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Capítulo 7 Algo en Babilonium

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El corto trayecto hasta la Isla del Carnaval sacó rápidamente al Parroto Parroto de la oscuridad que rodeaba Gorgossium.

Un resplandor dorado en el horizonte señalaba su destinación, y cuanto más se acercaban, más embarcaciones aparecían en las aguas que rodeaban el pequeño barco pesquero, todas en dirección al oeste.

Incluso el navío más corriente estaba decorado con banderas y luces y serpentinas, y todos estaban llenos de gente feliz que se dirigía a la celebración de la isla que tenían delante.

Candy se sentó en la proa del Parroto Parroto, mirando las otras embarcaciones y escuchando las canciones y los gritos que resonaban por el agua.

—Aún no veo Babilonium —le dijo a Malingo—. Solo veo niebla.

—¿Pero ves las luces que hay entre la niebla? —preguntó Malingo—. ¡Eso sin duda es Babilonium! —Sonrió como un niño emocionado—. ¡No puedo esperar! Leí sobre la Isla del Carnaval en los libros de Wolfswinkel. ¡Todo lo que siempre has querido ver y hacer está allí! En el pasado, la gente solía venir del Más Allá simplemente para pasar un tiempo en Babilonium. Volvían con la cabeza tan atiborrada de todas las cosas que habían visto que tenían que inventarse palabras nuevas para describirlas.

—¿Como cuáles?

—Oh. Déjame ver. Fantasmagórico. Catártico. Pandemonial.

—Nunca he oído lo de pandemonial.

—Esa me la he inventado. —Malingo sonrió con suficiencia—. Pero hay miles de palabras, todas inspiradas en Babilonium.

Mientras hablaba, la niebla empezó a despejarse y la isla que había estado ocultando se mostró ante ellos: una conglomeración reluciente y caótica de tiendas y carteles, montañas rusas y barracas de feria.

—Oh. Dios. Lou —dijo Malingo en un susurro—. ¿Has visto eso?

Incluso Charry y Galatea, que estaban trabajando en la construcción de una jaula improvisada con madera y cuerdas para encerrar al zethek cautivo, detuvieron sus tareas para admirar el espectáculo.

Y cuanto más se acercaba el Parroto Parroto a la isla, más extraordinario parecía el panorama. A pesar de que la Hora era temprana y el cielo estaba iluminado —solo con unas pocas estrellas en él—, las linternas y las lámparas y la infinidad de pequeños fuegos de la isla quemaban con tanta intensidad que seguían haciendo centellear la isla con su luz.

Y con esa luz se podía ver el gentío, ocupado con el feliz trabajo del placer. Candy podía oír su satisfecha agitación, incluso con una considerable extensión de agua entre ellos, y ello hizo que su corazón se acelerara con anticipación. ¿Qué era lo que estaba mirando esa gente que les aturdía con semejante felicidad? Hablaban, chillaban, cantaban, reían; sobre todo reían, como si acabaran de aprender a hacerlo.

—Esto es real, ¿verdad? —Candy le dijo a Malingo—. Quiero decir que no es un espejismo ni nada, ¿no?

—¡Vete a saber, mi señora! —contestó Malingo—. Quiero decir que yo siempre he asumido que era perfectamente real, pero ya me he equivocado otras veces. Ah… ya que hablamos de esto… de estar equivocado, si sigues interesada en aprender cualquier magia que pude aprender de los libros de Wolfswinkel, estaré encantado de enseñarte.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—¿Tú qué crees? La Palabra de Poder que pronunciaste.

—Ah, te refieres a Jass…

Malingo colocó su dedo sobre los labios de Candy.

—No, mi señora. No lo haga.

Candy sonrió.

—Ah, sí. Podría echar a perder el momento.

—¿Ves lo que te dije en Tazmagor? La magia tiene leyes.

—¿Y tú puedes enseñarme esas leyes? Al menos algunas de ellas. Para evitar que cometa algún error.

—Supongo que podría intentarlo —concedió Malingo—. Aunque me parece que debes de saber más de lo que crees saber.

—¿Pero cómo? Solo soy…

—Una chica corriente del Más Allá. Sí, eso es lo que no dejas de repetir.

—¿No me crees?

—Mi señora, no conozco a ninguna otra chica corriente del Más Allá aparte de ti, ¡pero me gustaría apostar que ninguna de ellas puede enfrentarse a tres zetheks y salir victoriosa!

Candy pensó en sus compañeras de clase. Deborah Hackbarth, Ruth Ferris. Malingo tenía razón. Era muy difícil imaginarse a ninguna de ellas teniéndose en pie en una situación así.

—Está bien —dijo—. Supongamos que soy diferente, de algún modo. ¿Qué me hizo serlo?

—Esta, mi señora, es una buena pregunta —contestó Malingo.

Tras muchas maniobras entre las flotillas de barcos y ferries y gente en bicicletas de agua que se amontonaban en el puerto, Skebble condujo el Parroto Parroto hasta el muelle de Babilonium. Aunque habían lanzado la captura en el estrecho varios kilómetros atrás, el hedor de los zetheks había impregnado su ropa, así que su primer cometido antes de aventurarse en los pasajes abarrotados era comprar algunas ropas que olieran mejor. No fue difícil. Durante años, un sinfín de emprendedores mercaderes de ropa habían establecido sus casetas cerca del puerto al darse cuenta de que muchos de los visitantes querían desembarazarse de sus ropas diarias en cuanto llegaban a Babilonium y comprarse algo un poco más apropiado para el ambiente de Carnaval.

Había quizá cincuenta o sesenta establecimientos en ese pequeño y caótico bazar, cuyos dueños voceaban las virtudes de sus mercancías a voz en grito. Zapateros, fabricantes de botas, de bastones, de pantalones, de enaguas, de corpiños, de trajes, sombrereros.

Huelga decir que había muchas vestimentas estridentes y estrafalarias en venta —botas cantarinas, sombreros acuarios, ropa interior de rayos de luna—, pero solo Charry —que se compró unas botas cantarinas— se rindió al implacable arte de vender de los mercaderes. El resto eligió ropa cómoda que pudieran ponerse sin avergonzarse cuando al final salieran de Babilonium.

La Isla del Carnaval era todo lo que Candy y Malingo habían deseado, y más. Atraía gente de todas partes del archipiélago, de modo que había todo tipo de figuras y caras, trajes, lenguas y costumbres. Los visitantes de islas periféricas, como Speckle Frew, vestían de forma simple y práctica, con su sentido de Carnaval limitado a un chaleco nuevo o algún pequeño jueguecito mientras caminaban. Celebrantes de Islas Nocturnas, por otro lado, de Huffaker y Jibbarish y Idjit, vestían como escapistas en el sueño de un mago, con máscaras y trajes tan fantásticos que era difícil saber dónde acababan los espectadores y dónde empezaba el espectáculo. Después estaban los viajeros de la Ciudad de Commexo, que preferían una cierta ligera modernidad en sus vestimentas. Muchos vestían pequeños collares que proyectaban imágenes en movimiento alrededor de sus máscaras coloridas y luminosas. La mayoría de las veces eran las aventuras del Niño de Commexo las que aparecían en las pantallas de esas mascaras.

Finalmente, por supuesto, estaban esas criaturas, y eran muchas, las que, igual que Malingo, no necesitaban pinturas ni luces para ser parte de ese prodigioso Carnaval.

Criaturas que habían nacido con hocico, colas, escamas y cuernos, cuya forma y voz y comportamiento constituían un espectáculo fantástico en sí mismo.

¿Y qué habían ido a ver todos esos asistentes al Carnaval?

Lo que fuera, en realidad, que desearan sus corazones y espíritus entusiastas.

Había Lucha de Insectos mycassianos en una tienda, danza de cuerpo sutil en otra; un circo con siete anillos, completado con una compañía de dinosaurios albinos, en una tercera tienda. Había una bestia llamada Finoos que te atravesaba la cabeza con el hocico para poder leer tu mente. En la puerta de al lado, un coro de mil pájaros mungualameeza cantaban fragmentos de Los Moscardones, de Fofum.

Miraras donde miraras había diversión en todas partes.

El Bebé Eléctrico, que tenía la cabeza llena de luces de colores, estaba expuesto allí, al igual que un poeta llamado Thebidus, quien recitaba poemas épicos con velas posadas sobre su coronilla, y una cosa llamada frayd, que describían como una bestia que tenía que verse para poder creérselo: no solo una, sino muchas, cada una de ellas devorando a otra para «¡atestiguar en vida los horrores del apetito!»

Naturalmente, si no querías entrar en las carpas había mucho que hacer al aire libre. Había un dinosaurio expuesto «que había sido capturado recientemente por Rojo Pixler en una zona salvaje de las Islas Periféricas» y una bestia angulosa del tamaño de un toro caminando con delicadeza por encima de una cuerda floja, y, por descontado, las inevitables montañas rusas, cada una asegurando ser más vertiginosa que las de la competencia.

El aire estaba cargado con el olor mezclado de miles de cosas: tartas, caramelos, serrín, gasolina, sudor, aliento de perro, humo dulce, humo ácido, frutas prácticamente podridas, rutas más que podridas, cerveza, plumas, fuego. Y si la felicidad oliera, ese olor también estaba en el aire de Babilonium. De hecho, era la fragancia que se cernía detrás de todas las otras fragancias. Y la isla tampoco parecía agotar nunca sus sorpresas.

Siempre había algo nuevo a la vuelta de la siguiente esquina, en la siguiente carpa, en el siguiente circo. Por supuesto, en cualquier lugar que despierta semejante alegría y admiración nunca falta su parte de oscuridad. En un momento dado, el grupo se desvió de la calle principal y se encontraron en un lugar donde la música no estaba tan alta ni las luces eran tan claras. Había una magia más siniestra y serpenteante por allí. Había colores en el aire que creaban formas medio visibles antes de deshacerse de nuevo; y una música proveniente de algún lugar que sonaba como si la cantara un coro de bebés furiosos. La gente les espiaba desde detrás de las cortinas de las casetas a derecha y a izquierda, o volaban hacia ellos, cambiando de forma mientras daban volteretas en el aire.

Pero habían ido al lugar indicado, de eso no había duda. Justo enfrente había un letrero de tela donde se leía espectáculo de bichos raros, y debajo de este, una fila de carteles de colores llamativos con una variedad de criaturas extravagantes pintadas toscamente. Una criatura con una ristra de brazos y tentáculos alrededor de su enorme cabeza; un chico con el cuerpo de reptil; una bestia con un compendio disparatado de piezas amontonadas de forma desordenada.

Al ver todo esto, Methis el zethek se dio cuenta rápidamente de qué le esperaba. Empezó a balancearse de un lado a otro de la jaula, maldiciendo obscenidades. La jaula rudimentaria tenía pinta de ir a romperse con sus ataques, pero demostró ser más fuerte que la furia de la criatura.

—¿Deberíamos compadecernos de él? —preguntó Candy.

—¿Después de lo que ha hecho? —dijo Galatea—. Creo que no. Nos hubiera matado a sangre fría si hubiera tenido la oportunidad.

—Supongo que tienes razón.

—Y arruinar el pescado de ese modo —dijo Malingo—. Pura malicia.

El zethek sabía que hablaban de él y guardó silencio, con la vista saltando de uno a otro, con miradas llenas de odio.

—Si las miradas mataran —murmuró Candy.

—Dejaremos que tú te encargues de la venta —le dijo Malingo a Skebble cuando se encontraron a pocos metros del espectáculo de bichos raros.

—Deberíais quedaros con algunas monedas para vosotros —dijo Mizzel—. Nunca podríamos haber capturado a la criatura de no ser por vosotros. Especialmente por Candy. ¡Dios mío! ¡Qué valor!

—No necesitamos dinero —dijo Candy—. Malingo tiene razón. Deberíamos dejar que vendierais la criatura vosotros.

Se detuvieron a pocos metros de la entrada del espectáculo de bichos raros para despedirse. No hacía mucho que se conocían, pero habían luchado por sus vidas codo con codo, de modo que había una intensidad en esa despedida que no hubiera habido si simplemente hubieran navegado juntos.

—Acercaros a la isla de Efreet una noche —dijo Skebble—. Nunca vemos el sol por allí, naturalmente, pero siempre seréis bien recibidos.

—Por supuesto, tenemos unas cuantas bestias viviendo por allí —dijo Mizzel—. Pero generalmente se quedan en la parte sur de la isla. Nuestra aldea está en el norte. Se llama Pigea.

—Lo recordaremos —dijo Candy.

—No, no lo haréis —dijo Galatea dibujando media sonrisa—. Solo seremos unos pescadores que conocisteis durante vuestras aventuras. Ni siquiera recordaréis nuestros nombres.

—Oh, ella se acuerda —dijo Malingo, mirando a Candy—. Más y más, ella se acuerda.

Era curioso decir algo así, sin duda, de modo que todos ignoraron su comentario, sonrieron y se fueron. La última vez que Candy miró atrás, el cuarteto estaba metiendo la jaula de Methis entre las cortinas del espectáculo de bichos raros.

—¿Crees que lo venderán? —dijo Candy.

—Estoy seguro de ello —contestó Malingo—. Es horrorosa, esa cosa. Y la gente paga dinero para ver cosas horrorosas, ¿no?

—Supongo que sí. ¿A qué te referías cuando has dicho eso de que yo me acuerdo?

Malingo miró sus pies y se mordió la lengua durante un rato. Finalmente dijo:

—No lo sé muy bien. Pero algo estás recordando, ¿no es así?

Candy asintió.

—Sí —dijo—. Solo que no sé qué.

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