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Capítulo 1 Dirección norte
ОглавлениеLa luminosidad del Infinito Carnaval de Babilonium no iluminaba todos los rincones de la isla, según pudo descubrir Candy al poco tiempo.
El zethek la condujo hasta una pendiente suave, al otro lado de la cual las luces estridentes de la fastuosidad, los desfiles, los carruseles y la psicodelia daban paso repentinamente al azul neblinoso de la noche temprana. El estruendo de la multitud y de las montañas rusas y de los charlatanes de las atracciones de feria se hacía más remoto. Pronto solo una ocasional ráfaga de viento traía consigo un toque de ese estruendo a los oídos de Candy, y después de un rato, ni siquiera eso. Ahora todo lo que oía era el chirrido de las alas del zethek y el ocasional rechinar sin encanto de la dificultosa respiración de la criatura.
Debajo de ellos, el paisaje era poco más que un descampado de tierra rojiza con algunos árboles solitarios desperdigados, todos ellos larguiruchos y desnutridos, con sombras que se alargaban hacia el este. De vez en cuando veía alguna alquería, con un par de campos cultivados al lado, y ganado acomodándose después de su ordeñado vespertino.
Aunque, por supuesto, allí siempre era la hora del crepúsculo, ¿no? Las estrellas nocturnas siempre se alzaban por el este; las flores se abrían para saludar a la luna. Sería una Hora agradable en la que vivir, con el día prácticamente acabado pero sin que la noche hubiera empezado. Era diferente, pensó ella, en el Carnaval. Allí las luces le prestaban al cielo una luminosidad falsa, y el estrépito ahuyentaba la doliente quietud que ahora la rodeaba por completo. Quizá era por eso que las Seis en punto había sido la hora elegida para colocar la aparatosidad del Carnaval: era una forma de defenderse de la Hora en que todo se oscurece, una forma de retrasar la oscuridad con risas y juegos. Pero no podía posponerse para siempre. Cuanto más al norte viajaban, más largas eran las sombras, y el tono rojizo de la tierra se oscurecía con tonos morados y negros, a medida que la luz desaparecía de forma ininterrumpida del cielo.
Candy hizo todo lo que pudo por ser un pasajero poco exigente. No se movía mucho y mantuvo la boca cerrada. Su mayor temor era que el zethek se diera cuenta de que ya no había peligro de ser capturado, diera media vuelta y volviera a Gorgossium.
Pero de momento la bestia parecía satisfecha volando en dirección al norte. Incluso cuando dejaron la costa de Babilonium y empezaron a cruzar el estrecho que había entre las Seis y las Siete, no mostró ningún signo de querer dar la vuelta. Pero sí que descendió hasta el nivel del agua y le echó una ojeada, buscando, o eso pensó Candy, algún pez en el agua al que llevarse a la boca. Candy esperaba que no viera nada, porque si sumergía la cabeza en el agua era muy probable que ella se cayera de su espalda. Por suerte, la oscuridad que les rodeaba y el viento que hacía ondular la superficie del agua hacían que fuera difícil detectar ningún pez, y volaron por encima del estrecho nebuloso sin ningún incidente.
La isla de Scoriae era visible delante de ellos, con el magnífico y ominoso cono del Monte Galigali en su corazón. Conocía muy poco sobre esta Hora, aparte de los pocos hechos que había leído en el Almenak de Klepp.
Mencionaba, según podía recordar, que antiguamente había habido tres hermosas ciudades en la isla —Gosh, Mycassius y Divinium— y que una erupción del Monte Galigali las había destruido a las tres, sin dejar supervivientes, o eso creía recordar. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde esa erupción, pero podía ver que los caminos larvarios habían marcado la isla con grandes cicatrices negras y que no había germinado ninguna semilla en ellos ni se había construido ninguna casa desde que la roca líquida se hubiera enfriado.
Solo había un lugar, en el extremo oeste de la isla, donde la penumbra y la esterilidad se habían sosegado en cierto modo. Allí se había apilado un banco de niebla pálida y maleable, como si protegiera el lugar, y naciendo de esta nube de movimientos suaves había un bosque de árboles altos.
Debía de ser una especie exclusivamente abaratiana, dedujo Candy; no había árboles en el Más Allá —al menos ninguno del que le hubieran hablado en la escuela— que pudieran crecer saludablemente en un lugar en el que solo se veía la última luz del sol en el cielo. Quizá esos árboles no se alimentaban de rayos del sol, sino de la luz que desprendían la luna y las estrellas.
La fatiga, y quizá el hambre, estaban haciendo mella en las habilidades voladoras de Methis. Se balanceaba de un lado a otro mientras volaba, a veces tan violentamente que la punta de alguna de sus alas rozaba las crestas de las olas. Sus pies también labraban el agua en alguna ocasión y provocaban salpicaduras frías.
Candy decidió que era el momento de romper su silencio y ofrecer algunas palabras de ánimo.
—¡Vamos a conseguirlo! —le dijo—. Solo tenemos que llegar a la costa. No queda más de medio kilómetro.
Methis no contestó. Simplemente siguió volando, y su vuelo se hacía más errático con cada movimiento de sus alas.
Candy ahora podía oír las olas chocando contra la costa, y su visión de los árboles cubiertos de niebla se hacía más y más clara. Le pareció un lugar en el que reposaría su cabeza y dormiría un rato. Había perdido la cuenta del tiempo que hacía que no disfrutaba de un sueño largo y placentero.
Pero antes tenían que alcanzar la costa, y ahora con cada metro que avanzaban esa parecía una posibilidad cada vez más y más remota.
Methis se estaba esforzando mucho; su respiración era cruda y dolorosa.
—¡Podemos hacerlo! —le dijo Candy—. Te lo prometo…
Esta vez la criatura exhausta le respondió.
—¿Qué quieres decir con «podemos»? No veo que tú batas tus alas.
—Lo haría si tuviera alas que batir.
—Pero no las tienes, ¿no es así? Solo eres una carga.
Mientras hablaba, el oleaje creció delante de ellos y una criatura gigantesca —no un mantizaco, sino algo que parecía más una morsa rabiosa— surgió del agua. Sus fauces con dientes irregulares se cerraron de golpe a pocos centímetros del hocico de Methis, y después el monstruo volvió a sumergirse en el mar, alzando una gran pared de agua helada.
Se produjo un momento de pánico cuando Methis volaba cegado por la salpicadura del agua, y lo único que podía hacer Candy era agarrarse a él y esperar que todo fuera bien. Entonces sintió un fuerte viento contra su cara y se sacudió el agua de los ojos justo a tiempo para ver que Methis estaba subiendo abruptamente para eludir un segundo ataque. Ella se deslizó hacia abajo por su espalda húmeda y seguramente habría perdido su sujeción y se habría caído si él no se hubiera estabilizado de nuevo.
—¡Malditos gilleyants! —gritó.
—¡Sigue debajo de nosotros! —le advirtió Candy.
El gilleyant estaba emergiendo de nuevo, esta vez gruñendo mientras sacaba su volumen inmenso fuera del agua. Después volvió a caer con otra gran salpicadura.
—Bueno, no nos está alcanzando —dijo Methis.
El encuentro había otorgado algo de frescura al zethek. Voló en dirección a la isla, manteniendo su nueva elevación, al menos hasta que estuvieron tan cerca de la costa que el agua no tenía más que uno o dos metros de profundidad. Fue entonces cuando volvió a bajar e hizo un aterrizaje muy poco elegante sobre la arena mullida de color ámbar.
Permanecieron tumbados en la playa durante un rato, jadeando de alivio y cansancio. A los dientes de Candy no les llevó mucho tiempo empezar a castañetear. Los retozos del gilleyant la habían empapado hasta los huesos, y ahora el viento hacía que se congelara.
Se puso en pie, rodeándose con los brazos.
—Tengo que encontrar un fuego o voy a coger una neumonía.
Methis también se levantó, con una expresión tan abatida como siempre.
—Me atrevería a decir que ya no nos volveremos a ver después de esto —dijo—. Supongo que debería desearte suerte.
—Oh, bueno, eso está bien.
—Pero no lo haré. Me parece que no haces más que causar problemas, y cuanta más suerte tengas más problemas causarás.
—¿A quién?
—A bestias inocentes como yo —gruñó Methis.
—¡Inocentes! —dijo Candy—. Viniste a robar pescado, ¿recuerdas?
—¡Oh, basta ya con esta charla mojigata! Iba a robar unos pocos peces. ¡Qué gran problema! ¡Por eso me das por todos lados con tu magia, me ponéis en una jaula y me vendéis a un espectáculo de bichos raros, y después me haces llevarte en mi espalda! Bueno, ¿sabes qué? Te puedes congelar aquí por lo que a mí respecta. —Batió sus alas con fuerza, de forma deliberada, dirigiendo la corriente helada en dirección a Candy. Ella tembló.
—Que te diviertas —dijo con una sonrisa burlona—. Con suerte, quizá el Galigali explota. Eso te mantendrá caliente.
Candy tenía demasiado frío como para malgastar palabras en una respuesta. Simplemente miró al zethek batir las alas violentamente para alcanzar velocidad de despegue y después ascendió torpemente en el aire. Se tomó un momento para buscar la dirección a Gorgossium, después se dirigió hacia allí por encima del agua, permaneciendo cerca de las olas mientras iba con la esperanza, presuntamente, de localizar algún pez desafortunado.
En menos de un minuto, había desaparecido de su vista.