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Capítulo 4 Lamento (El cuento del Munkee)

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Candy no perdió el tiempo temblando en la orilla. Había visto claramente, incluso cuando estaba a cierta distancia de la isla, dónde podía encontrar un lugar relativamente cómodo: en el bosque envuelto de niebla que se extendía a medio kilómetro de distancia de la playa. Provenía una brisa suave y cálida de los árboles, con un bálsamo que daba la bienvenida y tranquilizaba al mismo tiempo.

En ocasiones una de sus ráfagas parecía llevar con ella un fragmento de música: simplemente unas pocas notas, nada más, tocadas (quizá) con un oboe. Una música suave y cantarina que la hizo sonreír.

—Ojalá estuviera Malingo conmigo —se dijo a sí misma mientras avanzaba arduamente por la playa.

Al menos no estaba sola. Lo único que tenía que hacer era seguir el sonido de la música y seguro que encontraba al que la tocaba, tarde o temprano.

Cuanta más melodía oía más agridulce le parecía. Era el tipo de canción que su abuelo, el padre de su madre, el abuelo O’Donnell, solía cantar cuando era pequeña. Lamentos, las llamaba.

—¿Qué es un lamento? —le preguntó ella un día.

—Una canción que trata sobre las cosas tristes que hay en el mundo —le contó, en su voz un deje de raíces irlandesas—. Amantes separados, y barcos perdidos en alta mar, y el mundo lleno de soledad de una punta a la otra.

—¿Por qué quieres cantar sobre cosas tristes? —le preguntó Candy.

—Porque cualquier bobo puede ser feliz —le dijo—. Se necesita un hombre con un corazón de verdad —Cerraba la mano en un puño y la apoyaba contra su pecho— para ver la belleza en las cosas que nos hacen llorar.

—Sigo sin entenderlo…

El abuelito O’Donnell había rodeado su cara con sus grandes manos marcadas con cicatrices. Había trabajado en el ferrocarril gran parte de su vida, y cada cicatriz tenía su historia.

—No, claro que no —le dijo con una sonrisa indulgente—. ¿Y por qué deberías hacerlo? Una chiquilla dulce como tú, ¿por qué deberías saber nada de las penas del mundo? Solo créeme cuando te digo… que no hay manera de vivir tu vida plenamente y no tener ninguna razón para derramar alguna lágrima de vez en cuando. No es un sentimiento negativo, pequeña. Eso es lo que hace un lamento. Te hace sentirte feliz de estar triste, de un modo extraño. ¿Entiendes?

No lo había entendido. No realmente. La idea de que la tristeza pudiera de algún modo hacerte sentir bien era una idea difícil de comprender.

Pero ahora empezaba a entenderlo. Abarat la estaba cambiando. Durante el breve tiempo que había pasado viajando entre las Horas había visto y sentido cosas que nunca habría experimentado en Chickentown, ni viviendo allí mil años. El modo en que las estrellas parecían moverse cuando un viajero cruzaba la barrera entre una Hora y la siguiente, y constelaciones enteras caían lentamente del cielo; o cuando la luna, reflejando su resplandor en el mar, llamaba a una lenta procesión de peces desde las profundidades azules y púrpuras del Izabella, todos mostrando sus tristes ojos plateados al cielo antes de darse la vuelta y desaparecer otra vez en las penumbras.

A veces simplemente un rostro con el que se cruzaba, o una mirada que alguien le dedicara —incluso la sombra de un pájaro que estaba de paso— le producía una cierta melancolía. «Al abuelito O’Donnell le habría gustado estar aquí», pensó.

Estaba cerca del borde de los arboles neblinosos ahora, y solo un poco más allá de donde se encontraba ella empezaba un camino hecho de piedras de mosaico que formaban un patrón de espirales entrelazados que serpenteaban hacia el bosque. Era una extraña coincidencia que sus pies le hubieran conducido precisamente al lugar en el que empezaba el camino, pero el tiempo que había pasado en Abarat había estado lleno de coincidencias así; ya no se sorprendía. Así que simplemente siguió el camino.

La gente que había colocado el mosaico había decidido divertirse un poco con el diseño. Bailando fuera y dentro de los espirales había figuras que parecían animales —ranas, serpientes, una familia de criaturas que parecían mapaches de color verde—, que parecían listos para salir corriendo o escabullirse en cuanto un pie pisara cerca de ellos.

Estaba tan ocupada estudiando esa obra tan ingeniosa que no se dio cuenta de cuánto había avanzado. Cuando volvió a alzar la vista, la playa detrás de ella había desaparecido de su rango de visión, y estaba completamente rodeada por los árboles inmensos, con el follaje provisto de todo tipo de pájaros nocturnos.

Y seguía oyendo el lamento, en algún lugar de la distancia, aumentando y disminuyendo.

Bajo sus pies, los diseños en espiral del camino se volvían más extraños a cada paso, las especies de criaturas que habían entretejido con el diseño cambiaban a seres más fantásticos, como si la alertaran sobre el hecho de que su viaje estaba a punto de cambiar. Y en ese momento, delante de ella, vio el umbral de dicho cambio: un portal grandioso flanqueado por pilares elegantes que se alzaban entre los árboles.

Aunque las bisagras seguían en su sitio, y los restos de un robusto candado de hierro yacían esparcidos por el suelo, la puerta se la había comido algún que otro deterioro. Candy entró. La puerta ausente había custodiado un edificio de excepcional belleza. A ambos lados podía ver que las paredes estaban decoradas con frescos exquisitos que retrataban escenas felices y mágicas: paisajes donde la gente bailaba con tanta ligereza que parecía como si desafiaran la gravedad y se alzaran por el aire; o donde criaturas provistas de una belleza sobrenatural aparecían de las aguas juguetonas de ríos plateados.

Mientras tanto el lamento seguía sonando, con una melodía tan agridulce como siempre. Siguió la música a través de las habitaciones grandiosas, sobre cuyas rocas pintadas resonaba cada paso que daba. El palacio no había permanecido intacto al contacto con el bosque que le rodeaba. Los árboles, poseídos por una mutabilidad febril que les otorgaba más fuerza que a los árboles corrientes, habían forzado su entrada por las paredes y el techo, con una red de ramas cargadas de frutas tan parecidas a los paneles grabados y pintados intrincadamente que era imposible diferenciar dónde acababa el bosque muerto y dónde empezaba el vivo, dónde la pintura daba paso a las hojas y a la fruta y viceversa. Casi parecía como si los que habían construido ese lugar, los grabadores y los pintores, hubieran sabido que el bosque lo acabaría invadiendo y hubieran diseñado el lugar para que se desvaneciera sin protestas entre los brazos de la naturaleza.

Casi podía hasta evocar a la gente que había trabajado allí. Parecía fácil imaginar sus caras con el ceño fruncido mientras trabajaban en su obra maestra; aunque, por supuesto, era imposible que ella pudiera saber realmente quiénes eran. ¿Cómo podía recordar algo que no había presenciado? Y aun así las imágenes persistían y crecían más fuertes cuanto más avanzaba en el lugar. Vio en su mente hombres y mujeres trabajando a la luz de globos flotantes como si fueran pequeñas lunas, el olor de madera recién cortada y pintura recién mezclada impregnando el aire.

—Imposible —se dijo en voz alta, simplemente para dejárselo claro de una vez por todas.

Después de un rato se dio cuenta de que alguien le seguía el ritmo, moviéndose velozmente entre las penumbras. De vez en cuando vislumbraba una pequeña parte de su perseguidor —un destello de sus ojos, un borrón de lo que parecía un pelaje con rayas. Al final la curiosidad la venció. Gritó:

—¿Quién eres?

Sorprendentemente, recibió una respuesta gutural inmediata.

—Me llamo Filth.

—¿Filth?

—Sí. Filth el munkee.

Antes de que pudiera responder, la criatura apareció de entre los árboles y se posó, con las piernas arqueadas, delante de ella.

Se trataba sin duda de un mono, como había dicho, pero tenía un aspecto indudablemente humano en su rostro torcido. Sus ojos estaban ligeramente enfadados y su amplia y ridícula boca hospedaba un extravagante surtido de dientes, que mostraba cada vez que sonreía, lo cual hacía a menudo. Vestía con lo que parecían los restos de un antiguo traje de un circo: pantalones anchos a rayas atados con un cinturón podrido, un chaleco rojo, amarillo y azul bordado y una camiseta en la que había escrito «SOY FILTH». Todo el conjunto estaba cubierto de barro y trozos de comida podrida. El olor que desprendía era muy poco aromático.

—¿Cómo has encontrado el camino hasta aquí? —le preguntó a Candy.

—He seguido la música.

—¿Quién eres, por cierto?

—Candy Quackenbush.

—Un nombre ridículo.

—No más que Filth.

El hombre-mono levantó un dedo mugriento y, sin más preámbulos, se lo metió en la nariz y lo empujó dentro de su orificio mientras le daba forma de gancho para que el extremo saliera por el otro agujero. Candy hizo todo lo que pudo para no parecer sorprendida por si le daba ánimos.

—Bueno, entonces ambos somos ridículos, ¿no? —dijo, retorciendo su dedo.

Candy no fue capaz de seguir escondiendo su repugnancia.

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