Читать книгу Mujeres por la mitad de la vida - Cristina Wargon - Страница 18
Оглавление9. Horrendas cosas que le pasan al cuerpo
“Es muy difícil cumplir los cincuenta años sin volverse loca”, dice una prestigiosa colega. Supongo que le pasó como a todas: en algún momento se miró en el espejo. Pero no en cualquier momento, sino en ese instante de iluminación y espanto, cuando de golpe se ve todo lo que fue ocurriendo de a poquito. Es un instante metafísico, tal vez hepático, seguro que con los anteojos puestos. Es ese breve y cruel relámpago cuando se cae el velo de toda autocomplacencia y allí, está, sin previo aviso: ¡nuestra cara! ¿En qué momento me pasó? ¿Quién es esa persona de cara redonda, ojitos porcinos, rulos de ovejas y con arrugas? De allí en más, una comienza una minuciosa y cruel revisación del cuerpo.
Procure que no le ocurra un lunes. Una semana no alcanza para remontar la depresión.
La era de la colita
Nada importa que aún tenga el corazón animoso y se sienta como si ayer nomás hubiese terminado con el acné juvenil. Lo que el espejo ha dicho es inexorable y no ocurre solamente en la cara; todo el cuerpo se desplaza y muta, tan sutil, tan lentamente, que un día una se despierta con la asombrosa sensación de que no tiene más culo… ¡y es que se corrió de lugar!
Las mujeres tardamos mucho en descubrir que un buen trasero es una formidable arma de seducción, porque como fetichismo público apareció recién en la década del ochenta. Digamos que cuando mi generación era joven, el culo no se usaba. Primero atendimos a las lolas, los ojos, la cara y sólo con el tiempo incorporamos las posaderas al calor de tanto piropo masculino, de escasa finura pero exaltado entusiasmo. De cualquier modo, una vez descubierto el trasero, llegará el día en que notemos cierta tendencia a desplazarse hacia abajo. Con la inocencia de los ignorantes, pensamos entonces que eso es lo peor que nos puede pasar.
•Según la resignación de cada una vendrá el gimnasio para endurecer, levantar, y, básicamente, dejar los bofes. Otras habrá que busquen el jean que “te lo forme”, o el pantalón que lo disimule. Pero eso que nos ha ocurrido no es lo peor.
•Si ustedes prestan atención, podrán descubrir que las mujeres muy ancianas tienen cierto aspecto de varón, no sólo por los bigotes sino porque la menopausia produce lo que científicamente se llama: “aumento de la medida escapularia”. O sea y para ser breve: con el correr de los años el culo termina en la espalda. ¡Dios nos salve y demore mucho en llegar!
Sobre panzas
Cualquier gordita profesional sabe que después de una noche de ayuno, una se despierta con la panza hundida o al menos chata. Con el tiempo, ésta se hace más reacia a desaparecer en tan pocas horas y requiere matarse de hambre algunos días y un poco de gimnasia. Sin embargo, muchachas, les aviso que lo peor está por llegar, y lo peor es “la panza para siempre”. Así como el culo se sube, aparece una pancita irreductible, por flaca que se sea, y como viene acompañada por una desaparición de cintura (que no tengo idea adónde se va), el conjunto es cincuentón.
Sobre brazos
En general, lo que más desconsuela es lo imprevisible. Que las lolas se caen ya lo sabemos todas, y también sabemos que se pueden poner en su lugar y aún más hermosas con un cirujano competente (las desgracias que tienen solución, son apenas percances).
Pero nadie avisa a tiempo de los brazos. ¿A quién le importan los brazos? Apenas han servido para tomar un ómnibus, parar un taxi, dar abrazos, revolver un puré y poca cosa más. Entonces nos cuidamos las uñas con prolijidad, tal vez nos pasemos una crema por los codos… Hasta que un día… ¡los brazos flamean! Del codo para abajo, se mantienen, del codo para arriba se transforman en algo que aletea. Asqueroso y desesperante. Tarde nos enteramos que con sólo hacer cien pesitas por día, la catástrofe era evitable. Claro que había que comenzar a los veinte, no a los cincuenta, lo que plantea una paradoja imposible de superar para esta generación, porque a los veinte estábamos demasiado ocupadas como para perder tiempo boludeando con pesitas. En mi caso, con dos hijos para criar, y una revolución para hacer, apenas si me alcanzaba para armarme la toca y depilarme.
Pero además, desde la perspectiva de los veinte, los cincuenta no existen; esa es la edad de nuestras madres, a la que nunca llegaremos. Porque la vejez es siempre algo que les ocurrirá a los otros.
Las perlas de tu boca
Hemos llegado aquí a un valle de consuelo. Hay algo de atroz en los dientes o en su pérdida; por lo pronto, el silencio. Curiosamente, la gente, en los momentos de intimidad, puede hablar con galanura de cosas vergonzantes. Cuenta de su anorgasmia o su impotencia, de infidelidades o eyaculación precoz, de su bisexualidad o su homosexualidad, pero nadie dice (¡malditos sean!) que tiene una prótesis dental.
Así fue como, dueña de una dentadura preciosa y desconociendo lo que era una caries hasta el primer embarazo, siempre pensé que a los demás les pasaba lo mismo. Por eso cuando se me cayó la primera muela, lo tomé como un síntoma de la edad y tuve una crisis existencial secreta pero estruendosa. Nada, ni la primera cana, ni la independencia de mis hijos, ni los divorcios, me produjeron un efecto tan devastador. Uní la pérdida de esta muela a la vejez más abyecta y creí ser la única persona en el planeta en padecer este escarnio. Sentí mi femineidad afectada, como si me hubieran sacado una teta pero peor, porque al menos ahora te ponen tetas de plástico y no se te andan perdiendo por ahí.
La muela fue reemplazada por otra agarrada con dos clavitos. Se me salía, la escupía, la guardaba en una cajita o en casos de urgencia en la cartera, y finalmente la perdía y debía hacerme otra, llorando por la humillación y porque salen una fortuna.
Recurría una vez más a las revistas femeninas en busca de consejo y consuelo, pero, aunque me explicaron “cómo hacer para que el degenerado que le hace llamadas obscenas se case con usted”, no encontré ni una palabra sobre dientes caídos. Saqué entonces una conclusión equivocada: ninguna mujer en este mundo perdía una muela en la mitad de una conversación. Más aún, no la perdía nunca. Todas tenían dientes perfectos, sonrisas arrasadoras y fijas. Ergo: yo era un monstruo que ingresaba a mis cincuenta desmuelada.
Sin rendirme me embarqué en una investigación entre las mujeres, por la que llegué a resultados sorprendentes. No es cierto que la muela se te caiga a los cincuenta. Encontré postizos desde los veinte años y anécdotas estremecedoras aún entre adolescentes. Es hora de hablar, entonces, para consuelo de muchas mujeres de este mundo. Si tenéis un diente postizo, no os preocupéis. Eso no es por los cincuenta. ¡Hasta Nefertitis tuvo uno! Lo acabo de inventar, pero suena lindo.
De cualquier modo, ante este penoso inventario cabe preguntarse: ¿es que no pasará nada realmente bueno a esta edad?
Miremos el próximo capítulo.