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3. ¡Llegaron los cincuenta!

Nunca tuve miedo a cumplir cincuenta… la palabra “miedo” es una categoría menor, desvaída y bastarda del más radiante pánico. Alego en mi defensa que las revistas femeninas, mis informantes por excelencia, me habían anunciado que los cincuenta dan osteoporosis, es decir, se nos va el calcio, nos quebramos a cada rato, y sospecho que además se caen los dientes. Todo viene preanunciado por calores, se nos seca desde la boca a la chuchi y culmina en la gloriosa menopausia. Ni la plata que me ahorraré en tampones llegará jamás a consolarme. ¿Es que alguien tiene ganas de cumplir cincuenta?

Gambetas previas

Dado que no hay manera de evitar que el tiempo pase, elaboré formas para asimilar el golpe. El mismo día que cumplí cuarenta y cinco comencé a decir: “Yo, que ya estoy cerca de los cincuenta”. El razonamiento era elemental pero lógico: si una se pasa cinco años repitiendo una sentencia fatal, irá acostumbrando el oído y el corazón para cuando por fin sea cierta.

No resultó en absoluto. Sólo conseguí pre deprimirme durante cinco años. No hay forma de acostumbrarse a la idea de que a una se le van a caer todos los dientes.

Edad macabra, tan rodeada por mitología, abunda también en supercherías científicas. Se habla por ejemplo de que hay parches que suministran estrógenos. Deduzco que son como calcomanías que una se pega en algún lugar del cuerpo y que, a medida que una hormona falle, automáticamente la suplantan. La desdeñé. ¿Cómo puede saber un parche si me falla una hormona, si yo, que soy la madre de todas ellas, no alcanzo a reconocerlo? Además, encima de que una está por envejecer de golpe, andar con cosas pegadas como moto de skin head me parecía el colmo de la indignidad.

Desarrollé en cambio paranoias laterales, como anotar en la agenda con letra inmensa la fecha exacta de la menstruación. Si se demoraba cinco minutos, corría a ver si me estaba quedando pelada.

Las vísperas

En general, cuando estoy normal (raras veces, confieso) adoro que se acuerden de mi cumpleaños y guardo por cinco minutos profundos rencores con quienes lo olvidan. Pues bien, ese maldito año en que yo me quería olvidar, todo el mundo comenzó a acordarse tres meses antes y a preguntar qué iba a hacer. La respuesta era algo gomosa e ininteligible.

Exactamente como me sentía yo. Sólo con mis hijos decreté “madre liberation”. Cuando mi pobre hija me habló desde Córdoba con la alegría de todas las campanas anunciando que viajaban “para la fiesta”, con voz de víbora repliqué:

—Primero, no sabés si hay fiesta; y segundo, no sabés si están invitados.

Del otro lado se escuchó un silencio de derrumbe, valga la equívoca comparación, y luego con voz alterada:

—Vieja, ¿estás segura de que estás bien?

Si hubiese estado bien habría respondido: “Estoy muy mal”. Pero como estaba mal, elaboré una larga y asquerosa teoría sobre los derechos de las madres versus los de los hijos y traje a colación cómo ellos, desde que cumplieron ocho años, trataron de expulsarme de sus cumpleaños. Y hasta saqué a relucir aquel famoso cumpleaños de once, que habían organizado con luz negra y que yo impedí en nombre de las buenas costumbres.

Mi hija colgó convencida de que me había vuelto loca y, por supuesto, tenía razón.

Sobre el festejo propiamente dicho tenía ideas vagas y contradictorias, a saber:

—Pasarla con un moro alto de ojos verdes.

—Irme.

—Pegarme un tiro. Veamos.

Falaces fantasías

La idea del moro era la más alentadora de todas, pero presentaba algunos inconvenientes difíciles de resolver. ¿Querría el caballero festejar algo con alguien tan estropajoso y propenso a moquear? Si el señor aceptaba, o estaba más loco que una vaca inglesa, o era más idiota que un clavo, y para locuras e idioteces allí estaba yo como abanderada. Supuse que el moro ideal se resistiría, así que dejé caer la idea para examinar la de “irme”.

Era en verdad una idea seductora.

Todo ese día de mis cincuenta estaría viajando. Pero, ¿cuándo se llega? Y ¿a dónde? En verdad no quería arribar a ningún lado; sólo quería no estar. Así, mis años me buscarían en los lugares que suelo frecuentar y no podrían encontrarme. Pero cuando me imaginé llegando por ejemplo, a Chañar Ladeado, lugar que no conozco pero cuyo sólo nombre me da angustia, desistí.

En cuanto a pegarme un tiro, pensé que era un mal ejemplo para mis hijos, y que lo más parecido que tengo a un revólver es una abrochadora celeste. Además, primero debería acomodar mis papeles, y no hay por qué agravar una crisis a tales extremos.

¡Que los cumplas feliz!

Finalmente llegó el día fatídico, era 18 de marzo en todos los relojes y eso me estaba ocurriendo a mí. Decidí hacerme la zonza y trabajar todo el día como si nada. No pude evitar recibir algunos llamados y flores, que viví silenciosamente como puñaladas. A la noche terminé cenando con un puñadito de amigas del corazón, de esas que no se dejan engañar por ironías y que probablemente adivinaron que al anochecer, algo espantoso estaba por ocurrirme.

Por ejemplo, darme cuenta de que por fin y a pesar de todo, en particular de mí misma… ¡había cumplido mis cincuenta!

Y, qué curioso, hasta los había sobrevivido.

Mujeres por la mitad de la vida

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