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2. ¿Quién da cuenta de los cincuenta?

Los cincuenta no son una edad. Son un karma, un silencio, un disimulo, una catástrofe o un pedido de “un poquito más, por favor”. Cuando los cumpla hablaré de los míos. Ahora sólo me interesa describir algunos de los muchos cincuentas que andan dando vueltas por ahí. Lea, anótese, calle y, si puede, sonría.

Encasillando

Las mujeres que han llegado a los cincuenta pueden dividirse en vírgenes, solteras y casadas (pueden tener uno o dos divorcios atrás). Como la soltería y la virginidad me parecen enfermedades contraídas por propia voluntad, me referiré sólo a las casadas. Luego de una prolija mirada, da la impresión de que en este momento de la vida se las puede agrupar así:

Las “Total…”.

Y en esos puntos suspensivos entra la resignación de Job y de todos los mártires cristianos.

Présteme su mano izquierda y déjeme que le adivine la suerte.

Usted está casada con un señor que si no fuera miserablemente mediocre se lo podría considerar como un reverendo hijo de puta, pero no da para un adjetivo tan rotundo.

Nada en él es demasiado descollante. No la golpea, no se emborracha los días de semana. Hasta su teléfono suena bajito. Quizá sólo usted sabe que, entre su persona y el felpudo, él prefiere el felpudo porque no habla.

A veces, amiga, usted desearía ser tan tonta como él piensa, para al menos no darse cuenta. Pero usted no es tonta, aunque tampoco lo suficientemente audaz como para haberse ido dando un portazo a los treinta. Ahora ya llegaron los cincuenta y piensa: “Total…”.

Allí comienzan sus explicaciones (mentiras, bah) para no pegarse un tiro o cortarle la yugular, que sería lo más justo.

“Total ya aguanté veinte años, o treinta, da lo mismo”. “Total los chicos ya son grandes”.

“Total ya casi no lo escucho cuando putea” “Total tampoco me importa”.

“Total, todos los varones son la misma merda” (en eso casi tiene razón). “Total… ya tengo cincuenta”.

A continuación piensa lo que falta para jubilarse y después se toma un lexotanil y sonríe porque los chicos están por llegar. Es domingo.

Las abuelitas

Las hay de verdad, y a ellas mis respetos, pero hay también quienes se aferran a la abuelitud como a una tabla de salvación.

Con el mismo entusiasmo que a los veinte se inscribían en carreras que jamás terminaron, se cuelgan los nietos a las faldas o ellas a las faldas de sus nietos en procura de recibirse de algo difuso. Generalmente sólo podrían aspirar al título de hincha pelotas cum laude. Enloquecen a nueras e hijas agobiándolas de consejos y asfixiándolas de recomendaciones.

Enarbolan teorías educativas que van siempre en sentido contrario de las que tienen los padres, compiten por el amor del crío y, si bien los cuidan un sábado a la noche, nunca se olvidan de recalcar que “se quedaron”. ¿Se quedaron sin qué? ¿Se quedaron sin ir a dónde?

Cuando los cincuenta rechiflan para ese lado, el único programa alternativo de estas damas es “quedarse… a ver la película de las diez”.

Las menos-páusicas

Son las mismas que nos contaron su embarazo como tragedia y su parto como un triple by pass de cerebelo. Ahora ya no tienen enfermedades tan espectaculares para agobiarnos y nos vuelven locas con las historias de sus menopausias.

Han decidido entretener en eso sus cincuenta y es posible que hagan durar sus síntomas hasta los setenta. Nos sofocan con sus calores, hartan con su hipersensibilidad. Hacen de esto un oficio, su mejor bandera y asquerosa causa.

Frígidas ante la vida toda, y anoréxicas de cualquier interés que exceda los avatares de sus ovarios en extinción, me darían vergüenza ajena si no fuera que temo sonrojarme. No vaya a ser que me contagien. Se comienza con un sonrojo, se sigue por un calor y después te salen los bigotes y perdiste.

Las “¡Ahora sí!”

Estas hermanas pasaron por la vida agobiadas por las exigencias de una familia, y son las que hasta ayer nomás nos hacían insoportables relatos domésticos. Expertas en enjuagues de ropa, el precio de las papas, y el modo para que un soufflé saliera infladito, de pronto se tropezaron con los cincuenta, que es también una forma de nombrar una nueva soledad para habitar. Los hijos se compran sus propios enjuagues, las papas la hartaron, y “¿para qué voy a hacer un soufflé si quedamos sólo dos?”. Así, de pronto, miran alrededor y descubren el mundo que tantas otras mujeres han descubierto hace rato. Con alegría, con pasión, se enrolan en las causas más insólitas; son feministas tardías, ecologistas de post vanguardia, pintoras, poetas, ceramistas, murgueras.

No prestan a sus nietos más atención que la indispensable, no tienen tiempo para estar rencorosas con su hombre; para ellas la menopausia es un rumor.

Deambulan por manifestaciones y talleres con el empecinamiento de los que saben que están llegando tarde, pero al mismo tiempo, con el entusiasmo de los que llegan por primera vez.

¿Cómo no tenerles una ferviente simpatía?

Usted puede elegir el modelo que le plazca, yo ya me anoté en la murga de mi barrio. Así, cuando lleguen, además me encontrarán bailando.

Conclusiones sin énfasis

Es cierto lo de Machado, “caminante no hay camino”, pero siempre es mejor si tenés un buen par de zapatillas. Quizá, si los cincuenta es una zona para atravesar si una no quiere morir joven, el modo de pasarla tenga que ver con el modo en que se llega ahí. ¿Entrenarse? Difícil, lo único que se sabe de la vida es que es absolutamente imprevisible y tan odiosa en sus decisiones que sería absolutamente lógico que, si una se entrena desde los treinta para llegar bien a los cincuenta, te pise un tren en la puerta de tu casa en cuanto empezás con el training. Por otra parte, desde los treinta jamás se piensa que eso también nos pueda ocurrir a nosotras. Por eso, quizás el secreto resida en las zapatillas; si caminas fácil, cómoda y alegre, probablemente se llegue distendida a ese atroz dolor de pies que parecen ser los cincuenta. Cualquier queja, recurrir a Adidas o el Dr. Scholl.

Mujeres por la mitad de la vida

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