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8. A la búsqueda de cinco minutos más de juventud

Yo insisto, la culpa la tuvo Corina, aunque todos los demás me hagan una sonrisita irónica. Cierto es que yo acepté, cierto es que estaba de bajón, cierto es que no me soportaba más en el espejo pero, si no hubiese sido por ella, jamás me hubiese inyectado botox, curare y merda en la cara.

¡Es que Corina estaba tan loca!

La culpa fue de ella

Corina se había separado y entrado en el infaltable periplo de la recién divorciada, que siempre comienza por una bruja. Fuimos juntas entonces, y a las dos nos predijo un porvenir venturoso y rebosante de oro (que a ninguna de las dos se nos cumplió). El tour prosiguió con un corte de pelo, teñido y cambio de look, actividad en la que también marché a la par; Víctor Hugo se encargó de hacerle el más extravagante tono violeta que se alcanzó a ver por Buenos Aires (ahí sólo di apoyo logístico porque una débil voz interior me sugirió que, de eso, me abstuviera).

La acompañé también a comprar pilchas y hasta le presté dos amigos gay, indispensables para esos trances. Hasta allí, ¿quién puede dudarlo? mi actitud era la de una buena, solidaria y sensata amiga mayor. Hasta que uno de mis ex amigos gay (se quedaron con ella que es más divertida) vino con la nueva de que había una doctora que hacía transplantes de pelo, que a él le estaba quedando divino, y que a un precio baratísimo te sacaba todas las arrugas.

Corina tiene todos los pelos que necesita y no tiene arrugas, así que decidió que yo me hiciera el service en la cara. “Dale, vamos a ver, ¿qué te cuesta?”.

La respuesta final fue: “¡Ochocientos dólares! ¿Gastarme esa plata en eso?”, clamé, pero, lentamente y con montañas de argumentos, fui convencida. Va quedando en claro; la culpa la tuvo ella.

Preliminares

Yo no sé si lo aprendí de Simone de Beauvoir o de mi mamá, pero hace mucho tengo en claro que una siempre debe conservar un poquito de plata escondida. Es lo que yo llamo “dinerito de madre”, ese que escapa a todo control societario y con el cual una puede apuntalar a un hijo en cualquier emergencia (seguro que lo dijo mi vieja). De cualquier manera, aunque suene a “buena madre”, de vez en cuando me hago sonar la plata en mí misma. “Total —me consuelo—, después la vuelvo a juntar y nadie se entera”. Así que decidí invertir el dinerito de madre y ya tenía un problema resuelto. Ahora quedaba por resolver si me lo hacía o no. Gastarme plata que es para mis hijos siempre me da culpas, y las culpas, como se saben, te terminan por arrugar toda. Para redondear la cuestión había tenido el primer calor, ese que nunca supe si me pertenecía o provenía del Servicio Meteorológico, siempre terrorista con la “sensación térmica” en pleno verano. Así que, en peores condiciones que nunca, partí para la doctora de marras que algo me iba a hacer en la cara para que yo quedara radiante y más joven que todos los bebés por nacer. O al menos una cara que me pudiese lavar frente al espejo sin tener que cerrar los ojos.

Y ahora explicame

La doctora era una bellísima morena de Barrio Norte, de la altura de una modelo profesional y deliciosamente flaca. Me explicó que estaba así de bella porque se aplicaba sus propios productos (no pregunté en dónde, porque tenía treinta años la maldita).

Pero la cuestión era simple:

—¿Ves estos surcos que tenés de la nariz a la boca? Bueno, eso te los relleno con plastilina de oro (seguro que era otro producto, pero así lo decodifiqué yo).

—Ajá —repliqué esperando que me explicara qué me iba a dar para crecer hasta su altura y bajar en cuatro aplicaciones los rotundos kilos que me estaban sobrando, pero seguí escuchando.

—¿Ves estas dos arrugas que tenés en el entrecejo?

¿Cómo no las iba a ver si desde mis cuatro años mi mamá me decía: “No frunzas el ceño porque se te va a arrugar”? Lamentablemente no se dio cuenta de que lo fruncía porque era miope y cuando yo lo supe, no me puse anteojos por coquetería. Resultado: ceño fruncido.

—¿Las ves? Bueno, allí te pongo botox, te paralizo el músculo y se te alisa la cara.

—¿Qué es el botox? —indagué.

El botox, por si se animan a saberlo, es un derivado del curare. Si algo conocen sobre los indios, sabrán también que lo usan para paralizar a sus enemigos con cerbatanas. Cuando les aciertan, los enemigos caen muertitos y después se los comen las hormigas o lo que ande más cerca. Era el momento de retirarse, pero en lugar de irme pregunté: “¿Y cuánto dura el efecto?”. Lo sorprendente es que sólo sirve por ocho meses… Así y todo me quedé. ¡Arrésteme sargento!

Y todo por nada

El operativo comenzó un viernes a la noche para culminar un miércoles. Obviamente, no le comenté nada a nadie, salvo a Corina. Mi enano de cabecera ni se dio cuenta, aunque yo llegaba por las noches con la cara desfigurada y la burda excusa de que había ido al dentista. Pero como sabe que tengo muchos dientes, que me estuviera arrancando algunos no lo alteraba en absoluto

Me gustaría contar brevemente la parte patética de la anécdota.

Lo peor no fue que siempre duele un poco. Tampoco fue que todavía tengo pesadillas: sueño que el botox se me desliza y me despierto con un ojo de vidrio, hemiplejía cerebral, renga y con joroba.

Lo peor fue que nadie pero absolutamente nadie se dio cuenta. Corina corría cada noche a ver los resultados y con toda diplomacia me consolaba: “Ya se te va a notar”. La doctora apelaba a lo mismo, pero estaba empecinada con las arrugas del ceño que ni se inmutaban. La pobre, sin saber que es una maldición materna, me inyectó tanto botox que parecía el unicornio azul.

De cualquier modo, aunque más no fuera por deforme, alguien debió haberme dicho: “¿Qué te pasa en la cara?”.

Mi alma judía lloraba en silencio: “¡Ochocientos dólares para nada!”. Como ni mi analista se dio cuenta, decidí castigarla y tampoco contarle a ella.

De paso me ahorré su insoportable y muy descifrable “ajá”.

Mustias reflexiones

¿Qué tiene en la cabeza una mina que compra a precio de oro ocho meses más de juventud? Me encantaría tener una respuesta que la exculpe a Corina, pero me tienta afirmar que una divorciada hace siempre mala yunta con una casada. Ellas, las divorciadas, extrañan este formato tranquilizador del matrimonio, el hombre nuestro de cada noche, aunque nos mire con tan poco interés que es capaz de creer que nos estamos arrancando los dientes cuando debería notar que estamos rejuveneciendo. Y una, la casada, envidia esa desconcertada libertad, ese frenético esperar a aquel que será por fin el amor de nuestra vida o, aunque más no sea, de esa noche, de ese primer encuentro donde todo además salió muy mal.

Pero igual durante esa espera, no hay que negociar nada (tarea bastante esencial del matrimonio); una se puede pintar el pelo de naranja, o dejarse crecer los de las piernas hasta los tobillos, o comprarse bombachitas súper sexys, y perder toda la panza en la pura expectativa y quedar aún más flaca después de tanto hacer el amor o de tanto esperar que el amor se haga.

Pero además, el episodio habla de ese rezo secreto de las mujeres de cincuenta: “Por favorcito, Dios, danos diez minutos más de juventud, o al menos permítenos comprarla en algún lado”.

Si esta opción resulta por ochocientos dólares y durante ocho meses, cualquiera puede acceder a una fantasía imposible.

Sí, creo que el botox me está llegando al cerebro.

Mujeres por la mitad de la vida

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