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Para aprender de los niños y su gran corazón

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Sucedió una noche de sábado en la plazoleta de comidas de un reconocido centro comercial. Comía con mi madre y mi hermano cuando, de repente, dejaron a una señora de mediana edad entre nuestra mesa y la de unos niños que cenaban con su padre.

Ella, de unos 45 años, parecía mareada, tenía en su mano la bolsa de los dulces que vendía en la calle y un bebé silencioso pegado a su pecho. Los niños de la mesa del lado también notaron el mal estado de la señora y se quedaron mirando, y ahí apareció una oportunidad no solo de dar una mano, sino de contagiar, así que me le acerqué:

—Señora, ¿está bien? — le pregunté para ver cómo podía ayudar, mientras los niños de la mesa del lado se acercaban más. —Estoy mareada y con dolor de cabeza porque se me baja la presión —dijo con poco impulso en su voz. —¿Le traigo algo de comer o beber? —Agüita está bien, gracias —dijo ella, mientras el bebé en su pecho, que no pasaba de un año, me miraba extrañado.

Fui a buscar y aproveché para comprar un helado al bebé, imaginé que no solo ella estaba golpeada por un día que había sido más que caluroso. Llegué con el helado y la botella de agua, la señora parecía medio dormida: “Señora, señora — susurré para no asustarla —, aquí está el agüita. ¿Cómo hacemos con el helado para el niño?”.

De inmediato los niños de la mesa del lado, que estaban muy atentos, saltaron, el más pequeño, de unos seis años, dijo: “¡Yo me encargo de darle el helado al bebé!”, y lo alimentó a cucharadas como si fuera su propio hermano; su hermanita, de unos siete, no dudó en decir: “¡Yo le abro la botella y le tengo el agua a la señora!”, y los dos, con inmensa ternura, se encargaron de aquella desconocida y su hijo cual adultos que cuidaban de alguien de su propia familia, todo en medio de uno de los gestos más bonitos que he visto, y no se apartaron hasta que el bebé terminó su helado y la señora, recuperada, empacara un sándwich que mi madre le había dado.

¿Por qué les cuento esto? Porque más allá de mostrarme como un ser de luz (lo cual no soy pues me da pereza, soy muy mundano para eso) o del ego de probar la teoría del contagio de la amabilidad y apuestas personales, quería mostrar con hechos cómo los niños nacen buenos y adoptan las conductas con facilidad, mucho más si estas son bondadosas.

Les hago una pregunta y, de paso, les dejo un reto: ¿alguien se arriesgaría a probar esto en casa con sus chicos? Sería tan fácil como pensar en una actividad de ayuda en familia o intentar dar una mano al desconocido en la calle, y me cuentan cómo les fue. ¡Digan que sí! y de paso, todos hacemos #UnExperimentoAmable.


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