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5. Sobre la memoria, ¡Ni una palabra más!

Cuando se ha llegado a esta edad, la capacidad de incorporar nueva información no pasa a ser la zona más radiante de nuestra personalidad, y nada parece indicar que vaya a mejorar. Quizá porque el disco rígido se llenó irremisiblemente o porque las neuronas no hacen el contacto adecuado, o quizá porque una se harta de incorporar tanto boludeo estéril.

Y es todo, todo tan fugaz…

Mientras corregía este libro, me tropecé más de una vez con la palabra “posmodernidad” que ahora ya no significa absolutamente nada. En su momento, no sólo había que tratar de ser posmoderno (posmo) sino también aprender de qué se trataba. Luego de leídos profusos ensayos sobre el tema, puedo al menos resumir que nombraba una época con la enjundia de quien define al Medioevo, y duró… ¡cinco años!

En mi afán de saber, conocí algunos reductos rigurosamente “posmo” de la mano de un amiguito gay, que llevaba el pelo engominado, con un corte comido como si las hormigas le hubiesen hecho caminitos por toda la cabeza. Recuerdo vagamente que en uno, reinaban las fotos de Isabel Sarli al lado de un Cristo dramático, con un corazón en la mano; la foto de Hitler con muchas esvásticas colgadas por doquier; palanganas mezcladas con floreros con pretensiones de porcelana; todo a la media luz de las velas (además, la bebida estaba caliente y la comida era repugnante). Al salir, tratando de contener mi ira porque este muchacho Hitler no me cae bien en ningún formato, pensé: “¡Un verdadero mamarracho!”. Obviamente me lo callé, porque hubiese sonado tan ignaro como definir al Medioevo diciendo: “¡Es un plomazo!”.

Sin embargo, era un mamarracho, y lo que se llamaba “posmo” fue borrado por el viento. Ese tipo del boliche fue reemplazado por otros, en nuevos barrios cada vez más “de última”, y una se gastó la cabeza leyendo sobre la posmodernidad, al cohete. Mi amigo sigue siendo gay pero ya tiene el pelo normal, y es hora de esperar sensatamente que algunas generaciones por venir definan esta época de la cual, nosotros, y como corresponde, no tenemos la menor idea.

Las malditas palabras

Hay otro detalle que nos pone a prueba (prueba que no aprobamos con hidalguía): las palabras que se inventan al calor de la moda. Cada día aparece una nueva para reemplazar a otra que nos venía muy bien. Por ejemplo: si usted quiere ser una persona moderna no pida “una tira de aspirina”, ahora se dice blister. Lejos de mi intención caer en un ataque de nacionalismo lingüístico; después de todo, con sólo haber recorrido la avenida Santa Fe pude desenvolverme en Manhattan con toda comodidad. Sé además que la computación nos obliga a incorporar el inglés (ya lo hice); sé también que el lenguaje nos marca por generaciones y que decir “chapar” es igual que mostrar el documento nacional de identidad. Sé además que suena ridículo querer hacerse la cool cuando una es medio jovatona.

Pero quizá lo que más delata nuestra edad y a veces complica nuestra vida son los cambios institucionales. Para los porteños por ejemplo, Perón sigue siendo Cangallo. Los viejos cordobeses le diremos para siempre a nuestro teatro mayor: el Rivera Indarte, porque se nos frega que San Martín haya sido un prócer más adecuado. Y porque jamás nos acordamos del cambio de nombre a tiempo.

Y este a tiempo marca quizá la parte más desesperante de los temblequeos de nuestra memoria: la manera en que se fugan las palabras, los nombres que sí conocemos. Como dicen mis amigas a coro: “¿Te acordás cuando pensábamos de corrido?”.

Un diálogo entre co-generacionales puede llegar a ser delirante y absolutamente arborescente, veamos un ejemplo:

—Hoy me encontré con… esa chica, ¿cómo se llama?… Es amiga de… esa otra, esa que la vimos la última vez en esa calle que es paralela a donde miramos siempre sombreros para hombres tan divinos.

—Marcelo T. de Alvear.

—¡Eso!, Charcas. ¿Cómo se llama la paralela?

—Paraguay. ¿La chica es paraguaya?

—¡No! La chica es hermana de ese muchacho que hacía esas cosas tan lindas, eh, eh, eh… ¿calendarios?

—¿Posters?

—No, como fotos… esperá… me acordé. ¡Ya sé! Hoy me encontré con ¡Alicia!

O esos terribles momentos en que tratamos de recordar el nombre de un artista, o el de una película o lo que fuera, nombres que se amontonan “en la punta de la lengua” y allí se pegotean y empantanan para siempre.

En síntesis, es tan agotador acordarse de las cosas que una sabe, que es de insensatos incorporar aquello que no tendremos para qué saber dentro de un mes.

Mi personal forma de resistencia es negarme a leer cualquier manual nuevo de instrucción para el manejo de cualquier cosa, desde un jabón de lavar a una linterna, me cueste lo que me cueste. Tengo por ejemplo un maravilloso reloj, obsequio de mi querido amigo Rafa para mi cumpleaños. Con claridad le expliqué que quería un “tacho despertador” a cuerda, como el que usaba mi mamá y que se inventó inmediatamente después del péndulo. No me creyó. Cayó con algo sofisticado de cristal que te marca hasta la hora de tu muerte… siempre y cuando lo aprendas a manejar. Así que allí está, con su interminable manual en ocho idiomas. Y si alguien no me lo pone en marcha, jamás lo estrenaré. Estaré condenada por ende a llegar tarde para toda la eternidad, lo que por otra parte hace también juego con mi edad.

Mujeres por la mitad de la vida

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