ciudad de Buenos Aires del cambio de siglo como un espacio esencialmente de hombres jóvenes pero adultos, lo cierto es que durante la primera década del siglo XX la proporción de personas de 14 años o menos creció en términos absolutos y relativos, superando en 1904 el 35% de la población porteña.4

Esta explosión demográfica supuso que miles de personas llegaran a instalarse a una ciudad sin infraestructura urbana ni capacidad habitacional, donde era frecuente la aparición periódica de brotes epidémicos y enfermedades infectocontagiosas (Carbonetti y Celton, 2007). Las obras de infraestructura sanitaria y de salubridad (sistema de cloacas y desagües pluviales, empedrado, agua corriente, alumbrado público a gas y luego eléctrico, etc.) se encararon en los primeros años de la década de 1880, a la par que se iba poniendo en pie un sistema de salud pública (Departamento Nacional de Higiene, Asistencia Pública de la Capital, red hospitalaria, etc.) alimentada por las preocupaciones higienistas sobre la salud de la población. Sin embargo, estas iniciativas iban a la zaga de las necesidades vitales de la población porteña y se realizaron de manera sectorizada, cubriendo buena parte del centro de la ciudad pero dejando grandes espacios urbanos sin ningún tipo de servicios. Hacia fines de la década de 1880 buena parte de las calles todavía eran de tierra, lo que generaba constantes desniveles y anegamientos con las lluvias. El territorio de la ciudad estaba atravesado por quintas, arroyos, pantanos y bañados que interrumpían el trazado urbano no solo en los barrios más apartados, sino también en las zonas céntricas (Carretero, 2000). Mucho de ese territorio no urbanizado conservaba áreas descampadas donde pervivían prácticas que, como la caza de animales, estaban asociadas a la vida rural. Según un padrón policial, en 1892 la ciudad de Buenos Aires contaba con 1.640 manzanas pobladas (17%), 1.390 semipobladas (14%) y 6.657 despobladas, y esos terrenos constituían quintas, hipódromos, cementerios, plazas, paseos y “huecos”.5 Todavía en 1895, esa ciudad moderna que inauguraba la avenida de Mayo y dejaba de ser “un poblado que se expande con cautela para volverse la imagen de sí misma” tenía amplias zonas anegadizas y frecuentemente inundables, pozos en medio de la calle y problemas recurrentes con la recolección de la basura (Korn, 1981: 12).

En este contexto de desmesurado crecimiento poblacional la ciudad fue alterando su fisonomía y su dinámica de funcionamiento, adaptándose a las nuevas necesidades del capitalismo agrario pampeano: el proceso de metropolización de la ciudad de Buenos Aires estuvo más marcado por los ritmos del mercado exportador que por las necesidades vitales de su población. Así, mientras se invirtieron millones en la construcción de un nuevo puerto y el endeudamiento externo creció de la mano de la expansión ferroviaria y el embellecimiento de ciertas zonas de la ciudad, la vivienda urbana no mereció una atención destacada en la agenda política municipal ni nacional, sino que se constituyó en otro negocio rentable en el contexto de una ciudad desbordada.

Aunque los límites geográficos de Buenos Aires se fijaron en 1888 con la incorporación de los partidos de Flores y Belgrano, lo cierto es que la ciudad se expandió. Aun cuando el crecimiento demográfico –desmedido, desorganizado, vertiginoso– fuese muy por delante del crecimiento edilicio, el territorio urbanizado creció. Mientras casi 40.000 personas se radicaban anualmente en la ciudad, se edificaban alrededor de 1.500 casas nuevas por año (Spalding, 1970). La ciudad, particularmente el centro –esas 93 manzanas que James Scobie (1977) señaló como el corazón porteño–, se vio rápidamente desbordada porque el grueso de la población trabajadora quedó encajonado en la zona céntrica mientras no se desarrollaron medios urbanos de transporte relativamente baratos y veloces. Y eso significó la convivencia durante varios años –tres lustros al menos, o tal vez más– de todas las clases sociales en un espacio urbano de reducidas dimensiones (Korn, 1981; Scobie, 1977). Ese espacio urbano reducido, abarrotado, congestionado, constituye el escenario principal sobre el que se recorta esta historia.

La niñez desviada

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