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La teoría como vocabulario: un glosario para mirar

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Ya lo hemos dicho: los nombres que se dan a las cosas esconden batallas eternas y siempre cambiantes entre distintas visiones de la enseñanza en el jardín. Para quien tiene una idea estereotipada y banalizada de lo que se hace en el nivel inicial, esto puede parecer una exageración. ¿Qué grandes debates, dirían, se pueden dar en ese espacio? Sin embargo, quienes nos formamos en la educación infantil y transitamos sus instituciones sabemos que existe una batalla entre puntos de vista, intereses e ideologías. Así, “guardería” no es lo mismo que “jardín maternal”. Las canciones “funcionales” (para hacer una fila, para hacer silencio, para sentarse, etc.) pueden verse como “didácticas” o como “autoritarismo oculto”. Las “moralejas” de los cuentos pueden ser pensadas como “su parte educativa” o como un resabio conductista y antiliterario. Es decir: un mismo hecho puede verse de modo muy diferente según desde qué jergas se lo denomine.

Teorizar es nombrar. Es elegir con qué palabras hablaremos de lo que hacemos en el jardín. Estas palabras son puestas en circulación y son negociadas en cada conversación, en cada publicación, en cada acta, en cada discurso de fin de año. Entonces, teorizar no solo es nombrar, sino que es nombrar públicamente, a conciencia y tomando partido. Cuando hablamos de “la educación en la que creemos”, no solo nos damos a entender por el contenido del mensaje, sino también (y, quizás, fundamentalmente) por el vocabulario que elegimos. Convertirse en educador no es solo aprender algunas técnicas, algunos problemas, sino también hacer propia una lengua. Y en este punto, sucede que no hay una lengua única para hablar de la educación inicial, y la búsqueda de una lengua es una quimera constante detrás de la que caminamos sin cesar.

En este punto, me gustaría distinguir entre dos tesituras del lenguaje educativo bastante distintas entre sí: una lengua a la que podríamos llamar técnica, y otra lengua ético-crítica o, simplemente, reflexiva. Si nos detuviésemos a escuchar conversaciones entre docentes relativas a su tarea y su oficio, creo que podríamos reconocer fácilmente que conviven allí (al menos) dos grupos de palabras. Unas más técnicas, que pertenecen a una conversación acerca de cómo llevar a cabo la enseñanza (planificando, siguiendo tal o cual método, formulando objetivos, etc.) y otras más filosóficas o reflexivas, que pertenecen a una conversación acerca de cómo volver sobre lo que hacemos habitualmente para pensarlo mejor, para revisar sus efectos, para cuestionarnos las certezas en las que reposa ese quehacer consolidado.

Entre las típicas palabras “técnicas” podríamos señalar términos como contenido, evaluación, metodología, organización, gestión, planificación, unidad didáctica, secuencia, objetivos. Entre las palabras “reflexivas” se incluirían términos como: igualdad, discriminación, diversidad, inclusión, pensamiento crítico, compromiso, poder.

¿Puede verse adónde apunta esta distinción? Unas palabras son piezas de una ingeniería del hacer, las otras son alientos de una revisión crítica de ese mismo hacer. Palabras prácticas y palabras reflexivas. Palabras útiles al necesario buen funcionamiento de un sistema, y palabras rebeldes que lo interrogan y lo cuestionan. Palabras técnicas y palabras filosóficas. A las palabras del hacer, les pedimos que sean eficaces para acompañarnos en la tarea, que nos faciliten las cosas, que nos permitan resolver tareas y problemas cotidianos. De las otras, esperamos que nos mantengan atentos, que nos adviertan sobre las paradojas, los falsos semblantes. Que nos ayuden a leer entre líneas.4

Esta distinción abre dos discursos diferentes –muchas veces, enfrentados– que protagonizan un forcejeo por consolidar las bases del sentido común pedagógico. Jorge Larrosa señala cómo el “lenguaje de la técnica” y el “lenguaje de la crítica” ponen a tecnólogos y críticos en un lugar de soberanía para decirnos con qué palabras debemos hablar de la educación: de la educación que hay (la técnica) y de la que se supone que debe haber (la crítica) (Bárcena, Larrosa y Mèlich, 2006, p. 246). En el medio, dice, falta una lengua en la que podamos conversar honestamente, preguntarnos, interpelarnos.

Cuando se piensa desde las preocupaciones metodológicas, el lugar del docente se vive como un laboratorio donde se experimentan acciones y reacciones, estilos, formatos, tesituras posibles para el tiempo intenso y meditado que pasamos con los alumnos. El maestro es arquitecto de esa escena y la piensa al detalle: cómo ubicarse en el espacio, qué hacer al comienzo, cómo conmover, cómo hacer pensar, cómo invitar a leer y a estudiar, cómo notar si entendieron, si aprendieron. Para el enseñante, las palabras técnicas son herramientas que van cayendo en sus manos y pronto se hallará empleándolas, admitiéndolas en el discurso, eligiendo unas antes que otras, y dándoles el uso práctico y funcional que se supone deben tener.

Cuando se piensa desde las preocupaciones éticas y críticas, en cambio, el lugar del docente se convierte en un atelier filosófico, en un salón de espejos en el que volver a mirarse, una y otra vez, para atisbar el sentido profundo de la enseñanza, de la formación. El docente sabe que la enseñanza no puede reducirse a una técnica y que requiere de un buen anfitrión que la piense cada vez, como si fuera la primera.

Pronunciar los términos usuales, extrañarse de la comodidad con la que se instalan en nuestra voz, balbucear palabras nuevas, todo ello forma parte de aquello a lo que llamamos teoría.

Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín

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