Читать книгу Mujeres por la mitad de la vida - Cristina Wargon - Страница 10

Оглавление

1. Embrollada defensa de las desordenadas

Vamos a reconocerlo ya; es un tema a discutir si el tiempo acentúa nuestras virtudes, pero está fuera de toda polémica que vuelve insoportable los defectos. Esto ocurre por ejemplo con las desordenadas, tema del cual, sé mucho. ¡Snif!

Las desordenadas, somos un grupo minoritario de mujeres, que solemos tener manías parecidas. Una de ellas es afirmar tan campantes: “No te metas con mi desorden porque después no encuentro nada”. A fuerza de ser sincera, debo reconocer que son puras mentiras. Quien, como la abajo firmante, ha llegado a perder adentro de una casa una gallina viva —lo juro y tengo testigos—, puede asegurar que hay algo raro en nuestra desordenada naturaleza. En la fábrica se nos perdió una arandela o en la nursery le echaron petróleo a nuestra mamadera. Si antes no me internan, o no perdí la computadora por el camino, les explico.

Ni orden ni progreso

Cuando alguien llega a mi transcurrida edad, se ve tentada a endilgarle este descontrol cotidiano, que es la vida en el desorden, al inexorable paso de los años. Sin embargo, cualquier desordenado profesional puede recordar la voz de su madre desde que se tiene uso de oreja vociferando porque crecen helechos carnívoros en el lugar donde deberíamos guardar las muñecas. O la implacable letra de la maestra que jamás nos puso un diez porque “la alumna debe ser más ordenada”.

Quiero decir que profesional del desorden se nace, y luego el mundo se encarga de confirmar, se encarga de perfeccionarnos hasta lo insoportable. Y como, lamentablemente para nosotras, los ordenados son mayoría y, hay que reconocerlo, nosotras no somos gente fácil cuando de compartir espacios se trata, realmente la pasamos mal. Es por eso que por lo menos una vez a la semana tratamos de solucionar el tema y lo agendamos un día lunes en la agenda que, por supuesto, el lunes está perdida.

Radiografía del despiste

El caos que siembra y cosecha una desordenada no viene de una sola semilla; es como si fuéramos el fruto de un jardinero loco que cruzó paltas con choclos. ¿Qué hay en nuestras cabezas, qué oscuros remolinos sacuden nuestros corazones, qué inexpugnable magia explica que haya tenido que coser mis vaqueros con hilo blanco, porque el azul estaba desaparecido, y lo terminé encontrando quince días después adentro de la heladera?

Ya que estamos en tren de mea culpa, debo aclarar que la descripción que sigue no intenta salvar ninguna honra; más bien es un pedido de piedad al gremio de los normales.

Veamos entonces con qué se prepara este cóctel. Hay una dosis de la más pura vagancia (estoy segura de que el hilo fue a dar allí porque, por ejemplo, la última vez que lo usé tenía más cerca la huevera que el costurero). Existe una considerable porción de amnesia, y hay algo de estar pensando siempre en algo distinto de lo que estamos haciendo; ciertos cortocircuitos sistemáticos en la sesera que nos hacen pasar de una cosa a la otra sin emprolijar ninguna. Creo que la única demostración gráfica de lo dicho sería observar cómo queda la cocina cuando hemos terminado de preparar cualquier cosa que exceda a una hamburguesa. Nuestro grito altanero: “¡Después limpio yo!”, no termina de consolarnos ni a nosotras mismas y no consigue ni un poquito de piedad de los espectadores.

Lo cierto es que si bate todo lo anterior podrá obtenerse un desordenado en estado casi puro. Siempre en la misma línea defensiva, las desordenadas suelen mentar el caso de Einstein, que con frecuencia se ponía medias distintas. ¡No lo creáis! Él era un genio que mientras confundía los zoquetes medía el universo… Una ha salido hasta con zapatos cambiados a la calle y nunca supo siquiera la tabla del nueve…

Veamos ahora las consecuencias.

De papelones que una quisiera olvidar

Vivir en el caos es una manera de andar permanentemente en una montaña rusa con un riel flojo. Una sabe que en algún momento va a saltar, pero no sabe cuándo y no tiene modo de detenerse a ajustar los tornillos. Y efectivamente: salta y generalmente… en público.

Vaya una anécdota: estoy saliendo para el ginecólogo y al ponerme el pantalón lo engancho con un taco y el ruedo se descose entero. No hay tiempo para nada y los otros pantalones están aún en peores condiciones. Astutamente, agarro la cinta scotch y lo pego. Queda una mezcla de encomienda con matambre, pero por fuera no se ve y el ginecólogo tiene un biombo; me cambio atrás y nadie se da cuenta. Cuando vuelva (léase: nunca) lo coseré. Todo va bien pero justo ese día no estaba el biombo… Estuve dos horas tratando de sacarme el pantalón sin que él notara el desastre, pero fue inútil: lo vio. No sé qué opinión tendrá de mí ni la sabré nunca… Jamás volví a buscar mi papanicolau.

Recuerdo también, con particular consternación, una charla de trabajo con un señor bastante desconocido ante el cual debía intentar parecer una persona seria. Estaba sentado en mi oficina, le había servido un café y la charla tenía todos los visos de profesionalidad que la cuestión requería cuando, con espanto, vi salir debajo de su trasero una prenda negra. En un comienzo no estuve segura si le pertenecía, la cuestión también me daba un horror cortazariano: un señor con bigotes ¡y al que le asomaban puntillas negras por debajo de las caderas!… Con disimulo me calé las gafas y, bien visto, el señor estaba sentado… sobre unos calzones míos, que jamás sabré cómo carajo habían ido a parar allí… Tal fue mi estado de confusión que no recuerdo cómo terminó el encuentro. Creo que lo empujé por el hueco del ascensor y jamás volví a contestar o devolver sus llamados, ¡que una es desprolija, pero pudorosa!

Búsqueda salvaje

Amén de los papelones que se deben sufrir por el desorden, hay un rubro adicional: la permanente búsqueda de todas las cosas que se nos pierden.

La lista es infernal pero se destacan los clásicos: los anteojos, las llaves, la billetera, la agenda, documentos, tarjetas y cualquier cosa relativamente pequeña que en cuanto la dejamos, olvidamos dónde. Además, se desplazan arteramente. ¡Que alguien me explique por qué he llegado a encontrar los anteojos adentro del horno y las llaves junto al cepillo de dientes!

La cuestión comienza a complicarse cuando los objetos se obstinan en desaparecer para siempre. Debo tener el récord mundial de tarjetas Banelco perdidas: o me las olvido en la boca del cajero, o no tengo la más remotísima idea de dónde las puse. Sólo sé que en el banco palidecen cuando me ven entrar y noto que los empleados se codean detrás del mostrador. ¡Es tan incómodo!

El plano más doméstico es penoso: la heladera parece una pesadilla del Dr. Frankenstein cuando guardaba pedacitos de cosas para hacer el monstruo (las desordenadas somos también indecisas: “¿Tiro este resto de ensalada?, es seguro que mañana nadie la come pero, y ¿si viene la guerra y nos hace falta?”). Sé que quien ha convivido conmigo en algún momento tuvo ganas de retorcerme el gaznate cuando pregunté por millonésima vez: “¿No lo viste… porque estoy segura de que lo dejé en…?”.

Como he sobrevivido, debo un profundo agradecimiento a los que no me han asesinado y una disculpa al mundo en general, en mi nombre y en el de mi gremio, por idénticos motivos. Porque todavía les espera lo peor.

Intentando consuelos

A pesar de todo, a lo largo de la vida he encontrado algunos consuelos en ser un despelote caminando:

1.Me ha mantenido saludable. Porque antes de dejar pasar un médico de emergencia en medio del Chernobyl que es mi casa a media noche, decido que en realidad estoy bien. La salud, insisto, es un tema de convicción.

2.Entiendo como nadie el sentido y la gratificación de los versos de Borges: “Y que tiene el sabor de lo perdido, de lo perdido y lo recuperado”.

3.He evitado varias veces el suicidio. Para tomar tal decisión primero debo ordenar la casa para que mis deudos no me saquen el cuero post mortem, por lo que se me pasan en el acto las ganas de morirme.

4.He acentuado mi diálogo interior, “pero la puta digo, dónde lo puse…”. Es cierto, es monotemático.

5.En mitad de mi vida, a veces tan lisita, siempre corre un ardiente chorro de adrenalina. Reconozco que hay motivos más exultantes para andar estimulada, pero igual con modestia, se agradecen. Así de humilde se vuelve una con los años.

¡Caramba, se me termina de perder la “o”!

Mujeres por la mitad de la vida

Подняться наверх