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Capítulo 5 Pronunciar una palabra

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Aunque todo su cráneo quedó de repente preso en la boca del zethek, Candy aún podía oír una cosa del mundo exterior. Una única estupidez. Era la voz chillona del Niño de Commexo, cantando su cancioncita eternamente optimista.

—¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! —chillaba.

Ofreció una pequeña oración en ese momento de oscuridad, dirigida a cualquier Dios o Diosa, de Abarat o del Más Allá, que quisiera escucharla. Era una oración muy simple. Decía simplemente: «Por favor, no permitas que ese Niño ridículo sea lo último que oiga antes de morir.» Y, gracias a las deidades, su oración fue escuchada.

Se oyó un ruido seco justo encima de ella, y sintió cómo se relajaba la tensión de las mandíbulas de Kud. Entonces sacó la cabeza de su boca. En ese momento la viscosidad de los peces que había debajo de ella jugó a su favor. Se deslizó por la alfombra de smatterlings justo a tiempo para ver a Kud derrumbarse sobre los peces. Apartó la mirada de este y levantó la vista para ver a su salvador.

Era Malingo. Estaba allí de pie con el martillo de Skebble en la mano. Sonrió a Candy. Pero su momento de triunfo fue breve.

Al instante siguiente, Kud se levantó con un rugido de su viscosa cama de peces y salió de debajo de Malingo, quien cayó de espaldas.

—¡Ah-Zia! —gritó Kud, posando su vista en el martillo que se había resbalado de la mano de Malingo cuando cayó. Kud lo agarró y se puso en pie. El resplandor en sus huesos se había convertido en una llamarada furiosa durante los últimos minutos. En las cuencas de su cráneo, dos puntos de rabia escarlata titilaban cuando volvió su mirada hacia Candy. Parecía algo propio de un tren fantasma. Blandiendo el martillo, se abalanzó sobre la chica.

—¡Corre! —gritó Malingo.

Pero no había a donde huir. Tenía un zethek a la izquierda y otro a la derecha, y detrás una pared sólida. Una sonrisa esquelética se extendió por el rostro de Kud.

—¿Tus últimas palabras? —dijo mientras levantaba el martillo por encima de su cabeza—. Venga —gruñó—. Tiene que haber algo en tu cabeza.

Curiosamente, sí que había algo en su cabeza: una palabra que no recordaba haber oído hasta ahora. Kud pareció ver la confusión en sus ojos.

—¡Habla! —dijo, golpeando la pared a la izquierda de ella con el martillo. Las reverberaciones resonaron por toda la bodega. Los smatterlings muertos se convulsionaron como si hubieran recibido un espasmo de vida—. ¡Háblame! —dijo Kud, golpeando la pared a la derecha de la cabeza de Candy. Una lluvia de chispas manó del lugar, y los peces saltaron por segunda vez.

Candy colocó su mano en la garganta. Había una palabra allí.

Podía sentirlo, como algo que hubiera comido pero no se hubiera tragado por completo.

Quería ser pronunciada. De eso estaba segura. Quería ser pronunciada.

Y ¿quién era ella para negarle sus ambiciones? Dejó las sílabas salir voluntariamente. Y las pronunció.

—¡Jassassakya -thiim! —dijo.

Por el rabillo del ojo pudo ver a Malingo incorporarse y retroceder sobre la cama de peces.

—Oh, Dios Lou… —dijo, y su voz calló con asombro—. ¿Cómo es que conoces esa palabra?

—No la conozco —contestó Candy.

Pero el aire sí. Las paredes la conocían. En cuanto las sílabas salieron de sus labios, todo empezó a vibrar en respuesta al sonido de lo que fuera que Candy hubiera dicho. Y con cada vibración el aire y las paredes repetían las sílabas a su extraña manera.

—¡Jassassakya -th um!

—¡Jassassakya -thiim!

—¡Jassassakya -th Um!

—¿Qué… has… hecho…, chiquilla? —dijo Kud.

Candy no lo sabía. Malingo, por lo contrario, sí.

—Ha pronunciado una Palabra de Poder —dijo.

—¿Ah, sí? —contestó Candy—. Es decir, sí. Eso es lo que he hecho.

—¿Magia? —dijo Kud. Empezó a alejarse de ella, y el martillo se le resbaló de los dedos—. Sabía que había algo en ti desde el principio. ¡Eres una bruja! ¡Eso es lo que eres! ¡Una bruja!

Mientras aumentaba el pánico del zethek, también lo hacían las reverberaciones. Con cada repetición ganaban fuerza.

¡Jassassakyath um!

¡Jassassakya -th Um!

¡Jassassa kya -thiim!

—Creo que deberías salid de aquí ya —Malingo le gritó a Candy mientras crecía el estruendo.

—¿Qué?

—He dicho: ¡fuera! ¡Sal!

Mientras hablaba avanzó a trompicones hacia ella entre los peces, que también vibraban con el ritmo de las palabras. Los zetheks no le estaban prestando atención, y Candy tampoco. Estaban sufriendo por los efectos de las palabras. Se estaban cubriendo los oídos con las manos, como si tuvieran miedo de que les dejara sordos, y quizá lo estaba haciendo.

—Este no es un lugar seguro para quedarse —dijo Malingo cuando llegó al lado de Candy.

Ella asintió. Estaba empezando a sentir la influencia angustiante de las vibraciones. Galatea estaba allí para subirla a la cubierta. Entonces ambas chicas se volvieron para ayudar a Malingo, alargando el brazo para agarrar sus largos brazos. Candy contó:

—Uno, dos, tres.

Y tiraron de él a la vez y le levantaron con una facilidad sorprendente.

La escena dentro de la bodega se había vuelto surrealista. La Palabra hacía vibrar la captura de forma tan violenta que parecía que los peces habían vuelto a la vida. En cuanto a los zethek, eran como tres moscas atrapadas en un frasco, impulsados de un lado a otro de la bodega, golpeándose contra las paredes. Parecía que habían olvidado todas sus posibilidades de escapar. La palabra les había vuelto locos, o estúpidos, o ambas cosas.

Skebble estaba de pie al otro lado de la bodega. Señaló a Candy y gritó:

—¡Haz que pare! ¡O vas a romper mi barco con las vibraciones!

Tenía razón sobre lo del barco. Las vibraciones de la bodega se habían extendido por toda la embarcación. Las tablas se sacudían de forma tan violenta que saltaban los clavos, la cabina del timón, ya agrietada, se balanceaba de un lado a otro, el cordaje vibraba como cuerdas de una guitarra gigantesca; incluso el mástil se mecía.

Candy miró a Malingo.

—¿Ves? —dijo ella—. Si me hubieras enseñado algo de magia ahora sabría cómo detener esto.

—Oye, espera —dijo Malingo—. ¿Dónde aprendiste esa palabra?

—No la aprendí.

—Tienes que haberla oído en alguna parte.

—No. Lo juro. Simplemente apareció en mi garganta. No sé de dónde ha venido.

—Si habéis terminado de hablar —voceó Skebble por encima del estruendo—, mi barco…

—¡Sí! —contestó Candy—. ¡Lo sé, lo sé!

—¡Inhálala! —dijo Malingo.

—¿Qué?

—¡La Palabra! ¡Inhala la Palabra!

—¿Inhalarla?

—¡Haz lo que te dice! —gritó Galatea—. ¡Antes de que el barco naufrague!

Ahora todo se sacudía al ritmo de la Palabra. No había ni un tablón ni una cuerda ni un gancho de proa a popa que no estuviera en movimiento. En la bodega, los tres zetheks todavía eran lanzados de un lado a otro, sollozando por clemencia.

Candy cerró los ojos. Aunque pareciera extraño, podía ver la palabra que había pronunciado en su mente. Allí estaba, clara como el agua.

Jass… assa… kya… thiim…

Vació sus pulmones por los orificios nasales. Entonces, manteniendo sus ojos cerrados con fuerza, respiró profundamente.

La palabra que había en su cabeza tembló. Después se quebró, y pareció volar en pedazos. ¿Era solo su imaginación o pudo sentir cómo volvía dentro de su garganta? Tragó con fuerza, y la palabra desapareció.

La reacción fue instantánea. Las vibraciones se desvanecieron. Los tablones volvieron a su sitio, acribillados por clavos. El mástil dejó de mecerse de un lado a otro. Los peces detuvieron su retozo grotesco.

Los zetheks se dieron cuenta rápidamente de que el ataque había acabado. Se destaponaron las orejas y sacudieron sus cabezas, como si quisieran volver a poner sus pensamientos en orden.

—¡Vamos, hermanos! —dijo Nattum—. ¡Antes de que la bruja pruebe algún otro truco!

No esperó a ver qué hacían sus hermanos ante su sugerencia.

Empezó a batir las alas con furia y se alzó en el aire, tejiendo un curso en zigzag por el aire. Methis estaba a punto de seguirle; entonces se volvió hacia Kud.

—¡Echemos a perder su captura!

Skebble soltó un alarido de protesta.

—¡No! —gritó—. ¡No!

Ignoraron su queja. Las dos criaturas se agacharon sobre los peces, y el olor más repugnante que Candy había olido en su vida subió desde la bodega.

—¿En serio?

Malingo asintió gravemente.

—¡La captura! ¡La captura! —gritaba Skebble—. ¡Oh, Dios, no! ¡No!

Methis y Kud creían que eso era terriblemente entretenido. Habiendo hecho lo peor que podían, batieron sus alas y se marcharon.

—¡Malditos! ¡Malditos! —chilló Skebble cuando pasaron volando.

—Ese era pescado suficiente como para alimentar a toda la aldea por media estación —dijo Galatea con tristeza.

—¿Y lo han envenenado? —preguntó Malingo.

—¿Tú qué crees? Huele ese hedor. ¿Quién podría comerse algo que huele así?

Kud se había refugiado ya entre las tinieblas, siguiendo a Nattum de vuelta a Gorgossium. Pero Methis estaba tan ocupado riéndose por lo que acababan de hacer que golpeó accidentalmente lo alto del mástil con su ala. Por un momento, luchó para recuperarse, pero perdió su potencia y cayó de nuevo hacia el Parroto Pattoro, golpeando el borde de la cabina del timón y rebotando sobre la cubierta, donde quedó inconsciente.

Se produjo un momento de silencio y sorpresa para todos los que se encontraban sobre cubierta. La secuencia entera de acontecimientos —desde que Candy había pronunciado la Palabra hasta que Methis se había estrellado— había durado como mucho un par de minutos.

Fue el viejo Mizzel quien rompió el silencio.

—¿Charry? —dijo.

—¿Sí?

—Coge una cuerda. Y tú, Galatea, ayúdale. Atad esta carga de porquería.

—¿Para qué?

—¡Hacedlo! —dijo Mizzel—. ¡Y rápido, antes de que ese maldito se despierte!

Días de magia, noches de guerra

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