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Prólogo Lila Caimari

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Este libro habla de una época en que las calles de Buenos Aires estaban salpicadas de niños. El solo dato impone una distancia, una desnaturalización: aquel mundo es otro mundo que el nuestro. Que se entienda: la descripción que nos ubica de entrada en un escenario urbano complejo y texturado no es el repertorio nostálgico del barrio perdido. Lo que se evoca es más bien la vitalidad desbordante de una ciudad-experimento, aquella que cruzó el siglo XIX al XX a ritmo volcánico, incorporando población a raudales, construyéndose ruidosamente, buscando su curso en el caos del cambio. Fuese porque el conventillo colmado los derramaba hacia afuera, o porque padres y madres trabajaban todo el día, o porque trabajaban ellos mismos (vendiendo diarios, comida, baratijas), o simplemente porque buscaban encontrarse con otros como ellos, los niños de este libro habitaban la calle con naturalidad.

Niños “sueltos” de Buenos Aires: parecieran estar en todas las crónicas de la época, pateando la pelota, gastando bromas a los transeúntes, desplazándose en bandadas, cometiendo mil pequeñas transgresiones, existiendo en una franja incierta entre lo encantador y lo amenazante. Es la zona más oscura de aquel torrente la que sigue este libro: la de los niños que no respondían al ideal escolarizado, ni habían nacido en el seno de esas familias con sólidas perspectivas de ascenso, aquellas que encarnaban el futuro de un país obnubilado de promesas. En la ciudad del boom, esa infancia plebeya escapaba a los marcos previstos. Era numerosa, además; tanto como para devenir un tema de época. Su libertad de movimiento –su aparente capacidad de escapar al control– era problema de política pública, inquietud de observadores sociales, objeto de denuncias, de intervenciones más y más deliberadas. Porque la calle era sinónimo de “caída”; la “caída”, de delito y de mil augurios de un peligroso futuro de degradación. Uno tras otro, los testigos ofrecen las visiones más pesimistas: he aquí la prueba de un proyecto descarrilado, el precio que se ha cobrado el progreso. Y dicen también: hay que hacer algo al respecto.

¿Pero qué? Claudia Freidenraij despliega las inflexiones de ese diagnóstico en un recorrido enormemente informado, y a la vez sensible a su objeto. Comienza en la calle, dijimos, implantando la acción en un escenario hecho de líneas firmes y tono vibrante, de datos seriados y pinceladas de color. A medida que estos frágiles habitantes de la urbe interactúan con la red de especialistas que se teje en torno suyo –más y más lejos de la escuela–, se dibujan las trayectorias que forman la urdimbre de este libro. Desfilan policías de calle, defensores de menores, gestores de las instituciones punitivas, médicos legales, criminólogos… Niños y jóvenes pasan por comisarías, por asilos, cárceles nuevas o viejas, laboratorios. De la calle a la “leonera”, de la “leonera” a la penitenciaría, de allí al reformatorio, o a trabajar como doméstica o doméstico en una casa privada. O en los confines del mundo, donde se requieren brazos para construir sociedades de frontera. Siguiendo estos destinos uno a uno, Freidenraij va interrogándose sobre las condiciones en las que transcurrió esta experiencia, sus sentidos de época, sus razones. También, sobre las maneras de nombrar que dieron existencia al archipiélago de instituciones destinado a la infancia “desviada”.

En uno de los pasajes más iluminadores, por ejemplo, se analiza la dupla de adjetivos “abandonada y delincuente”, etiqueta letal y automatizada que por entonces quedaba adosada a este colectivo de infantes. ¿Hasta dónde “abandonados”?, pregunta Freidenraij. ¿Cuántos de ellos “delincuentes”, y cuántos simplemente “sueltos”? Las respuestas van surgiendo del sistemático despliegue de evidencia empírica, derribando supuestos a fuerza de precisión. Más importante: el ejercicio conduce a uno de los problemas centrales abordados en el trabajo, como es la permanente contaminación conceptual a la que están expuestos estos sujetos, el borramiento de las distinciones más elementales con relación a su condición. De ahí también la confluencia de unos y otros en las mismas instituciones, y el inicio de una larga tradición de denuncia –de las condiciones materiales, del abuso, del disciplinamiento devenido contagio moral–. Y, con esto, una nueva forma de pesimismo, aquella que empieza a interrogarse por la capacidad de estas instituciones para intervenir con eficacia.

La niñez desviada se detiene con cuidado en las lógicas parciales de este sistema. Todo se explica: la policía desbordada que procura ordenar las calles, y para ello genera normativa que ella misma administra; los defensores de menores y las damas de beneficencia –desbordados ellos también– que buscan lugar en asilos, orfanatos y cárceles, o colocación en industrias, estancias o casas de familia; los médicos que estudian los casos para producir conocimiento en la emergente criminología, con sus reglas y lenguajes; los gestores penitenciarios que tratan de encauzar instituciones atestadas obedeciendo a la vez al ideal del encierro rehabilitador. Cada universo es comprendido en sus términos, sí; sin nunca perder de vista las implicancias en los destinos de la población de niños y jóvenes en cuestión.

Decir que este libro habla de un mundo que no es el nuestro es solo una verdad a medias, entonces. Si tantos datos de aquella sociedad nos resultan lejanos –si sus voces guardan sesgos de otra Argentina–, el panorama de las instituciones de castigo y disciplinamiento compone un cuadro en todo reconocible. Los niños eran sacados de la calle para “caer” en circuitos que se perpetuaban: allí radica su principal desvío. No solo se iban cerrando las salidas: con frecuencia, el paso los arrojaba a merced de autoridades abusivas, los insertaba en redes peligrosas, activaba mecanismos laborales que los alejaban más y más de la trayectoria de otros niños. Luego de dar cuenta de la complejidad de cada pieza, se impone entonces la pregunta por los resultados del sistema, en una narrativa que se vuelve más oscura. El cuadro es ahistórico casi, en su recurrencia de esfuerzos malogrados, de disfunciones rutinizadas, de denuncias una tras otra. Las alarmadas crónicas periodísticas, los informes de inspección, los proyectos reformistas: todo se acumula muy pronto, alterando apenas un sistema con lógicas intrincadas, muy difíciles de revertir.

Dar cuenta del mundo nacido en torno a esta gran cuestión ha requerido una compleja combinación de elementos: historia social urbana, historia de la policía, del sistema penal, de la criminología, de las instituciones para “menores”. Ese enorme corpus de fuentes documentales, claro, ingresa en diálogo con las hipótesis de la bibliografía específica, un corpus que también ha crecido considerablemente en los últimos años, de la mano de preguntas genealógicas por la génesis de tantos problemas de largo plazo. Con su contundente bagaje de evidencia y sus destrezas de historia social, La niñez desviada se agrega así a una conversación relevante –urgente– ajustando sus términos, volviendo a pensar los problemas de aquel mundo lejano, y los del nuestro.

La niñez desviada

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