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Con la estrella del servicio al cliente

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Muchachos, el chico que se ve de cachucha en la imagen es Anderson (la tomé ayer medio a escondidas en la zona de coworking del centro comercial Viva en Envigado), es quizá la persona más amable y auténtica que me haya atendido.

Desde que llegué se acercó de una forma magnífica, espléndida, con un carisma como pocos, me dio opciones más allá de lo que pedí y con comentarios inteligentes que simplemente convencían de todo lo que ofrecían.

Tras treinta segundos de charla, su diferencia con otros era más que evidente; sin embargo, lo mágico no vino ahí, llegó cuando, con una inmensa dulzura, se acercó a la niña en la imagen, la que está a su lado (ella también era un derroche de simpatía, lo reconozco), se agachó frente a ella y con la ternura del caso también le recomendó qué podía probar. Podría jurar que tan pronto él terminó, la niña gritó: “¡Qué rico!”, y no dudo que lo fuera; creo que ella estaba más convencida por Anderson que por el producto, al fin y al cabo aún no lo probaba.

Todos los que estábamos ahí ya lo estábamos mirando, convencidos de que definitivamente hay seres humanos que son bonitos y cambian su entorno. A nosotros, a los de su alrededor, ya nos tenía comiendo de la palma de su mano.

Luego vino mi turno de ordenar, y como únicamente estaba mirando y aún no había decidido, él me hizo una recomendación y dije “Sí”, casi sin pensar, tal como la niña, casi grito: “¡Qué rico!”. No vi que era un croissant relleno de chocolate, que normalmente no comería, que me tuvo “embadurnado” hasta pasadas las ocho de la noche.

Espero que si esta historia llega a él no le moleste. Tomar su ejemplo es lo menos que podía hacer, más aún cuando luego de que le pregunté su nombre cuando ya se iba, él se devolvió y no solo me lo dijo, sino que me extendió su mano para preguntarme el mío. Ahí bien pudo haberme llevado otro croissant de chocolate y también me lo hubiera tragado.

Muchachos, la práctica de la amabilidad genera confianza, por eso a veces, como aquí, creemos a ciegas en otros, y esta historia no hace otra cosa que confirmar una de esas premisas: según la ciencia, si quiero que crean en mí, el primer paso debe ser tratar bien a los demás.

¡Bien por la sabandija de Anderson! Espero que nos contagie a muchos de esa cordialidad sin par.


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