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En el jardín se brinda tiempo

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El jardín es escuela. Es algo obvio. Ya lo sabemos. Sin embargo, aunque en el discurso pedagógico la palabra “escuela” sirve para referirse a todos los niveles de la escolaridad, desde el jardín maternal hasta la universidad, la resonancia más habitual de “escuela” es (admitámoslo), la de “escuela primaria”. La primaria es el paradigma de lo escolar, es lo escolar “por defecto”. Por eso tal vez vale la pena reafirmar la idea de que el jardín es escuela. Porque, al reafirmar esta idea, reafirmamos a la vez toda una serie de cosas que pasan (o pueden pasar, o sería deseable que pasaran) en el jardín. Esas cosas que hace la escuela –y que solo hace la escuela– como dar tiempo, abrir la experiencia, darle vida a ciertos objetos, contagiar cierto amor al mundo, invitar a “hacer juntos” reuniendo a los semejantes en el territorio de lo común, dar a balbucear distintas lenguas, jugar. De eso quisiera hablar en estas páginas: de algunas de las cosas que se hacen en la escuela y que convierten al jardín en una forma –especial, potente y singular– de escuela.

La primera y más notable significación de estar en la escuela es la de gozar de un tiempo separado del tiempo habitual, que abre la posibilidad de experiencias diferentes de las de la vida corriente. El jardín, porque es escuela, ofrece eso que ofrece la escuela y que es el sentido que se aloja en la misma etimología de la palabra escuela como “tiempo libre”. En la escuela, dicen Simons y Masschelein, “podemos decir que el tiempo escolar es un tiempo liberado” (2014, p. 33). Es decir, la escuela “libera” a los chicos (por unas horas) de todo lo que implica ser hijos, nietos, argentinos, ricos o pobres, nativos o inmigrantes, o lo que sea que les trace un camino –glorioso o penoso, atractivo o aterrador– y les indique un destino. Por eso se dice que el tiempo escolar iguala: la igualdad escolar no tiene que ver tanto con las cosas que la escuela enseña, sino con el tiempo que en ella se brinda.

Digámoslo de otro modo: la escuela no es importante solo porque enseñe cosas importantes (aunque además hace eso, claro) sino porque brinda la experiencia (cotidiana, constante, cuidada y enriquecida) de salir de la vida común, esa vida de todos los días donde uno es igual a uno mismo y no puede detenerse a pensar(se) desde otros lugares, a hablar otros lenguajes, a exponerse a otras miradas. Ese tiempo, el de estar en la escuela, es un tiempo en el que podemos descubrir qué nos gusta, qué podemos, qué nos conmueve, qué nos indigna, y qué sucede más allá de todo lo que nos gusta, podemos, nos conmueve y nos indigna. Por eso la escuela (en general, y el jardín en particular) es irreemplazable y no puede sustituirse por videos de YouTube u otros materiales informativos.

La escuela libera a los chicos y chicas de determinaciones, y les ofrece un tiempo y un lugar en el que nos preocupamos e interesamos especialmente en las cosas (…). La escuela focaliza y dirige nuestra atención hacia algo. La escuela (…) infunde en la nueva generación la atención hacia el mundo: las cosas empiezan a hablar(nos). La escuela nos hace atentos y permite que las cosas –desvinculadas de sus usos y posiciones privadas– se tornen “reales”. Provocan algo, son activas (Simons y Masschelein, 2014).

El acto de enseñar en el jardín apunta a la posibilidad de aprender, pero como (por suerte) no puede garantizar un efecto muy preciso (casi nadie regresa a casa muy seguro de haber aprendido en forma profunda o duradera algo en particular), su valor reside en algo que sí puede (por ahora) garantizar: el tiempo con las cosas, el tiempo del juego, del ejercicio, de la conversación, de la práctica. Tiempos para habitar.1

La cuestión del tiempo escolar, por otro lado, ha sido profusamente estudiada. Gimeno Sacristán, haciendo su propio abanico de tiempos escolares, afirma que en la escuela hay: un tiempo “físico-matemático” (el tiempo disponible, lo que dura, lo que se tiene cuando se “tiene tiempo”), un tiempo biológico (el del crecimiento y el desarrollo de la vida), un tiempo del discurrir (ligado a los procesos subjetivos, a la experiencia del tiempo) y hay, finalmente, una dimensión social del tiempo, que se ve, por ejemplo, en los rituales, la vida religiosa, en fin, los ritmos que la vida en común nos impone (Sacristán, 2008, p. 30). Dediquemos apenas unos párrafos a sintetizar algunas ideas de este tratado sobre el asunto.

En relación al tiempo físico, Gimeno observa que en la escuela (y en la vida) “el ciclo del tiempo que llamamos día, seguramente, constituye la unidad o forma organizativa natural y social más decisiva en la estructuración de nuestras vidas” (Sacristán, 2008, p. 32), y algo similar podría decirse de los ciclos mensuales, anuales, que tanto peso tienen en el llamado “calendario escolar”.

Sobre el tiempo biológico, Gimeno menciona el famoso reloj de flores de Carl von Linné (1707-1778, conocido como Linneo)2, un jardín diseñado para dar la hora, dado que sus especies se caracterizaban por abrirse en horarios consecutivos del día, y menciona también la obra pictórica de Hans Baldung Grien, en la que se muestran las distintas edades del ser humano. Es decir, representaciones científicas y artísticas que procuraron dar cuenta de la relación entre tiempo y naturaleza. Se refiere allí a la fatiga escolar, al cuerpo sometido a las tareas y al modo en que el rendimiento de los estudiantes en la escuela puede ser visto, también, en función de los ritmos a los que los cuerpos se someten. Cuenta entonces cómo realizó algunos ejercicios de investigación, preguntando a los alumnos qué días de la semana preferían, trazando una “curva de evolución de las ganas de trabajar durante el día”, y cosas por el estilo. En relación con el tiempo social, se detiene en el análisis de los mandatos que la vida pública impone a las distintas generaciones y a los modos en que las instituciones sociales (¡y vaya si la escuela lo hace!) marcan los ritmos de la vida. Finalmente, despliega una reflexión sobre el tiempo subjetivo en base a la idea de que lo que importa, en la escuela, no es tanto la duración o la estructuración del tiempo, sino lo que en él se hace y lo que ese quehacer significa para las personas, es decir, la “calidad” del tiempo.

Esta especie de tipología de tiempos aplicada a la escuela es un ejercicio interesante, pues a la vez que abre la complejidad de lo temporal, busca aplicar categorías genéricas al espacio de la escolaridad. Sin embargo, hay que notar que ni el tiempo físico, ni el biológico, ni el social, ni el subjetivo son tiempos propiamente escolares, aunque lógicamente se toquen con la escuela (y con todo lo demás). Y desde ya, el análisis de Gimeno se centra en la escuela primaria y secundaria y no se menciona siquiera el nivel inicial.

Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín

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