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Campos de Castilla
Оглавлениеantonio machado
(sevilla, 1875 – colliure, 1939)
Vivimos en tiempos cínicos, donde calificar a alguien de honesto u honrado se acerca más al insulto o menosprecio que al elogio de una virtud. Sobre Machado, don Antonio, se levanta, a modo de espada de Damocles o de techo a punto de derrumbe, la amenaza de tal renombre por más que su consideración en el sistema educativo, así como los éxitos de las adaptaciones musicales de sus versos sigan haciendo de él uno de los poetas españoles más populares y conocidos, aun entre aquellos que no han leído ninguno de sus libros.
Algo semejante me atrevería a decir sucede con Castilla, que se ha quedado más que atrás en la historia, como un nombre, una realidad, un ente y una identidad que apenas consigue trascender su propia geografía, hoy rota y casi –o sin casi– vaciada de contenido político y literario. Si bien hace apenas un siglo constituía por sí misma una ideología y una concepción política de España, hoy carece de fuerza referencial.
Sin embargo, hace todavía poco tiempo, a propósito de lo que alguien llamaba «la eternidad de Campos de Castilla», se recordaba que, en lucha contra el tiempo y los desgastes y erosiones de todo tipo que acarrea, la gran poesía conserva un rasgo y gesto pertinente, a saber: la capacidad para permanecer por encima incluso de la popularidad del nombre y renombre del poeta. Todo un mérito en medio de eternidades tan breves como las que vivimos últimamente. La poesía de Machado, el bueno, es palabra en el tiempo y palabra contra el tiempo.
Escribe Olvido García Valdés, la también poeta, y de las grandes, que el poema vendría a ser la enunciación cabal de un yo poético que es un yo lingüístico, pero que la razón de existir de la poesía es también una «enunciación de realidad» que hace que recibamos el poema como campo de vivencia del poeta.
Y desde ese entendimiento, la Castilla del poema sería leída hoy –es decir, aceptada y asumida por los que a ella se acercan– como una doble experiencia: sensorial y cognitiva. Y ello no por cuanto es paisaje, aunque sin renunciar a él, sino por ser conciencia, proclamación, ecclesia de una voz, la del poeta, que sigue viva porque nos sigue hablando y en ese seguir –sí, poeta, te escucho– reside su mérito y condición literaria. «Imágenes, conceptos, sonidos –escribe Machado–, nada son por sí mismos; de nada valen en poesía cuando no expresan hondos estados de conciencia.»
Del empaque de aquella concepción de Castilla en virtud de la cual ésta es mito, alma y forma de sentir España –tan propia de la generación del 98, pero también de la iconografía y retórica falangista– no queda nada o, si acaso, un eco, más muerto que vivo, de un nacionalismo ajado –«envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora»– al que ninguna nostalgia es capaz de darle aliento.
Queda el poema, la voz:
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontrareis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo como los hijos de la mar.
*
Es una hermosa noche de verano.
Tienen las altas casas
abiertos los balcones
del viejo pueblo a la anchurosa plaza.
En el amplio rectángulo desierto,
bancos de piedra, evónimos y acacias
simétricos dibujan
sus negras sombras en la arena blanca.
En el cenit, la luna, y en la torre,
la esfera del reloj iluminada.
Yo en este viejo pueblo paseando
solo, como un fantasma.
*
Érase de un marinero
que hizo un jardín junto al mar,
y se metió a jardinero.
Estaba el jardín en flor,
y el jardinero se fue
por esos mares de Dios.
*
Mi paraguas, mi sombrero,
mi gabán… El aguacero
amaina… Vámonos, pues.
Dejando atrás flecos modernistas, los poemas avanzan entre encinares y roquedales hacia la meditación y la sentencia seca o sarcástica. Hay quien acusa a la poesía de Machado, don Antonio, de aburrida. Y sí, pudiera ser; al fin y al cabo, el aburrimiento es ese lugar del que para salir hay que ser capaz de imaginar. Un buen lugar donde permanecer algún tiempo. Palabra en el tiempo.