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La deshumanización del arte
Оглавлениеjosé ortega y gasset
(madrid, 1883 – madrid, 1955)
La escritura nace ligada a las élites, a una cultura elitista que a su vez alimenta e identifica a esas élites. La literatura, al ser escritura, está ligada a ese destino, es parte de esa cultura de élites por cuanto el acceso y el disfrute de esa cultura requieren educación y tiempo, con lo que ello implica de patrimonio y estatus. La llegada de la imprenta, la extensión de la educación entre la burguesía, así como el nacimiento y desarrollo de la cultura de masas pusieron en cuestión esa relación entre la cultura y las élites. La literatura que se ha venido forjando como parte de esa cultura se ve golpeada inexorablemente por la nueva situación. El acceso creciente de una mayoría de la población, al menos en el contexto occidental, a la escritura y a la lectura cuestiona ese elitismo histórico que había devenido en verdadera naturaleza de la literatura. En consecuencia, y ya desde los finales del siglo xix, aparecen resistencias de la literatura a perder su identidad de origen, resistencia que vemos aflorar en un Baudelaire, un Mallarmé o un Marcel Proust, y que se intensificará con la llegada de la sociedad de consumo de masas. Si las masas consumen literatura, ¿de qué literatura seguirán sirviéndose las élites para reconocerse y ser reconocidas como tales élites? En ese contexto cultural aparece La deshumanización del arte, libro llamado a ejercer sobre el mundo literario español una perseverante influencia que llega hasta hoy, y con el que Ortega y Gasset viene a tranquilizar a la nueva aristocracia del espíritu.
La naturaleza de las élites reside no en el mérito, que las élites suelen utilizar a modo de argumento de autodefensa, sino en la escasez. La elitocracia no puede ser, por definición, numerosa –demos–, sino restringida –aristos– o escasa –oligo–. Se trata, por tanto, de delimitar una cultura para pocos, poco accesible, ya por su coste económico, ya por la dificultad intrínseca vía la sofisticación, el hermetismo, la tautología o la autorreferencialidad, la opacidad o el distanciamiento de las formas y las áreas de interés más general.
Desde las primeras páginas, el autor de La rebelión de las masas, al abordar el tema de la impopularidad del arte nuevo, descarga con provocativa contundencia sus opiniones sobre las relaciones entre el arte y lo social:
Tomar el arte por el lado de sus efectos sociales se parece mucho a tomar el rábano por sus hojas o a estudiar al hombre por su sombra. Los efectos sociales del arte son, a primera vista, cosa tan extrínseca, tan remota de la esencia estética, que no se ve bien cómo, partiendo de ellos, se puede penetrar en la intimidad de los estilos.
Lo dice así, con tal empuje, resolución y sentencia que no puede uno menos que preguntarse contra qué o quiénes se está pronunciando. Y pronto él mismo lo aclara: contra el gusto de una masa que está mostrando falta de interés, cuando no rechazo, hacia el arte nuevo –«impopular por esencia: más aún, es antipopular»– que está emergiendo en España. Quedaría así manifiesta su estrategia retórica y deportiva: no hay mejor defensa que un buen ataque. Después de esto, a ver quién se atreve a coger el rábano por las hojas.
De momento Ortega va a seguir insistiendo en el ataque. No se trata de que el arte nuevo sea antipopular por una mera cuestión de gusto, sino en razón del hecho, de naturaleza cognitiva, de las entendederas de la mayoría: «La masa no lo entiende». Y prosigue: «Lo característico del arte nuevo, “desde el punto de vista sociológico”, es que divide al público en estas dos clases de hombres: los que entienden y los que no entienden». Esto implica que los unos poseen un órgano de comprensión que se niega, por tanto, a los otros: «Dos variedades distintas de la especie humana». Y claro, sigue argumentando el maestro, la masa, mal acostumbrada y halagada por la creencia que late bajo toda la vida contemporánea –«el falso supuesto de la igualdad entre los hombres»–, enfadándose por estos distingos, se niega a aceptar esta minusvalía. Consecuencia: «Dondequiera que las jóvenes musas se presentan, la masa las cocea».
En opinión de Ortega, a la gente vulgar lo que le gusta del arte es la presentación de los destinos humanos con sus amores, odios, penas, alegrías, es decir, conmoverse «con los destinos de Juan y María o de Tristán e Iseo, y a ellos acomoda su percepción espiritual». Gentes que, cuando miran el jardín desde detrás del cristal de la ventana, al ser incapaces de detener y acomodar su atención sobre el vidrio, se imposibilitan para ver, entender, el arte: «El objeto artístico sólo es artístico en la medida en que no es real».
Se trataría, por tanto y aunque sea imposible un arte inmaculado, de procurar «la purificación del arte» eliminando, se entiende, los elementos humanos, demasiado humanos, que dominaban en la producción romántica y naturalista. De ahí la tendencia de la nueva producción artística a deshumanizar el arte. Consecuencias: los productos realistas sólo parcialmente son obras de arte, la emoción es una deslealtad y esa ocupación con lo humano de la obra es, en principio, incompatible con la estricta fruición estética. Vida es una cosa, poesía es otra, y la misión del poeta «es inventar lo que no existe».
Desde estas premisas –que si no propugnan, claramente alientan– «los que entienden», los que disfrutan de la verdadera fruición estética, deberían recelar, a fin de evitar su desnaturalización, de toda pretensión, sociológica o ideológica, que reclamase o propusiese para el arte cualquier sentido o función que fuera más allá de su propia razón de ser: el nuevo uso técnico que el artista hace del material estético que le antecede: «ampliar fronteras». El arte en cuanto manifestación formal. El arte nuevo como el arte que se sirve en sus obras de los apreciados recursos de la metáfora, la ironía y el humor. El procedimiento técnico a modo de autosuficiencia. El arte como autorreflexión. Conecta así Ortega con el concepto de «autonomía» de la obra de arte, en la medida en que ésta es una entidad capaz de autogobernarse y de otorgarse a sí misma sus propias leyes.
Lo que Ortega no aclara, ni tampoco quienes abogan por dicha autonomía o la fiscalizan, es la forma en que esas leyes se elaboran, proclaman y ejecutan. No al menos de manera explícita, porque la propia escritura de La deshumanización del arte, además de otros escritos suyos sobre cuestiones estéticas, son justamente ejemplo de cuáles son las instancias legisladoras sobre qué es arte con autonomía o qué constituye una violación de ésta. Es ahí, en esa capacidad legislativa que se le concede, donde reside la influencia de este libro.