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Capítulo 10 ¡Los engendros de han escapado!

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Candy tenía que pensar con rapidez. Houlihan no estaba a más a diez zancadas de distancia. Esta vez no permitiría que se le escapara de entre sus letales dedos. Le echó un vistazo a Methis, quien tenía la mirada posada en ella con una expresión desolada. El zethek seguía siendo peligroso. Seguía hambriento. ¿Era posible convertirle en un aliado?

Después de todo, ambos querían lo mismo en ese momento, ¿no es cierto?

Salir de ese lugar. Él fuera del alcance de los Scattamun, ella fuera del alcance de Houlihan. ¿Podrían conseguir juntos lo que no podían hacer separados?

Valía la pena intentarlo.

Después de liberarse de la señora Scattamun, consiguió llegar a un lado de la jaula y abrió de un tirón el pesado cerrojo de hierro.

Methis no parecía entender lo que había hecho, porque no se movió, pero la horrenda señora Scattamun lo entendió perfectamente.

—¡Maldita niña! —Se enfureció y volvió a agarrar a Candy y la sacudió violentamente. Al hacerlo, la golpeó contra la jaula y la puerta, que ya no llevaba el pestillo, se abrió.

Methis miró indolentemente por encima del hombro.

—¡Muévete! —le dijo Candy.

La señora Scattamun seguía sacudiéndola y llamando a su marido mientras lo hacía.

—¡Señor Scattamun! ¡Coge tu látigo! ¡Rápido, señor Scattamun! ¡El engendro nuevo está escapando!

—¡Sujete a la chica! —gritó Houlihan a la señora Scattamun—. ¡Sujétela!

Pero Candy ya había tenido suficientes sacudidas, gracias.

Le dio a la mujer Scattamun un buen codazo en las costillas. Esta expulsó un aliento amargo y soltó a Candy. Después se tambaleó hacia atrás.

El Hombre Entrecruzado se encontraba justo en medio de su paso. La mujer cayó sobre él —para su irritación— obstaculizando el camino hacia su víctima.

Candy llegó a los barrotes con rapidez y le dio un empujón a Methis, diciéndole que se pusiera manos a la obra. Esta vez sí que pareció entenderla.

Abrió la puerta de la jaula de un empujón y se escurrió fuera de esta rápidamente.

Antes de que estuviera fuera de su alcance, Candy se lanzó hacia él, agarró una de sus extremidades delanteras y se sujetó a él.

Mientras lo hacía, echó la vista atrás y vio a un Houlihan irritado tirando el sombrero de la señora Scattamun mientras luchaba por ponerse en pie. El sombrero se rompió en cuanto golpeó el suelo. El hedor de formaldehido invadió el aire. La señora Scattamun soltó un gemido.

—¡Mi chitterbee! —chilló—. ¡Neville, este hombre ha destrozado mi chitterbee!

Su marido no estaba de humor para consolarla. Había recogido su látigo para domar bestias y lo había levantado, preparado para golpear a Candy. Methis desplegó sus alas con un sonido cortante. Después corrió por el pasillo que se extendía entre las cajas, batiendo las alas, con Candy aún colgada de él.

—¡Vuela! —le gritó al zethek—. ¡O te volverá a meter en la caja! ¡Vamos, Methis! ¡Vuela!

Entonces se agarró con fuerza a la espalda de Methis como si le fuera la vida en ello.

Candy oyó el chasquido del látigo de Scattamun. Tenía buena puntería. Sintió una punzada de dolor alrededor de su muñeca, miró hacia abajo y vio que el látigo estaba enroscado en torno a ella y su mano tres o cuatro veces.

Dolía horrores, pero lo peor era que la hizo enfurecer. ¿Cómo se había atrevido ese hombre a alzar un látigo contra ella? Volvió a mirar por encima de su hombro.

—¡Tú… tú… engendro! —le gritó. Agarró el látigo con la mano, y por pura suerte, al mismo tiempo las alas batientes de Methis les alzaron a ambos en el aire. El látigo se soltó del agarre de Scattamun de un tirón.

—¡Oh, estúpido, eres un estúpido! —gritó la señora Scattamun, y agarró el mango del látigo que colgaba, mientras Candy se desembarazaba del otro extremo. Mientras Candy y Methis se alzaban en el aire, la señora Scattamun se tambaleó detrás de ellos entre las jaulas, reticente a soltar el látigo. Después de algunos pasos uno de los monstruos le izo la zancadilla con su pie de forma despreocupada y la hizo caer. Cayó con fuerza, y Candy dejó caer el látigo sobre la figura despatarrada. Seguía chillándole a su marido, con insultos que con cada sílaba se volvían más elaborados.

Puesto que el imperio de malformaciones de Scattamun no tenía techo, Candy y Methis pudieron alzarse libremente en un espiral que cada vez se hacía más ancho hasta que estuvieron quizá a quince metros sobre la isla. La escena de abajo se volvía más caótica por momentos. Los tres fugitivos de la zona de las bambalinas ya se habían adentrado en el espectáculo de bichos raros y pasaban por las otras jaulas para abrirlas con sus uñas y dedos, e incluso con sus ágiles colas.

A Candy le produjo una gran satisfacción ver cómo el pandemonio se intensificaba a medida que los miembros del bestiario de los Scattamun abrían sus jaulas y escapaban y golpeaban repetidamente a sus antiguos captores por las prisas de ser libres. Desde su elevada posición, Candy podía ver cómo las noticias de la fuga se extendían entre la multitud que paseaba por la rambla. Los padres inquietos tomaban a los niños en sus brazos mientras los gritos aumentaban:

—¡Los engendros se han escapado! ¡Los engendros se han escapado!

A medida que seguían ascendiendo, Candy oyó un ruido extraño proveniente de Methis y pensó por un momento que estaba enfermo. Pero el sonido que hacía, por extraño que pareciera, era simplemente risa.

Malingo, mientras tanto, se había refugiado detrás del puesto de Cerveza y Patata Dulce de Larval Peque, donde se había mantenido escondido de las miradas durante un rato, hasta que estuvo seguro de que no había peligro de ser capturado por el Hombre Entrecruzado. Había convencido a uno de los cocineros para que le llevara una jarra de cerveza roja y un trozo de tarta del peregrino, y estaba sentado entre los cubos de basura, bajando la tarta felizmente con la cerveza, cuando oyó a alguien allí cerca hablando con excitación sobre una chica que acababa de ver, volando por el cielo en las garras de un monstruo.

«Esa es mi Candy», pensó y, terminándose lo que le quedaba de la tarta del peregrino, oteó las nubes radiantes. No le llevó más de uno o dos minutos localizar a su señora. Estaba colgada de la espalda del zethek mientras volaban en dirección norte. Estaba muy feliz, naturalmente, de ver que no había caído víctima de Houlihan —cuyo paradero hacía un buen rato que había abandonado descubrir—, pero ver a su amiga haciéndose más y más pequeña mientras Methis la llevaba hacia el crepúsculo le hizo sentir miedo. No había estado solo en el mundo desde que había escapado de casa de Wolfswinkel. Siempre había tenido a Candy a su lado. Ahora debería ir a buscarla solo. No eran unas perspectivas felices.

Vio a la chica y a su montura alada minar incesantemente a causa de la suave penumbra del anochecer. Y después desapareció, y solo quedaron unas pocas estrellas, reluciendo de manera irregular en el cielo bajo que cubría Scoriae.

—Cuídate, mi señora —le dijo en voz baja—. No te preocupes. Estés donde estés… te encontraré.

Días de magia, noches de guerra

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