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Segunda antolojía poética (1898-1918)

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juan ramón jiménez

(moguer, 1881 – san juan de puerto rico, 1958)

Perfecto ejemplo de cómo la palabra poética puede pasar, en veinte años, de la cursilería a la exactitud. Toda antología, con ge o con jota, tiene algo de diario de viaje, de cuaderno de bitácora. Toda antología es la foto fija de un largo camino sin vuelta de hoja, el hilo rojo de una vida, acaso las miguitas de pan con las que el poeta trata de evitar el extravío.

En los primeros poemas de este libro de Juan Ramón Jiménez están todavía el tintineo modernista, la huella sonora de Darío, la sensibilidad cursi del adolescente que busca, perdido en la mímesis, su propia figura:

Y esa luz de bruma y oro,

que pasa las hojas secas,

irisa en mi corazón

no sé qué ocultas bellezas.

Luego se va despojando de espejismos y espejuelos semánticos; adiós a las aflautadas sonoridades, a los jardines prerrafaelistas y a las profundidades horizontales. Como si los ecos severos de algún canto popular le fueran podando el exceso de poetismo, el verso madura y cobra peso y vuela:

… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Después se hace esencia, esencialidad, sentencia abierta, sabiduría alegre, tristeza calma, amor y tacto. El egoísmo como espacio interior y cobijo, pero también como ventana para asomarse al mundo. Según avanza el libro, la voz poética adelgaza, pero gana peso, perfil propio, altura. Cada metáfora es ahora un cuchillo que se hunde en la cara oculta de lo ya conocido, siempre sin caer en el «supersticioso culto» a la imagen por la imagen. Los signos de admiración hablan en voz alta de aquello que los puntos suspensivos callan. El lector pasa las páginas, los poemas y los versos con el ánimo de quien se asoma, entre perplejo y deslumbrado, a la luz y la brisa de una mañana de primavera. Una de las virtudes de la poesía de Juan Ramón es su hermética claridad, sombras que iluminan, el llanto gozoso de quien en el dolor encuentra calma. Cierto que también su poesía padece en ocasiones inflación de intimidad, de narcisismo con zapatos nuevos y del «mira qué sensible soy», pero la exactitud de la palabra elegida se sobrepone: «el nombre exacto de las cosas». La emoción siempre es inteligente y no cae en el efectismo sentimental.

Pasan todas, verdes, granas…

Tú estás allá arriba, blanca.

Todas, bullangueras, agrias…

Tú estás allá arriba, plácida.

Pasan arteras, livianas…

Tú estás allá arriba, casta.

La antología es en este caso un viaje en el que la meta es el encuentro con el uno mismo: «¡Siempre, después, qué contento / cuando me quedo conmigo! / ¡Lo que iba a ser mi minuto / fue, corazón, mi infinito!»; donde el poema se hace autobiografía interior y fecha: «Diario de un poeta recién casado», se adentra en lo ignoto –«No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra»–; detrás de cada flor o jardín hay un enigma –«así es la rosa»–, y la poesía se transfigura en tiempo detenido –«En cada instante todo»–. Eternidades: «¡Qué plenitud de soledad, mar solo!».

¡Hojita verde con sol,

tú sintetizas mi afán;

afán de gozarlo todo,

de hacerme en todo inmortal!

La poesía española no sería la misma si no hubiese pasado por su voz.

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