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Introducción

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Hace algunos años, en el libro Didáctica del nivel inicial en clave pedagógica (Noveduc, 2016) hice el ejercicio de pensar algunos asuntos de la agenda didáctica clásica del nivel inicial, echando mano de una cierta forma de reflexión pedagógica. El espíritu de ese trabajo era el de tratar esos temas despojándolos de todo sesgo técnico y abrirlos a dimensiones históricas, políticas y filosóficas de la educación. Es decir, pedagógicas. Entonces, hablaba de la enseñanza y la planificación, de las unidades didácticas, los proyectos y las secuencias, del juego-trabajo, de la evaluación, de los materiales, del juego, y procuraba entablar una discusión entre el “cómo se hace” y el “cuál es su sentido”. En la Introducción de aquel libro expresaba que la enseñanza en el nivel inicial no necesitaba ofrecer solo una lista ordenada de “cómohacerlos”, sino más bien entablar una conversación en el camino. Y decía también que la didáctica de nuestro nivel necesita seguir acercándose al terreno de la reflexión abierta, de la enseñanza creativa e imaginativa, y desprenderse de sus mitos, tabúes, mandatos y prohibiciones. Correrse del lugar místico que se le otorga a veces, cuando las propuestas teóricas y prácticas son interpretadas como verdades inamovibles, que el maestro debe absorber para estar “actualizado”. Esa urgencia –pensaba entonces– nos obstruye la posibilidad de constituir al pensamiento didáctico como un espacio con permisos, con muchas voces, en el que los autores sean cada vez menos parecidos a semidioses iluminados, y cada vez más interlocutores calificados que invitan a hacer pero también a pensar, a crear, a inventar y a experimentar. Desde entonces, este interés no ha hecho más que crecer. Me refiero al interés por pensar la educación infantil desde un ángulo en el que las prácticas sean el resultado de posicionamientos éticos, estéticos y políticos, además (e incluso antes que) de metodologías y procedimientos.

Con cierta continuidad y profundización de los planteos de ese libro, entonces, fue concebida esta Pedagogía del nivel inicial. Resistimos la tentación (bellamente simétrica) de ponerle como subtítulo “en clave didáctica”, porque en rigor no es la didáctica aquello de lo que se echa mano esta vez, sino cierta forma de mirar, una mirada sensible y más bien narrativa, que nos ha impulsado a nombrarlo con la imagen poética y pedagógica de “mirar el mundo desde el jardín”.

He escrito este libro tras varios años de viajar continuamente a distintas ciudades del país. A grandes capitales y a pequeñas localidades, convocado a veces por colectivos de docentes o por grupos de directoras o supervisoras que se organizaron para reunirnos y aprender juntos. Otras veces, fui invitado por las direcciones del nivel o a participar de la implementación de proyectos interesantes. Y también a eventos académicos, congresos, jornadas, defensas de tesis, etcétera. En cada ocasión, he podido ver y escuchar acerca de las tareas de docentes de nivel inicial, sus planteamientos, sus preocupaciones, sus atravesamientos, sus broncas, sus luchas. Y en el aislamiento por el COVID-19, esa mezcla de retraimiento forzado, esa interrupción violenta, entre videollamadas colectivas y clases virtuales, la escritura de este libro ha sido un viaje ella misma, y me ha devuelto constantemente los ecos de esas conversaciones. He vuelto con las palabras a cada encuentro y he tendido en estas páginas sus resonancias, simplemente para dar a leer, como quien enseña para dar a estudiar: a tientas, sin pretensiones, amorosamente.

No se hallarán aquí escrituras de altamar, de esas que salen ambiciosas a la conquista de verdades eternas, aunque a veces me he embarcado en las palabras para llegar a territorios desconocidos y, sobre todo, he seguido las huellas y las estelas que otras plumas han trazado sobre la superficie. Sí, en cambio, es posible encontrar en este libro escrituras de río, un poco amigas de lo místico, del devenir constante. Sí; creo que estas escrituras que les traigo son de río, porque acarrean historias lejanas, y si quien contempla el río es testigo del transcurrir del tiempo, del cambio (como en la imagen de Heráclito, esa de no bañarse dos veces en el mismo río), estas son escrituras fluviales porque son narrativas, siguen pistas inciertas. Son escrituras de paso que se desvían del cauce principal para explorar los meandros de los afluentes. Son escrituras de paisajes cambiantes, que ensayan más de lo que fundan, que recorren y contemplan más de lo que bautizan.

En algunos capítulos –por ejemplo, los titulados “Reír con niños” y “Pensar y conversar con niños”– he propiciado escrituras más bien lacustres, porque las cuestiones allí tratadas se han independizado un poco del resto del libro. Y, ya sabemos: un lago es la antítesis de una isla (un mojón de agua en medio de la tierra) pero, por la misma razón, en su simétrica oposición, se le parece. Es otra forma de reducto. Y si hay aquí escrituras lacustres es porque no se trata de una obra integral, sino del relato de varias historias reunidas y, aunque en muchos sentidos confluyen a un lugar común, también me he detenido largamente, y cada vez, en un territorio, una idea, un propósito. Para “darle vueltas al asunto”, como dice Jorge Larrosa.

Pero la escritura que más abunda en este libro, creo, es la escritura de arroyo. Corriente de paso, fugaz alivio de la sed, el arroyito existe y deja de existir conforme el capricho de las lluvias le da vida. Y digo que las escrituras de este libro entran en sintonía con los arroyos, porque en un punto son ligeras, un poco descaradas, como cuando se escribe en borrador; son amigas del salpicado lúdico de las palabras que se saben livianas, suaves, singulares. Además, ya sabemos: la escritura de mar es propia de las revistas científicas, la de río termina en mesas de saldos de librerías de viejo o en blogs subterráneos y a la de lago le toca ser descubierta en archivos ignotos. Las escrituras de arroyo, en cambio, se desparraman imparables en servilletas, notitas, blocs y márgenes borrosos. Y aunque esos soportes informales ya no estén, me encantaría que estas páginas fueran leídas con la actitud de quien recibe una cartita escrita con lápiz verde sobre una hoja cualquiera.

Pero eso ya no lo sabré: cada uno leerá a su modo, y encontrará en estas páginas algo diferente. Me pregunto, de todos modos: ¿cómo leerán? Es lo que se pregunta el autor cuando deja un manuscrito en la editorial. Quizás leerán como paseando, a puro disfrute. O como huyendo, tratando de salir lo antes posible del texto. Quizás como en el dentista, esperando que lo escrito no les duela tanto, o tratando de entrar, como rodeando una fortaleza, buscando alguna puerta o resquicio por el que ingresar a sus páginas. ¿Lo sentirán, de a ratos, como un texto impenetrable? ¿Leerán como frente al ropero, buscando algo que ponerse? ¿Buscarán abriendo los cajones del texto, para ver qué les queda, qué les gusta, qué descartan? ¿O leerán como en el taller mecánico, rebuscando repuestos, herramientas, piezas sueltas? A veces, me consta, se lee como en un teatro de esos con actores famosos, esperando el momento en el que hay que aplaudir. O incluso como en el templo, esperando revelaciones. Pero también se lee –como dice la canción de Drexler– como en un film de Éric Rohmer, sin esperar que algo pase. ¿Leerán la trama esperando el desenlace? ¿Leerán como exploradores, abriéndose paso a machetazo limpio por la selvática espesura del texto? ¿Lo atravesarán como en avioneta, sobrevolando el libro desde lejos? O quizás lean como viajeros en un país remoto: desde otra lengua, un poco fascinados y también un poco indefensos.

Sea como sea, deseo que sientan este libro como lo que es: una invitación amable a pensar juntos algunos rincones de la educación inicial.

Me quedan por decir tres cosas en esta Introducción. La primera es una aclaración sobre el género en el lenguaje. Soy, lo confieso, un ferviente defensor del lenguaje inclusivo, al que considero un gesto de resistencia que desafía las más rancias tradiciones patriarcales. Por ese motivo, lo uso para escribir actas en las reuniones institucionales, para expresarme en las asambleas políticas en las que participo con frecuencia e incluso para dirigirme a mis estudiantes jóvenes en algunas clases presenciales. De hecho, cuando se popularizó el empleo de la letra “e” para denominar el género abierto, me encontró ya con algunos años de inmersión en las luchas de género, pues venía de investigar la experiencia de los maestros jardineros varones (siendo yo uno) y estaba empapado de lecturas y debates al respecto. Por eso, tal vez, observé indignado la resistencia pacata de los defensores de la “buena lengua”, y redoblé su uso en toda ocasión pública, para poner en evidencia el conservadurismo de quienes creían que el lenguaje no puede ser alterado por “ideologías de género”. Aun así, debo decir que no me resulta cómodo utilizar el lenguaje inclusivo para escribir un texto ensayístico, reflexivo y por momentos literario. Creo que su empleo cabe cómodo en algunos lugares y estorba en otros. No porque haya ámbitos donde no quepan las reivindicaciones de género sino, simplemente, porque hay registros en los que su uso (que es un dislocamiento del código, que es disruptivo, que es una explícita interrupción) me impediría decir lo que quiero decir, tal como quiero decirlo. Por la misma razón, casi nadie lo usa (¿aún?) en la literatura ni en la conversación más íntima y cotidiana, donde no hay alguien a quien convencer, donde ya sabemos que estamos en confianza. Se me sabrá disculpar entonces –espero– por mi subordinación en estas páginas a algunas de las arbitrariedades formales de la lengua, cosa que espero compensar desde los contenidos.

Lo segundo que quisiera decir para introducir esta obra es que se trata de un trabajo triplemente polifónico. El primero de los sentidos de la polifonía es evidente: hay capítulos en los que las voces o las historias de algunas personas son recuperadas, y otros en las que otros y otras escriben secciones enteras, entre cuyas escrituras y la mía propia se produce un encuentro que refleja las conversaciones compartidas. El índice las anuncia como “en la escritura de…”. Allí están Jorge Larrosa, Carlos Skliar, Ángela Menchón, Florencia Sierra, Emiliano Samar, y también, de otros modos, Santiago González Bienes, Gabriel Brener, Moira Bernini, Julieta Álvarez Vigil, Milagros Foderá, Lucía Méndez, Sofía Roji y mi querido amigo –ya ausente– Marcelo Frasca, que trae su presencia a estas escrituras. El segundo sentido de la polifonía es el de la íntima conversación con algunas escrituras en particular, muy presentes en estas páginas como correlato de lecturas y conversaciones inspiradoras, con Carlos Skliar y Jorge Larrosa, especialmente, y con algunos libros que ellos han puesto en mis manos o que descaradamente he robado de sus bibliotecas. Y el tercer rasgo de comunidad en estas escrituras tiene que ver con el propio camino del libro: antes de ser un libro, este texto fue muchas cosas. Fue anotación furtiva en los márgenes, mensajito de WhatsApp, charla después de una película, mirada perdida en el cielo por la ventanilla de un avión, conversación inspirada en aulas y reuniones. Pero la que más contribuyó a su crecimiento fue sin duda su versión preliminar como material de enseñanza de una asignatura (Discusiones didácticas actuales en Educación Inicial) en el programa de la Licenciatura en Educación Inicial de la Universidad Nacional de Río Negro, donde el escribir y el conversar tuvieron lugar junto a Santiago González Bienes y a Rafael De Piano, Morena Patrizio y Alejandra Marín, con el acompañamiento e interlocución constante de Cecilia Ferrarino y todo un equipo de colegas. Agradezco entonces las lecturas ofrecidas y realizadas por todos ellos y por quienes me ayudaron a revisar partes del libro en distintos momentos o me acercaron a lecturas y materiales: Verónica Silva, Diego Díaz Pupatto, Verónica Bonatti, Natalia Jáuregui Lorda y Antonio Brailovsky, que han dejado sus huellas en estas páginas. También a mis colegas queridas/os del Eccleston, donde tanto aprendo cada día. Y, por supuesto, como siempre y como nunca, a Clara Miravalle, mi compañera de la vida, por su complicidad (otra vez) en esta aventura.

Finalmente, compartiré una infidencia sobre la trastienda del libro. Durante el proceso editorial, compartí con Carlos Skliar un conversatorio organizado por amigos de La Carlota, Córdoba. En ese espacio, titulado “Infancias de niñez, infancias de humanidad”, comenté algunas ideas que estaban creciendo en este texto. Una espectadora atenta y sensible, artista y educadora, decidió dibujar esas ideas. Y, a partir de ese encuentro de líneas, palabras y deseos, nacieron las obras de Laura Jaite que ilustran este libro. Mi agradecimiento también para ella.

Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín

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