Читать книгу Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín - Daniel Brailovsky - Страница 26
Escuchar la niñez (en la escritura de Carlos Skliar)
ОглавлениеClaro está que hay que escuchar mucho más a la niñez, por supuesto, y hacerlo en un lenguaje que no sea solo jurídico o técnico o textual. Hacerlo en un plano igualitario o libertario y no bajo la lógica de la exigencia de rendimiento: la cuestión no está tanto en la acumulación de testimonios sueltos, sino en el gesto de la conversación, olvidado o perimido o puesto bajo las condiciones experimentales del diálogo. Es decir: qué se hace con lo escuchado para darle sostén, continuidad, duración, espesura; cuáles preguntas vale la pena que sigan siendo preguntas, y qué se transforma en la actividad común a partir de escuchar a niñas y niños.
Por ejemplo: cuando un niño pequeño escribe en su cuaderno que durante los meses del confinamiento aprendió letras y números, pero sobre todo aprendió a extrañar; cuando una niña apostada en una ventana siente y piensa –y escribe– que el mundo continúa de algún modo, pero su vida no; cuando un niño ciego cree percibir que todos allí afuera se han muerto: ¿son apenas frases sueltas, testimonios que se toman como anécdotas provisorias, frases enunciadas desde los márgenes que nos pueden provocar sorpresa, complicidad o dolor, y que enseguida se olvidan? ¿O son el centro mismo de una conversación que insta a reinventar la educación? ¿Su punto de partida?
Escuchar a niñas y niños nada tiene que ver con descubrir o describir un pensamiento ingenuo o una lengua precaria; muy por el contrario, y sin idealizar ni romantizar sus voces, se vuelve aquello que debería rehacer el lenguaje y el hacer educativo. Porque esa voz expresa no solo la infancia de la niñez sino de la humanidad, o de una cierta humanidad: la humanidad que deseamos, aquel lugar en que el lenguaje todavía no está acabado –en el sentido normalizador del término– y la duración de su acabamiento supone la invención, la creación, la metáfora, la corporalidad, el juego, el arte; en fin, la filosofía del instante.
Aún hoy es posible recordar, como si se tratara de un vasto presente, la conmoción que produjo leer Qué porquería es el glóbulo, del maestro Luis Firpo, editado en Argentina en 1976 pero ya recolectado varios años antes bajo el título El humor en la escuela en Montevideo, Uruguay. Quizá a partir de entonces se inauguraba, de un modo caprichoso y no del todo voluntario, ese largo registro del lenguaje de los niños de acuerdo a una impronta filosófica o de filosofía con la infancia. Bajo la apariencia de una gracia inocua y divertida, enseguida la lectura mostraría toda la seriedad, la concentración y la veracidad de las intervenciones que abrían paso a un modo de escuchar distinto del habitual: entre la severa explicación de los adultos y la libre narración de los niños se abría un abismo insondable, dos lenguas distintas, que mostraban entonces la inoportuna sequedad del discurso escolar frente a la metafórica voluptuosidad de la creación infantil.
A ese libro le siguieron otros y la memoria alcanza a recordar, por mencionar difusamente un ejemplo, aquel libro de un maestro napolitano, un tanto grotesco, luego denunciado por los padres de los niños y quitado de circulación, que mostraba de forma despiadada y burlona las formas de la supuesta ignorancia infantil, ese equívoco permanente de aquellos que ven en el origen de la palabra un rudimento sin sentido, vacío y disparatado, soso y apenas divertido, que se corregirá con el paso del tiempo.
Pues bien, las prácticas poéticas y filosóficas con niños abren la puerta para pensar de qué se trata eso que llamamos la forma infancia del lenguaje, del pensamiento, de la percepción, de la atención y de la invención.
Y aquí habría que separar cuidadosamente a la niñez de la infancia: por una parte, la duración de un tiempo cronológico, de un ciclo, un pasaje que transcurre en los primeros años de vida y culmina, de acuerdo a variaciones culturales y sociales, en el tránsito a la adolescencia. Por otra parte, una particular experiencia del tiempo, en el tiempo, con el tiempo, cuya duración no es medible salvo en términos de intensidad e instante, que algunos viven durante la niñez –pero no todos–, que algunos no viven nunca, que otros vivirán más tarde y que otros, en fin, vivirán toda la vida.
Infancia, así, no denota una edad sino una relación especial en la que el tiempo parece liberarse de su carácter únicamente cronológico y tirano, cuando predomina el deseo de ficción por sobre la obstinada necesidad de realidad, el desprendimiento del utilitarismo y el provecho de los objetos, y la equivocación poética de la lengua donde predominaría lo perceptivo por sobre lo conceptual.
Sobre esa experiencia temporal singular habría algo más para decir: las culturas occidentales actuales tienden a pensar la infancia como sinónimo de niñez, y a la niñez como un objeto de atención cada vez más temprano para futuras inclusiones en la lógica del derecho y en el mercado de trabajo. Así, la vida adulta se ha encontrado frente a un doble problema: no solo su vida se ha estrechado al convertirse en un “tener que ganarse la vida”, sino que además se le vuelve imposible aquel gesto melancólico y de salvaguarda que consiste en regresar hacia la infancia para encontrar algo de aire en un mundo cada vez más tumultuoso y barullento.
Se sabe que todo lenguaje comienza materno, ventral, fecundo, lúdico, narrativo y metafórico. Aquello que los niños en atmósfera de infancia viven es una experiencia poética de la lengua. Y se sabe también que, con el paso del tiempo, el lenguaje deviene paterno –de padrón, de patrón–, estructura, Ley. Si la experiencia de la infancia se continúa en otras edades, ese devenir mantiene ambas formas de la lengua en un frágil pero existente equilibrio; si tal experiencia es coartada, reducida o masacrada, solo se dispone de un lenguaje para la información y para la opinión.
Hace tiempo que se advierte que una buena parte de los niños ya no pregunta “por qué” y sí “para qué”, como si se hubiese adelantado el tiempo adulto en sus vidas. El “por qué” abre el mundo, el “para qué” lo angosta; el “por qué” abre el relato, el “para qué” lo confronta con la finalidad y la clausura; el “por qué” sugiere la narrativa, el “para qué” supone estructuras detenidas, conclusivas.
Los niños en estado de infancia pueden perder el tiempo en asuntos inútiles y en divagaciones sin provecho. Eso es lo que se espera de ellos y eso mismo es lo que deberíamos ofrecer o posibilitar o, al menos, no impedir.
Notas
1. El libro Defensa de la escuela, de Simons y Masschelein, rodea de una manera interesante esta idea de la escuela como tiempo liberado. Pensando en la relevancia y el valor de esa obra, en septiembre de 2020 ofrecí una clase abierta comentándolo. La misma está disponible en video, en: defensadelaescuela.
2. Pablo Capanna ha publicado una bellísima reseña biográfica de Linneo titulada El bibliotecario de la naturaleza www.pagina12.com.ar.
3. Especial: jardines de infantes, de B. Stagnaro, www.encuentro.ar