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Cara de Plata

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ramón maría del valle-inclán

(villanueva de arosa, 1866 – santiago

de compostela, 1936)

Muchos de nuestros abuelos, e incluso algunos padres, conocieron la Edad Media: pueblos sin luz eléctrica ni agua corriente, barro y charcos en las calles; mulas, caballos y asnos eran animales de carga; ni papel higiénico ni cepillo de dientes y el campo era cuarto de baño y retrete; el cacique y la Guardia Civil eran el ordeno y mando; el cura y el maestro eran la autoridad moral; el derecho de pernada, medio de conseguir empleo; la vaca valía más que el abuelo. El campanario era el medio de comunicación; la muerte, amenaza y liberación; la mujer, fuerza de trabajo dentro y fuera de la casa, desahogo sexual y ama de cría; el campesinado era siervo y agradecido vasallo; la taberna, consuelo; la superstición, materia de ignorancia, y la borrachera, medio de expresión. No ha pasado tanto tiempo, ni cien años siquiera.

Y acaso no se encuentre en nuestra literatura un mejor retrato (más en clave, tono y color expresionistas que realistas) de ese tardomedievo que el que ofrecen las Comedias bárbaras, de Valle-Inclán, de las que Cara de Plata fue la última escrita, aunque ocupe el primer lugar si se atiende a la cronología de la acción teatral. Y acaso también nunca como en este drama, a rebosar de instintos y pasiones, de violencias, sangre, blasfemias, muerte, crueldad, barbarie y brutalidad, quepa mejor la pregunta sobre qué dejamos de leer cuando leemos teatro.

Y no tiene respuesta fácil porque el teatro es texto representado, visto, palpado con ojos y oídos. Es color y sonido, luces, vestuario, movimiento sobre la escena, tonos de voz, interpretación… ¿Y adónde va a parar todo eso cuando sólo leemos palabras? No escasean opiniones que argumentan que tal orden de pérdida y ausencias empobrece tanto la lectura que sería mejor ni intentarlo. Pero estas opiniones se olvidan de que la lectura es, ante todo, imaginación, que las palabras nos abren los ojos, que el lenguaje acarrea sonido y luz y tacto, y que al leer entramos en una realidad, en un escenario «escrito» en tercera o cuarta dimensión (la fantasía), máxime si esas palabras, divinas de tan humanas, son las palabras de Valle-Inclán. Abrimos la primera página y se abre el telón:

Alegres albores. Luengas brañas comunales, en los montes de Lantaño. Sobre el roquedo la ruina de un castillo, y en el verde regazo, las Arcas de Bradomín. Acampa una tropa de chalanes, al abrigo de aquellas piedras insignes.

Sobre ese fondo que las insoslayables acotaciones del autor trazan, comienza esta tragedia donde el vino, el deseo, la lujuria, los celos, la humillación, el rencor, el sometimiento, el brillo del oro, la soberbia y la miseria van a ser elementos importantes. Alrededor de las figuras de don Juan Manuel de Montenegro, sombra grotesca del Falstaff shakesperiano, de la sobrina del abad, que vive acogida en el pazo, y de Cara de Plata, el hijo segundón del mayorazgo, se levanta el tejido, tosco, áspero, fuerte, de vidas y destinos. Es la representación teatral de aquellos enemigos del alma de los que habla el catecismo: el demonio, el mundo y la carne. El demonio encarnado en el poder arbitrario e impune del hidalgo –«¡Tengo miedo de ser el diablo!»–; unas gentes embrutecidas por la superstición, las hambres y la religión –«¡Cristo! ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Santísimo Cristo azotado! ¡Ciérrate, noche! ¡Cubre este espanto!»–; la carne como prisa y deseo –«Entra y toma mi cuerpo si lo quieres, pero no me maltrates, tesorín»–.

Leer a Valle-Inclán es todo un lujo literario; desde los ecos del modernismo de Darío –«Tiene la niña esa expresión triste que tienen las dalias en los floreros»–, hasta los excesos e hipérboles del esperpento –«Soy el peor de los hombres. Ninguno más llevado de naipes, de vino y mujeres. Satanás ha sido siempre mi patrono. No puedo despojarme de vicios. Me abraso en ellos»–. Lo dicho: el demonio, el mundo y la carne.

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