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Capítulo 4 Los carroñeros

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Candy fue la primera en salir de la cabina y aparecer en cubierta. Malingo estaba mirando por el telescopio de Mizzel y estudiaba el cielo amenazante en dirección a Gorgossium. Había cuatro criaturas de alas oscuras volando hacia el barco pesquero.

Eran visibles porque sus entrañas resplandecían a través de las pieles translúcidas, como si estuvieran llenas de fuego. Farfullaban algo mientras se acercaban, el parloteo de seres locos y hambrientos.

—¿Qué son? —inquirió Candy.

—Son zethekaratchia —la informó Mizzel—. Zethek, en corto. Los que siempre están hambrientos. Nunca comen suficiente. Por eso podemos ver sus huesos.

—No son buenas noticias —supuso Candy.

—No lo son.

—¡Se llevarán el pescado! —dijo Skebble, saliendo de las entrañas del navío. Aparentemente se había estado ocupando del motor, ya que estaba cubierto con manchas de aceite y llevaba un gran martillo y una llave inglesa aún mayor.

—¡Cerrad las bodegas! —gritó a su tripulación—. ¡Rápido, o perderemos la captura! —Señaló a Candy y a Malingo con un dedo pequeño y regordete—. ¡Eso también va por vosotros!

—Si no pueden conseguir el pescado, ¿no vendrán a por nosotros? —dijo Malingo.

—Tenemos que salvar los peces —insistió Skebble. Agarró a Malingo del brazo y le arrastró hasta las bodegas repletas.

—¡No discutas! —dijo—. ¡No quiero perder la captura! ¡Y se están acercando!

Candy siguió la mirada de él en dirección al cielo. Los zethek estaban a menos de nueve metros del navío y se precipitaban al mar crepuscular para comenzar su recolecta.

A Candy no le gustaba la idea de intentar protegerse de esas criaturas sin armas, así que cogió la llave inglesa que llevaba Skebble en su mano izquierda.

—Si no te importa, ¡me quedo con esto! —dijo, y se sorprendió incluso a sí misma.

—¡Quédatelo! —dijo él, y fue a ayudar al resto de la tripulación con la tarea de cerrar las bodegas.

Candy se dirigió a la escalera que había al lado de la cabina del timón. Se puso la llave entre los dientes —una experiencia nada agradable: sabía a aceite de pescado y al sudor de Skebble— y trepó por la escalera y se volvió hacia los zethek cuando llegó a lo alto. La visión de la chica sobre la cabina del timón, con la llave en la mano a modo de garrote, les hizo dudar. Ya no se abalanzaban sobre el Parroto Parroto, sino que se cernían a tres o cuatro metros por encima de este.

—¡Bajad! —les gritó Candy—. ¡Atreveos!

—¿Estás loca? —voceó Charry.

—¡Baja! —la llamó Malingo—. Candy, ba…

¡Demasiado tarde! El zethek más cercano mordió el anzuelo de Candy y se abalanzó sobre ella, intentando arrancarle la Cabeza con sus largos y huesudos dedos.

—¡Buen chico! —dijo ella—. Mira lo que tengo para ti.

Blandió la llave inglesa en un arco completo. La herramienta era pesada, y realmente tenía muy poco control sobre esta, así que fue más un accidente que un propósito que acabara golpeando a la criatura. Dicho eso, el golpe fue considerable. El zethek salió disparado por el cielo y golpeó los tablones de la cabina con tanta fuerza que se rompieron.

Durante un segundo permaneció inmóvil.

—¡Le has matado! —dijo Galatea—. ¡Ja, ja! ¡Bien por ti!

—No… no creo que esté muerto… —dijo Candy.

Candy podía oír lo que Galatea no podía. El zethek estaba gruñendo. Lentamente alzó su cabeza de gárgola. De su nariz brotaba sangre oscura.

—Me… has… herido…

—Acércate —retó Candy, haciendo señas a la bestia a través de los tablones rotos del techo—. Volveré a hacerlo.

—La chica es una suicida —comentó Mizzel.

—Tú amigo tiene razón —dijo el zethek—. Eres una suicida.

Tras estas palabras, el zethekaratchia abrió la boca y siguió abriéndola, más y más, hasta que se hizo tan grande como para arrancar la cabeza de Candy de un mordisco. De hecho, esa parecía ser su intención, puesto que se abalanzó hacia adelante, saltando por el agujero del techo, y derribó a Candy, quien quedó tendida en el suelo sobre su espalda. Se puso encima de ella de un salto.

La llave salió disparada de su mano; no tenía tiempo de recogerla. El zethek estaba encima de ella con la boca ampliamente abierta. Cerró los ojos en cuanto una bocanada del aliento de la bestia le golpeó la cara. Le quedaban segundos de vida. Y entonces, de repente, Skebble estaba allí, con el martillo en la mano.

—Deja a la chica en paz —le gritó, y hundió el martillo en el cráneo del zethek, asestándole un golpe tan calamitoso que simplemente cayó hacia atrás hacia la cabina del timón por el agujero del techo, muerto.

—Eso ha sido audaz, chica —dijo, tirando de Candy para levantarla.

Ella se dio unas palmadas en la cabeza simplemente para comprobar que seguía en su sitio.

Lo estaba.

—Uno menos —dijo Candy—. Quedan tres…

—¡Que alguien me ayude! —chilló Mizzel—. ¡Socorro!

Candy se dio la vuelta y vio que otro de esos miserables había capturado a Mizzel y le tenía sujeto contra la cubierta, y se preparaba para convertirle en su comida.

—¡No lo harás! —gritó ella, y corrió hacia las escaleras.

Cuando se encontró a la mitad de estas, recordó que había dejado la llave en el tejado. Era demasiado tarde para volver a por ella.

La cubierta, cuando llegó, estaba resbaladiza por el aceite y el agua, y, en lugar de correr, se vio deslizándose sobre ella, completamente fuera de control. Chilló para que alguien la detuviera, pero no había nadie lo suficientemente cerca. Justo delante se encontraba la bodega, con la puerta abierta por obra de una de las bestias. La única esperanza que tenía para detenerse era alcanzar y agarrarse al zethek que estaba atacando a Mizzel. Pero debía ser rápida, antes de perder la oportunidad. Alargó el brazo e intentó alcanzarlo. El zethek la vio venir y se volvió para mantenerla a raya, pero no fue lo bastante rápido; Candy le asió por el pelo. El animal graznó como un guacamayo enfurecido y forcejeó para liberarse, pero Candy se agarró más fuerte. Desafortunadamente, su inercia era demasiado grande como para detenerse. Justo lo contrario. En vez de eso, la criatura siguió con ella, mientras la agarraba para intentar soltar sus dedos de sus mechones andrajosos incluso cuando ambos se dirigían derechos al agujero que se había abierto.

Cayeron por él, encima de los peces. Por suerte no fue una caída larga; la bodega estaba casi llena al completo de smatterlings. Pero no fue un aterrizaje agradable, miles de peces resbalaban por debajo de ellos, fríos y húmedos y muy muertos.

Candy seguía agarrada al pelo del zethek, de modo que cuando la criatura se puso en pie, cosa que hizo inmediatamente, ella se puso en pie también.

La criatura no estaba acostumbrada a que nadie la tocara, especialmente un trozo de niña. Se retorció y se encolerizó, y la golpeó con su gigantesca boca, y al momento siguiente intentaba que se soltara convulsionando su cuerpo de forma tan violenta que sus huesos retumbaban.

Finalmente, aparentemente desalentado por lo inútil de sus intentos, el zethek llamó a sus camaradas vivos:

—¡Kud! ¡Nattum! ¡Aquí! ¡En la bodega! ¡Ahora!

Unos segundos más tarde después de la llamada, Kud y Nattum aparecieron por la puerta de la bodega.

—¡Methis! —dijo Nattum, sonriendo—. ¡Tienes a una chica para mí!

Después de decir esto, abrió la boca e inhaló con tanta fuerza que Candy tuvo que luchar por evitar que la arrastrara dentro de sus fauces.

Kud no estaba interesado en esos trucos. Empujó a Nattum a un lado.

—¡Me la quedo yo! —dijo—. Tengo hambre.

Nattum le apartó.

—¡Yo también! —gruñó.

Mientras se peleaban por ella, Candy vio la oportunidad de gritar para pedir ayuda.

—¿Hay alguien? ¿Malingo? ¿Charry?

—Demasiado tarde —dijo Kud,

Se inclinó por la puerta de la bodega la agarró y la levantó. Fue tan rápido y violento que Candy soltó a Methis. Su pie resbaló sobre los peces viscosos por un momento; después estaba en el aire, acercándose a la boca de Kud, que ahora también se abría como un túnel dentado.

Al momento siguiente se hizo la oscuridad. Su cabeza —muy a su pesar— estaba en la boca de la bestia.

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