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Capítulo 3 El sacbrood

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Había supuesto mucha organización —y más de un pequeño soborno— organizar la visita de Carroña a las grandes Pirámides de Xuxux. Después de todo, eran lugares sagrados: las tumbas de Reyes y Reinas, Príncipes y Princesas; y en sus cámaras humildes, los sirvientes y animales que pertenecían a los poderosos. Los miembros fallecidos de la realeza habían dejado de ser enterrados allí hacía ya varias generaciones, puesto que las seis Pirámides estaban llenas de muertos y sus pertenencias.

Pero las Pirámides seguían custodiadas meticulosamente por soldados que trabajaban en la Iglesia de Xuxux. Daban vueltas alrededor de las Pirámides en una flota de navíos decorados minuciosamente con insignias religiosas, y estaban armados con armas de fuego imponentes.

Además tenían total libertad para usar su armamento para defender las Pirámides y los restos reales que contenían en su interior. Pero Carroña había ordenado que se interrumpiera la patrulla durante un tiempo para que su barcaza funeraria pudiera colarse, sin ser vista, por las escaleras que conducían a la Gran Pirámide.

A medida que se acercaba a su destino, sin embargo, sus pensamientos no se centraban en las dificultades de la organización del viaje, ni tampoco en lo que había dentro de las Pirámides que abría la llave por la que se había tomado tantas molestias en recuperar. Se centraban en la chica cuya presencia en Abarat había acontecido porque había interrumpido accidentalmente al ladrón de la Llave y a su perseguidor. En otras palabras, en Candy Quackenbush.

¡Candy Quackenbush!

«Incluso el nombre es ridículo», dijo para sí. ¿Por qué se obsesionaba con ella de ese modo? Ella estaba allí por una sucesión de casualidades, nada más. ¿Entonces por qué no podía sacarse su maldito nombre de la cabeza? Era una chica que venía de alguna ciudad perdida en el Más Allá, nada más. ¿Entonces por qué se le aparecía en sus pensamientos de ese modo? Y ¿por qué —cuando surgían pensamientos sobre ella— había otras imágenes que seguían a la suya? Imágenes que le molestaban profundamente; que le ponían enfermo y le avergonzaban. Imágenes de una Tarde luminosa en el Presente, y campanas sonando llenas de júbilo, y todas las flores, como por causa de algún acuerdo tácito entre la flora de la Hora, volviéndose blancas para una celebración de matrimonio…

—Nauseabundo —se dijo a sí mismo mientras ascendía por las escaleras de la Pirámide—. No es nada. Nada.

Shape oyó los murmullos de su amo.

—¿Señor? —dijo—. ¿Se encuentra bien?

Carroña volvió la mirada hacia su sirviente.

—Tengo pesadillas, Shape —le contó Carroña—. Eso es todo. Pesadillas.

—Pero ¿por qué, mi Señor? —dijo Shape—. Usted es el hombre más poderoso de Abarat. ¿Qué hay en este mundo que pueda perturbarle? Como usted ha dicho: no es nadie.

—¿Cómo sabes de qué estaba hablando?

—Simplemente he supuesto que se trataba de la chica. ¿Estaba equivocado?

—No… —gruñó Carroña—. No te has equivocado.

—Mater Motley seguramente se podría encargar de ella en su lugar —continuó Shape—, si usted no quiere. Quizá podría compartir sus miedos con ella, ¿no?

—No tengo ningún deseo de compartir nada con esa mujer.

—Pero, sin duda, Señor, se trata de su abuela. Ella le quiere.

Carroña empezaba a sentirse irritado.

—Mi abuela no quiere a nada ni a nadie excepto a sí misma —dijo.

—Quizá si yo se lo explicara…

—¿Explicar?

—Sus sueños. Podría preparar algo que le ayudara a dormir.

Con esto, Carroña soltó un sonido ronco de rabia y agarró a Shape por la tráquea, y se le acercó tanto que su cara se aplastó contra la superficie sudorosa del collar de Carroña. Las pesadillas que se deslizaban por el fluido al otro lado posaron la vista en él y golpearon sus hocicos brillantes contra el cristal.

—Te lo advierto, Shape —dijo—. Si alguna vez le cuentas algo a mi abuela sobre mis pesadillas… tu vida se convertirá en una.

Mendelson se apresuró a liberarse del control de su amo, empujando a Carroña con su pierna buena, mientras su pierna de madera se sacudió en el aire rítmicamente.

—Yo le soy leal, Señor —sollozó Shape.

A la misma velocidad en la que Carroña había levantado a Shape, soltó al hombre aterrorizado. Shape se cayó de sus manos como un saco lleno de piedras y quedó tumbado con las piernas extendidas sobre las escaleras, mientras su terror producía un olor inconfundible.

—No te habría matado —comentó Carroña a la ligera.

—Gracias… gracias… Príncipe —dijo Shape, sin dejar de mirar a su señor por el rabillo del ojo como si en cualquier momento tuviera que caer el golpe de gracia y su vida llegara a su fin sumariamente.

—Ahora sigamos —dijo Carroña con una alegría quebradiza en su voz—. Deja que te muestre cuánta confianza tengo depositada en ti. ¡Levántate! ¡Levántate!

Shape se puso en pie.

—Voy a darte la Llave de las Pirámides —dijo Carroña—. Así tendrás el honor de abrir la puerta por mí.

—¿La puerta?

—La puerta.

—¿Yo?

—Tú.

Shape parecía intranquilo con todo esto. Después de todo, ¿quién podía saber qué les esperaba al otro lado de la puerta? Pero difícilmente podía rechazar una invitación de su Príncipe. Especialmente cuando la llave estaba justo delante de él, reluciente y seductora.

—Cógela —dijo Carroña.

Shape miró por encima del hombro de Carroña a Leeman Vol, quien observaba la llave. La quería desesperadamente, según podía ver Shape. Si se hubiera atrevido, se la habría arrebatado a Carroña de la mano, habría ido corriendo hasta la puerta y la habría abierto, simplemente para decir que él había sido el primero en ver lo que les esperaba dentro.

—Buena suerte —dijo Vol con amargura.

Shape intentó esbozar una sonrisa —aunque fracasó— y después se dirigió hacia la puerta, inspiró profundamente y deslizó la llave dentro de la cerradura.

—¿Ya? —le preguntó a Carroña.

—La llave está en tu mano —contestó él—. Elige el momento que te vaya bien.

Shape inspiró profundamente por segunda vez y giró la Llave, o al menos lo intentó. Pero no se movió. Se apoyó contra la puerta, refunfuñando mientras intentaba forzar la llave para que girara.

—¡No! ¡No! ¡No! —le ordenó Carroña—. Magullarás la llave, imbécil. ¡Apártate de la puerta! ¡Ahora!

Mendelson le obedeció al instante.

—Ahora cálmate —le instruyó Carroña—. Deja que la llave haga el trabajo.

Shape afirmó y volvió cojeando hacia la puerta. Volvió a colocar la mano sobre la llave, y esta vez —aunque apenas la presionó— giró sola dentro de la cerradura. Asombrado, y bastante asustado, Shape se retiró de delante de la puerta con el trabajo hecho.

La llave no solamente giraba dentro de la cerradura, se iba escurriendo dentro de la puerta al mismo tiempo, como si les prohibiera cambiar de opinión. En respuesta a sus giros, una zona de la puerta entera alrededor de la cerradura —quizá treinta centímetros cuadrados— empezó a chirriar y a moverse. No se trataba de un mecanismo corriente: a medida que su efecto se extendía, salían olas de energía de la Pirámide como el calor de una olla hirviendo. La puerta se estaba abriendo, y su forma se hacía eco de la forma del mismo edificio: un triángulo inmenso.

De la oscuridad del otro lado surgió un hedor. No era el olor a los muertos fallecidos hace tiempo ni a las especias en las que les habían conservado. Ni tampoco era el olor de la antigüedad; la fragancia seca y apagada de un tiempo que había pasado y que no volvería. Era el hedor de algo mucho más vivo. Pero fuera quien fuera la forma de vida que estuviera desprendiendo ese olor de su sudor, babas o lágrimas, no era nada que ninguno de los tres se hubiera encontrado nunca. Ni siquiera Carroña, que estaba hartamente familiarizado con el mundo en toda su corrupción, nunca había olido nada parecido antes. Observó la oscuridad más allá de la puerta con una leve sonrisa extraña en su rostro. Mendelson, por otro lado, decidió que ya había tenido bastante.

—Esperaré en la embarcación —dijo apresuradamente.

—No, no lo harás —dijo Carroña, agarrándole por el cuello—. Quiero que te conozcan.

—¿Conozcan? —dijo Leeman Vol—. ¿Son… son muchos?

—Esto es una de las cosas que hemos venido a averiguar —contestó el Señor de la Medianoche—. Sabes contar, ¿no, Shape?

—Sí.

—¡Entonces entra y vuelve con un número! —dijo Carroña, y arrastrando a Shape en dirección a la puerta, le dio a su sirviente un empujón.

—¡Espera! —protestó Shape, con su voz temblorosa por el miedo—. ¡No quiero ir solo!

Pero era demasiado tarde. Ya había atravesado el umbral. Se produjo una respuesta inmediata en el interior; el estruendo de un número infinito de cosas con caparazones se alzó de sueños cobardes, frotando sus duras y espinosas piernas, desplegando sus ojos acechantes…

—¿Qué tienes aquí? —quiso saber Vol—. ¿Escorpiones hobarookianos? ¿Un grandioso nido de moscas aguja?

—¡Lo descubrirá él! —dijo Carroña, señalando con la cabeza en dirección a Shape.

—¡Luz, Señor! —suplicó Shape—. Por favor. Al menos algo de luz para que pueda ver.

Tras un momento de dudas, Carroña pareció ablandarse y, sonriendo a Shape, introdujo la mano en sus ropas, como si pretendiera producir algún tipo de lámpara. Pero lo que sacó parecía más un tapón pequeño, que colocó en el dorso de su mano izquierda.

Allí empezó a girar y, mientras lo hacía, desprendía olas de luz parpadeante, que iban creciendo en luminosidad.

—¡Cógelo! —dijo Carroña, y lanzó el tapón a Shape.

Shape hizo un torpe intento de atraparlo, pero el objeto fue más listo que él, rodó entre sus dedos y golpeó el suelo. Siguió girando dentro de la Pirámide, mientras crecía su luminiscencia.

Shape apartó la vista del tapón para mirar el espacio que la ambiciosa luz estaba llenando. Soltó un pequeño gemido de terror.

—Espera —dijo Leeman Vol—. Solo puede haber un insecto que desprenda un hedor así.

—¿Y cuál es? —preguntó Carroña.

—Sacbrood —contestó Vol, con la voz llena de terror.

Carroña asintió.

—Oh, Dioses… —murmuró Vol y avanzó unos pasos hacia la puerta para ver mejor la multitud de dentro—. ¿Los pusiste tú allí?

—Yo sembré las semillas, sí —contestó Carroña—. Hace incontables años. Sabía que algún día los necesitaríamos. Tengo un asunto muy importante que encargarles.

—¿Cuál es ese asunto?

Carroña sonrió dentro del caldo de sus pesadillas.

—Algo grandioso —contestó—. Créeme. ¿Algo grandioso?

—Oh, puedo imaginarlo —dijo Vol—. Grandioso, sí…

Mientras hablaba, una extremidad de quizá dos metros y medio y dividida en varios segmentos espinosos apareció de entre las sombras.

Leeman soltó un grito de alarma y retrocedió desde la puerta.

Pero Carroña era demasiado veloz para él. Le asió el brazo y detuvo su avance.

—¿A dónde crees que vas? —dijo.

Con el pánico, las tres voces de Vol se pisaban unas a otras.

—Se están moviendo.

—¿Y bien? —dijo Carroña—. Nosotros somos los amos aquí, Vol, no ellos. Y si se les olvida, entonces se lo tendremos que recordar. Debemos controlarlos.

Vol miró a Carroña como si el Señor de la Medianoche estuviera loco.

—¿Controlarlos? —dijo—. Hay cientos de miles de ellos.

—Yo necesito un millón para el trabajo que quiero que hagan —dijo Carroña. Se acercó a Vol y le sujetó tan fuerte que Vol tenía que luchar por respirar—. Y créeme, hay millones. Estas criaturas no se encuentran solo en las Pirámides. Han cavado en la tierra que tienen debajo las Pirámides y se han construido colmenas. Colmenas del tamaño de ciudades. Cada una de ellas está repleta de celdillas, y cada una de esas celdillas, llenas de huevos, todos ellos listos para nacer con una sola orden.

—¿Tuya?

—Nuestra, Vol. Nuestra. Tú nos necesitas a mí y a mi poder para que te protejamos de la masacre cuando llegue el Día Final, y yo necesito tus bocas para comunicarme con el sacbrood. Es justo, ¿no crees?

—Sssí.

—Bien. Entonces estamos de acuerdo. Ahora escúchame, Vol: voy a soltarte. Pero no intentes huir. Si lo haces, no me lo tomaré bien. ¿Me entiendes?

—Eeeentiendo.

—Bien. Entonces… veamos qué aspecto tienen nuestros aliados de cerca, ¿te parece? —dijo, mientras le soltaba.

Leeman Vol no intentó huir, a pesar de que las plantas de sus pies lo estaban deseando.

—Protégete los ojos, Leeman —le instruyó Carroña—. Esto se iluminará mucho.

Introdujo la mano entre los pliegues de su ropa y sacó una docena de tapones luminosos. Volaron en todas direcciones, girando y desprendiendo luz. Algunos subieron hasta las alturas de la Pirámide, otros cayeron por agujeros que se habían abierto en el suelo, algunos salieron disparados a derecha y a izquierda e iluminaron otras cámaras y antecámaras. De los reyes y reinas que habían sido enterrados en las Pirámides para su descanso eterno con tanta panoplia no quedaba nada. Los sarcófagos que habían hospedado sus venerados restos habían desaparecido, igual que los libros y pergaminos sagrados que contenían las oraciones que se habían escrito para acompañarles sosegados al paraíso; no quedaba nada. Los esclavos, caballos y pájaros sagrados sacrificados para que sus espíritus escoltaran las almas reales en la Carretera Eterna también habían desaparecido. El apetito del sacbrood lo había devorado todo: oro, carne y hueso. La gran tribu devoradora se había quedado con todo. Lo había masticado y digerido.

—¡Mira! —exclamó Carroña mientras inspeccionaba los ocupantes de la Pirámide.

—Ya lo veo —dijo Vol—. Créeme, ya lo veo.

Ni siquiera Vol, quien tenía una enciclopedia de conocimientos sobre el mundo de los insectos, estaba preparado para el horror de las formas de esas criaturas; ni para su infinita variedad. Algunos de los sacbrood eran del tamaño de gusanos y estaban rodeados por grandes charcos de vida apestosa, con sus cuerpos siseando cuando se retorcían uno contra otro.

Algunos parecían tener cientos de extremidades y se escabullían en hordas por el techo, ocasionalmente girándose hacia uno de los suyos y sacrificándolo a su apetito. Algunos eran planos como hojas de papel y se deslizaban por el suelo sobre una película de babas.

Pero estos eran lo de menos. Había sacbroods del tamaño de luchadores obesos, otros tan grandes como elefantes. Y en las penumbras de detrás de esas enormidades había enormidades aún mayores, cosas que no podían comprenderse con un simple vistazo, porque su inmensidad desafiaba incluso a la mirada más ambiciosa. Ninguno parecía estar asustado por las luces que quemaban a su alrededor, ni siquiera después de haber pasado tanto tiempo entre penumbras. Más bien buscaban la luz con hambre, de modo que parecía que todo el contenido de la Pirámide se estaba moviendo hacia la puerta, dejando al descubierto sus terribles anatomías con más y más claridad. Sus extremidades producían sonidos secos como si fueran tijeras, sus dientes castañeteaban como monos encolerizados, sus garras se restregaban entre sí como las herramientas de un afilador de cuchillos. No había nada en sus siluetas que sugiriera bondad o compasión: eran malvados, puros y simples.

—Esto es mejor de lo que había imaginado —dijo Carroña lleno de orgullo perverso—. Qué terroríficos son.

Mientras hablaba, una criatura del tamaño de diez hombres emergió de la gran masa. Innumerables formas parasitarias, como piojos, trepaban por su cuerpo inquieto.

—¿Quieren matarnos? —se preguntó Vol en voz alta. Los insectos de su cabeza se habían refugiado en su cuello. Se le veía extrañamente vulnerable sin su presencia punzante.

—Esto nos lo dirá, me atrevería a decir, cuando tenga ganas de hacerlo —dijo Carroña observando a la gran criatura con una mezcla de respeto y prudencia.

Finalmente habló. La lengua que usaba, sin embargo, no era ninguna que Carroña conociera. Escuchó con atención, y después se giró hacia Leeman Vol para que le ayudara; Vol, a quien la bestia parecía reconocer como alguien que le entendería. De hecho le entendía. Empezó a traducir, al principio con cierta cautela.

—Ellos… esto… te da la bienvenida. Después ha dicho: «Nos estamos impacientando».

—¿De verdad? —dijo Carroña—. Entonces dile por mí: pronto, muy pronto.

Vol contestó a la bestia, quien siguió hablando inmediatamente con una voz gruesa y ondulante.

—Dice que han oído que hay intrusos en las islas.

—Hay uno o dos —dijo Carroña. Las tres bocas de Vol proporcionaron una traducción—. Pero nadie se interpondrá entre nosotros y nuestro Gran Plan.

La bestia habló de nuevo. De nuevo, Vol tradujo.

—Dice: «¿Lo prometes?»

—Sí —dijo Carroña, claramente irritado porque su honestidad fuera cuestionada por ese monstruo—. Lo juro. —Miró a la criatura desafiante—. Lo que hemos planeado sucederá —dijo—. No hay duda de ello.

En ese momento la bestia reveló que sabía más del arte de la comunicación de lo que había demostrado, ya que volvió a hablar, pero esta vez de un modo reconocible.

Habló despacio, como si juntara las palabras penetrándolas como fragmentos de una sierra; pero no había duda de qué había dicho.

—No… nos… engañarás… Car-ro-ña —dijo.

—¿Engañaros? ¡Por supuesto que no!

—Hemos… esperado… muchos… años… en… las… penumbras.

—Sí, yo…

—¡Hambre!

—Sí.

—¡Hambre! ¡Hambre!

El coro se alzó desde todos los rincones de la Pirámide, y de los túneles y los enjambres que había a miles de metros por debajo de ellos, y hasta de las otras Pirámides de las seis en que el sacbrood también se había extendido a lo largo de los años, y esperaban su momento.

—Entiendo —dijo Carroña, alzando su voz por encima del estruendo—. Estáis cansados de esperar. Y tenéis hambre. Creedme, os entiendo.

Sus palabras no lograron aplacarlos, sin embargo. Avanzaron hacia la puerta desde todas las direcciones, haciendo más evidentes sus horribles detalles a cada momento. Carroña no era ajeno a lo monstruoso —las canteras y los bosques y los campos de bichos de Gorgossium alardeaban de las innumerables formas de los abominables y los bastardos—, pero no había nada, ni siquiera allí, que fuera igual de nauseabundo que ese repugnante clan, con sus grupos de ojos gordos y húmedos y sus inacabables filas de extremidades arañando el aire espesado con putrefacción.

—Señor, deberíamos ir con cuidado —murmuró Vol a Carroña—. Se están acercando.

Vol tenía razón. Los sacbrood se estaban acercando demasiado para estar cómodos.

Los que estaban en el techo eran los que se movían con mayor celeridad, se escabullían por encima de los cuerpos de los otros con su tremenda velocidad y mudaban fragmentos vivos de sus cuerpos mientras lo hacían, y estos se retorcían sobre el suelo en el que caían.

—Sí que parecen muy hambrientos —observó Mendelson.

—¿Qué supones que deberíamos hacer con esto, señor Shape? —preguntó Carroña.

Shape se encogió de hombros.

—¡Alimentarlos! —dijo.

Carroña alargó el brazo de repente y agarró a Shape por el cogote.

—Si estás tan preocupado por su bienestar, señor Shape, quizá deberías sacrificar tu propia y apenada carne por su apetito, ¿no? ¿Qué dices?

—¡No! —dijo Shape, intentando liberarse mientras se retorcía.

—¿Dices que no?

—Sí, Señor, por favor, Señor. Le seré más útil vivo, lo juro.

—En realidad, Shape, no puedo imaginarte en ningún caso en el que me seas de utilidad.

Carroña alejó a Shape de un empujón. El hombre se tambaleó sobre su muñón y cayó sobre sus rodillas en la sombra de la bestia que había estado hablando con Carroña. Durante un momento fugaz, la cosa miró hacia abajo con algo parecido a lástima en su rostro deforme. Shape le dio la espalda y, después de levantarse, corrió por el suelo iluminado sin importarle estar adentrándose en la Pirámide, decidido a evitar tanto a Carroña como a la criatura.

Mientras se marchaba cojeando, oyó un ruido sobre él. Se quedó congelado en ese lugar y, en ese instante, una forma con púas e irregular —húmeda y vigorosa, y unida al techo por algún alargado material lleno de nudos— cayó sobre él. Shape gritó mientras este lo eclipsaba; después la cuerda viviente con la que la cosa estaba unida al techo arrastró su carga, y la criatura volvió a las sombras, con Shape en sus garras. Él llamó a su amo una última vez, pero su voz fue enmudecida por la bestia en cuyas garras había caído. Se produjo una serie final de pequeñas patadas lastimeras. Después tanto los quejidos como las patadas se detuvieron, y la vida de Shape llegó a su fin.

—Tienen instintos homicidas —le dijo Leeman Vol a Carroña—. Creo que deberíamos irnos.

—Quizá sí.

—¿Hay algo más de lo que quieras hablar con ellos?

—Ya he dicho y visto todo lo que quería —contestó Carroña—. Además, ya habrá otras ocasiones. —Se dirigió hasta la puerta, llamando a Vol mientras lo hacía—. Sal.

Incuso en ese momento Vol observaba las criaturas con una fascinación verdaderamente obsesiva, y su cabeza se movía a derecha y a izquierda, arriba y abajo, en su ansia por ver hasta el último detalle.

—¡Fuera, Vol, fuera! —le instó Carroña.

Finalmente Vol se apresuró hacia la puerta, pero incluso entonces se detuvo para echar la vista atrás.

—¡Vamos! —le gritó Carroña, tirando de la puerta para cerrarla—. ¡Rápido, antes de que salgan!

Varios de los sacbrood que se encontraban a pocos metros del umbral hicieron un último intento desesperado por llegar a la puerta y atascarla antes de que se cerrara, pero Carroña era demasiado rápido. La puerta de la Pirámide se cerró del mismo extraño modo en que se había abierto, y él volvió a girar rápidamente la llave en la cerradura y selló a los sacbrood en su prisión en forma de enjambre. Estos hicieron sacudirse las piedras de las paredes de la Pirámide en su frustración y causaron tal estruendo con su ira que las escaleras de piedra sobre las que se encontraban Carroña y Leeman Vol vibraron bajo sus pies.

Aun así, lo había hecho. Carroña retiró la llave de la cerradura con reverencia y la deslizó en el recoveco más profundo de sus ropas.

—Estás temblando —le dijo a Vol con una ligera sonrisa.

—Nnnunca había visto nada igual —admitió Vol.

—Nadie lo ha hecho —contestó el Señor de la Medianoche—. Y es por esto que cuando elija el momento y les libere, el terror y el caos se extenderán por todos los rincones de Abarat.

—Será como el fin del mundo —dijo Leeman, retirándose por las escaleras hacia la barcaza funeraria.

—No —dijo Carroña mientras le seguía—. En eso te equivocas. Será el inicio.

Días de magia, noches de guerra

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