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La teoría como fundamentación o código de ética: un respaldo

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Intentemos partir de una escena escolar, bien del jardín. La pensé hace unos años, en un libro de didáctica (Brailovsky, 2016) y creo que es apropiada para ilustrar esta manera de pensar la teoría. Ubiquémonos en una sala de tres años. La maestra se dispone a servir el desayuno. Prepara el espacio, los chicos se sientan y un “ayudante” (un niño que ha sido designado por la docente) reparte los vasos. Cuando los chicos los reciben, algunos comienzan a golpearlos contra la mesa. El golpeteo seduce al resto, y enseguida todos repiten el gesto, rítmicamente. La maestra les dice: “No golpeen el vaso, chicos, que voy a servir el desayuno”. Siguen. “Basta, por favor…”. Siguen. “Más tarde tocaremos instrumentos musicales, pero ahora estamos desayunando y necesitamos hacer silencio…”.

Pero los chicos continúan golpeando, muy divertidos y sin prestar la menor atención a lo que la maestra les dice. Entonces, en ese momento, ella golpea con fuerza la mesa. Se produce un silencio absoluto. “No se pueden usar los vasos para golpear. ¡No son para eso!”, asegura. Y sirve la leche.

Probablemente, lo primero que nos aporta esta escena es una especie de dilema ético: ¿está bien o está mal lo que hizo la maestra? ¿Actuó correctamente? Y, naturalmente, la respuesta a esa pregunta es, como casi siempre, bivalente. Lo que hizo la maestra está bien o está mal, de acuerdo a cómo se la piense o se la fundamente. Está bien, por ejemplo, si se considera que toda libertad se basa en la imposición de un límite. El “no” –el “basta”– es una experiencia que funda el propio psiquismo. De un modo u otro, siempre hay un límite, y ese límite siempre será vivido con cierto desagrado por quien resulta limitado. Pero, en general, diríamos que, desde este punto de vista, no les haríamos ningún favor a los niños “edulcorando” siempre los límites con canciones o juegos. Hace falta interiorizar la Ley (que nos protege, que nos convierte en personas sociales) y eso solo se logra sometiéndose a ella, percibiéndola como justa y necesaria. Aunque tenga una apariencia violenta, la intervención de la maestra no hace otra cosa que garantizar el derecho a esa Ley justa que cuida a los niños. Y, para hacerlo, ante la fragilidad de la palabra, su golpe en la mesa puede verse como un acto de dulce firmeza dirigido a custodiar un orden necesario. Me gusta esta imagen: dulce firmeza. La aprendí de Celina, la directora de uno de los primeros jardines en los que trabajé. Sintetiza la posibilidad de que en el cuidado convivan la dulzura del que cuida (porque lo hace amorosamente) y la firmeza del que cuida (porque es más fuerte).

Por otro lado, podríamos decir que lo que hizo la maestra está mal, porque su acción (golpear la mesa) es idéntica a la acción que pretende sancionar (golpear la mesa) y, al ejecutarla como medio para imponer el límite, deja ver un mensaje contradictorio y autoritario: lo que prima es la fuerza del fuerte, la primacía de quien detenta el poder. Pero como el docente no debería ser un dictador poderoso sino un juez bondadoso y siempre dispuesto a escuchar y a contemplar opciones, desde esta perspectiva, esa intervención sería incorrecta.

¿Cuál es la diferencia entre una postura y la otra? La diferencia reside en lo que fundamenta cada argumento. Y eso (disculpen que lo diga crudamente) es teoría, pura y dura. Es concepto, es pensamiento puesto al servicio de respaldar la acción desde la perspectiva ética. Y, muchas veces, la teoría aparece de esta manera: empleada como un código de ética profesional, como una especie de deontología (palabra horrible que designaba una materia que debí cursar en el profesorado, allá lejos y hace tiempo). Incluso los nombres de las grandes teorías, las más “ideologizadas”, remiten muchas veces a un sustrato de esta naturaleza. “Lo que hace ese profesor es demasiado conductista”, se dirá, como mirando qué teorías se escurren de sus actos.

Teorizar con palabras –esto es, adjudicar a un término específico la densidad de unas connotaciones, unos sentidos, unas formas de relacionarse con la época, con otros términos, con las tradiciones– forma parte de esta constitución de la teoría en sustento ético. No solo –y no tanto– porque las teorías aborden cuestiones como el bien, el mal o la verdad, sino porque al darle a una palabra esas resonancias, se diferencia el sentido en el que se dicen las cosas, y se sugieren consecuencias y derivaciones. No es lo mismo decir “creatividad” después de leer a Freire, que decir “creatividad” después de leer (o de ver en YouTube) a Ken Robinson. No resulta igual decir “cultura” desde los estudios de la gramática escolar o la etnografía educativa (leyendo, por ejemplo, a Rockwell, a Dussel o a Pineau), que desde las teorías del liderazgo y la gestión. “Poder” no significa lo mismo en Michel Foucault que en Peter Drucker. Cuando la Psicología dice “niño”, no dice lo mismo que la Pedagogía. Y cuando la Didáctica habla de “aprendizaje”, definitivamente no se refiere a lo mismo –ni en los mismos términos ni por las mismas razones– que los estudios críticos de la learnificación de la escuela.

Cuando hablamos de cualquier asunto importante de nuestro oficio, nos acompañan algunas palabras en las que nos apoyamos, que nos respaldan, que nos justifican. Y a eso lo llamamos, también, teoría. Y esto se va poniendo cada vez más lindo, porque los siete modos de mirar la teoría que estamos recorriendo, ya lo habrán notado, comenzaron por el más lineal, y avanzan hacia los más complejos e interesantes. Agárrense, que entramos en la mejor parte.

Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín

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