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Capítulo 3 A bordo de Parroto Parroto

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La pequeña embarcación que la visión nítida de Malingo había detectado no se movía, así que pudieron permitirle a la corriente gentil que les llevara hasta ella. Era un humilde barco pesquero de no más de cuatro metros y medio de largo y que se encontraba en unas condiciones muy ruinosas. Los miembros de la tripulación estaban trabajando duro arrastrando una red llena a rebosar de decenas de miles de pequeños peces con manchas turquesa y naranja, llamados smatterlings, a la cubierta. Hambrientas aves marinas, estridentes y agresivas, daban vueltas alrededor del navío o se mecían sobre el agua cercana, esperando robarles aquellos smatterlings que los pescadores no pudieran sacar de la red en cubierta para meterlos en la bodega del barco lo suficientemente rápido.

Para cuando Candy y Malingo llegaron a una distancia de la embarcación desde donde poder avisarles, la mayoría del trabajo duro se había acabado, y los felices miembros de la tripulación —solo había cuatro en el navío— estaban cantando una canción marinera mientras plegaban las redes.

«¡Peces que alimentan!

¡Peces del cielo!

¡Nadad en las redes

Y morded el anzuelo!

¡Alimentad a mis hijos!

¡Llenad mis colmados!

¡Por eso os adoro,

Pequeños pescados!»

Cuando acabaron la canción, Malingo les llamó desde el agua.

—¡Disculpen! —gritó—. ¡Todavía quedan un par de peces aquí abajo!

—¡Ya os veo! —dijo un joven de la tripulación.

—Lanzadles un cabo —dijo un hombre enjuto con barba en la cámara del timonel, quien aparentemente era el Capitán.

No les llevó mucho tiempo subir a Candy y a Malingo a la apestosa cubierta.

—Bienvenidos a bordo del Parroto Parroto —dijo el Capitán.

—Que alguien les traiga unas sábanas, ¿no?

Aunque el sol aún era razonablemente cálido en esa región de entre las Cuatro de la Tarde y las Cinco, el tiempo que habían pasado en el agua había dejado a Candy y a Malingo helados hasta los huesos, y agradecieron las sábanas y los boles hondos de sopa de pescado picante que les dieron unos minutos más tarde.

—Soy Perbo Skebble —dijo el Capitán—. El anciano es Mizzel, la moza de camarote es Galatea y el este joven es mi hijo Charry. Somos de Efreet, y nos dirigimos de vuelta allí con nuestra despensa llena.

—Buena pesca —dijo Charry. Tenía una cara ancha y feliz, que encajaba de forma natural con una expresión de sencilla alegría.

—Habrá consecuencias —replicó Mizzel, con unos rasgos tan naturalmente tristes como alegres eran los de Charry.

—¿Por qué tienes que ser siempre tan desagradable? —dijo Galatea, observando a Mizzel con desprecio. Su cabello estaba afeitado tan cerca de su cuero cabelludo que parecía poco más que una sombra. Sus brazos musculosos estaban decorados con elaborados tatuajes—. ¿No acabamos de salvar dos almas de morir ahogadas? Todos los de este navío estamos de parte de la Creadora. No nos va a pasar nada malo.

Mizzel simplemente la miró con desdén y arrancó bruscamente los boles de sopa vacíos de manos de Candy y Malingo.

—Todavía tenemos que pasar por Gorgossium —dijo mientras bajaba a la cocina con los boles. Le lanzó una mirada ladina y ligeramente amenazante a Candy mientras marchaba, como si quisiera comprobar si había conseguido sembrar las semillas del miedo en ella.

—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó Malingo.

—Nada —contestó Skebble.

—Oh, digámosles la verdad —dijo Galatea—. No vamos a mentir a esta gente. Eso sería vergonzoso.

—Entonces díselo tú —espetó Skebble—. Carry, ven, chico. Quiero asegurarme de que la captura está almacenada correctamente.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Candy a Galatea cuando padre e hijo hubieron ido a trabajar.

—Tenéis que entender que no hay hielo en este navío, así que tenemos que volver a Efreet antes de que los pescados se nos pudran. Lo que significa… dejad que os lo enseñe.

Les guió hasta la cabina del timón, donde había un mapa antiguo y envejecido colgado de la pared. Señaló con una uña mordisqueada un lugar entre la isla de Soma Pluma y Gnomon.

—Estamos por aquí —dijo—. Y tenemos que llegar… hasta aquí. —Su destino se encontraba pasado la Hora Veinticinco, hacia el norte del archipiélago—. Si tuviéramos más tiempo, tomaríamos el camino largo para volver, rodeando la costa de Gnomon y después pasando por el Presente y rumbo al norte entre Martillobobo y Girigonza, y doblando por la Hora Veinticinco hasta llegar a nuestra aldea.

La Veinticinco; Candy pensó que había estado allí durante un breve período con las mujeres del Fantomaya. Había tenido todo tipo de visiones, incluyendo una que se había repetido en sus sueños varias veces desde entonces: una mujer caminando por un cielo lleno de pájaros, mientras los peces nadaban en cielos acuosos alrededor de su cabeza.

—No habría ninguna posibilidad de que nos dejarais en la Veinticinco, ¿no? —dijo Candy.

Pero, mientras hablaba, recordó el lado oscuro de la vida en la Hora Veinticinco. Allí había sido perseguida por un par de monstruos llamados los Hermanos Fugit, cuyas facciones se movían por sus caras, sujetas por dos piernas que chasqueaban.

—¿Sabes qué? —dijo—. Quizá no sea tan buena idea después de todo.

—Bueno, de todos modos no podemos hacerlo —le contó Galatea—. Nos llevaría demasiado tiempo. El pescado se pudriría.

—Entonces, ¿en qué dirección estamos yendo? —preguntó Malingo.

Candy ya lo había supuesto mirando el mapa.

—Estamos yendo al lugar entre las Pirámides de Xuxux y Gorgossium.

Galatea sonrió. Le faltaba uno de cada dos dientes.

—Deberías ser pescadora, sí que deberías —dijo—. Sí, aquí es a donde vamos. Mizzel cree que es un mal plan. Dice que hay un sinfín de criaturas viviendo en la isla de Medianoche. Monstrosidades, dice. Cosas horribiles que vendrán volando por encima de nuestras cabezas y atacarán el barco.

—¿Por qué iban a hacer eso? —preguntó Candy.

—Porque quieren comerse los peces. O a nosotros. Quizá a ambos. No lo sé. Sea lo que sea, no son buenas noticias. De todos modos, no podemos ser miedicos con esto.

—¿Miedicos? —preguntó Candy.

—Miedosos —contestó Malingo.

—Debemos navegar cerca de Medianoche nos guste o no —continuó Galatea—. O eso o perdemos la pesca, y mucha gente pasará hambre.

—No es una buena elección —dijo Skebble subiendo de la despensa.

—Pero, como dice la chica, no tenemos elección. Y… me temo que no os queda otro remedio que venir con nosotros. O eso u os lanzamos al agua otra vez.

—Creo que mejor nos quedamos a bordo —dijo Candy dedicándole a Malingo una mirada inquieta.

Pusieron rumbo al norte, desde las brillantes aguas vespertinas de los estrechos entre la Cuarta y la Quinta hacia los oscuros mares que rodeaban Medianoche. No fue un cambio sutil. Un momento el Mar de Izabella relucía con luz del sol dorada y era cálido; al siguiente, olas de penumbras cubrían el sol y un frío glacial aparecía para rodearles. Por babor podían ver la inmensa isla de Gorgossium. Incluso desde una distancia considerable podían discernir las ventanas de las trece torres de la fortaleza de Iniquisit, y las luces que ardían alrededor de las minas Todo.

—¿Quieres verlo más de cerca? —preguntó Mizzel a Candy.

Le pasó su viejo y maltrecho telescopio, y ella estudió la isla con este. Parecía que hubiera cabezas inmensas esculpidas en las rocas salientes de la isla. Algo que parecía la cabeza de un lobo, algo que parecía vagamente un humano. Pero mucho más espeluznantes eran los grandes insectos que vio trepando por la isla: como pulgas o piojos del tamaño de un camión. La hicieron temblar, incluso a una distancia tan segura.

—No es un lugar bonito, ¿no crees? —dijo Skebble.

—No, no mucho —contestó Candy.

—A muchos tipos les gusta, sin embargo —continuó el Capitán—. Si tú corazón es oscuro, ese es el lugar al que vas, ¿no? Es donde te sientes como si fuera tu hogar.

—Hogar… —murmuró Candy.

—¿Añoras el tuyo? —preguntó.

—No. No. Bueno… a veces. Un poco. Solo por mi madre, en realidad. Pero no, eso no era en lo que estaba pensando. —Señaló Gorgossium con un movimiento de cabeza—. Se me hace extraño pensar que alguien pueda llamar a ese funesto lugar su hogar.

—Cada uno a su Hora, como escribió el poeta —dijo Malingo.

—¿Cuál es tu Hora? —le preguntó Candy—. ¿Adónde perteneces?

—No lo sé —contestó Malingo tristemente—. Perdí a mi familia hace mucho tiempo, o al menos ellos me perdieron a mí, y no espero volver a verles de nuevo en esta vida.

—Podríamos intentar encontrarles por ti.

—Algún día, quizá. —Bajó su voz hasta convertirla en un susurro—. Cuando no tengamos tantos dientes mordisqueando nuestros talones.

Se produjo una repentina explosión de risa en la cabina del timón, lo cual puso fin a la conversación. Candy se acercó para ver qué pasaba. Había un pequeño televisor —con cortinas a cada lado de la pantalla, como en un teatro— en el suelo. Mizzel, Charry y Galatea la estaban mirando, muy entretenidos con las payasadas de un muchacho de dibujos animados.

—¡Es el Niño de Commexo! —dijo Charry—. ¡Es un salvaje!

Candy había visto la imagen del Niño muchas veces ya. Era difícil avanzar mucho por Abarat sin encontrarse con su cara constantemente sonriente en un cartel o una pared. Sus payasadas y sus eslóganes se usaban para vender de todo, desde cunas hasta ataúdes, y todo lo que uno quisiera entre medio. Candy miró la parpadeante pantalla azul durante un rato, recordando el encuentro que había tenido con el hombre que había creado el personaje: Rojo Pixler. Lo había conocido en Martillobobo, brevemente, y durante las muchas semanas que habían transcurrido desde entonces había esperado encontrárselo de nuevo en algún punto del camino. Él era parte de su futuro, lo sabía, aunque no sabía cómo ni por qué.

En la pantalla, el Niño estaba haciendo travesuras, como de costumbre, para la diversión de su corta audiencia. Eran cosas simples y disparatadas.

Salpicaba con pintura; tiraba la comida. Y, en medio de todo esto, trotaba la inexorablemente feliz figura del Niño de Commexo, expendiendo sonrisas, tartas y «un poquito de amor» —como decía para rematar todos sus espectáculos— al mundo.

—Oye, señorita Miseria —dijo Mizzel, volviéndose hacia Candy—. ¡No te estás riendo!

—Es que no creo que sea muy gracioso, eso es todo.

—¡Es el mejor! —dijo Charry—. ¡Dios Lou, las cosas que dice!

—¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! —dijo Galatea, imitando a la perfección la voz chillona del Niño—. ¡Eso es lo que yo es! ¡Feliz! ¡Feliz! Fel…

La interrumpió un grito de pánico de Malingo.

—Tenemos problemas —gritó—. ¡Y vienen de Gorgossium!

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