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El juego como tacto atencional

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En la escuela, las montañas y los ríos se convierten en líneas sobre los mapas, los episodios históricos en cosas que cuentan los libros y los próceres nos miran desde adentro de un cuadro. En ese primer sentido, literal y tal vez degradante (porque en efecto, el río se degrada al convertirse en una línea), la escuela crea materialidades. Rousseau, en su Emilio –donde traza todo un programa de educación natural, contraria a estos artificios– se queja amargamente de esta sustitución de las cosas por objetos que las representan:

¿Queréis enseñar la geografía a ese niño, y le vais a buscar globos, esferas y mapas? ¡Cuánta máquina! ¿Para qué todas esas representaciones? ¿Por qué no comenzáis enseñándole el objeto mismo, para que al menos sepa de lo que se trata? (Rousseau, 1955, libro 3, p. 209).

Sin embargo, en las materialidades que crea la escuela podemos ver también un sentido positivo, transformador. Y los objetos del jardín van en esta segunda dirección: no degradan las cosas convirtiéndolas en “meras representaciones”, no son versiones desteñidas del mundo real, sino que son cosas nuevas. Podríamos decir que son artesanías originales e ingeniosas creadas por los maestros y maestras para generar un ambiente de enseñanza, un ambiente de juego, un ambiente en el que todo esté al servicio de vivir experiencias ligadas al aprendizaje y a hacerse preguntas. Jorge Larrosa se refiere a eso cuando dice que el gesto del profesor tiene que ver con una operación material, por aquello de las “materias” escolares: las materias son materias también porque son materiales. Una materia de estudio es “un asunto sobre el que se va a leer, a escribir, a conversar, tal vez a pensar (…) que el docente pone sobre la mesa, como diciendo ‘esto es para vosotros’” (Larrosa, 2020, p. 47). Tal vez pasa algo parecido cuando llevamos alguna cosa a la sala (una lámina, un juego nuevo, un objeto en una caja) y les decimos a los chicos “¿Saben qué traje hoy?”. Los gestos de la enseñanza en el jardín, como diremos en las páginas finales de este libro, se pueden pensar como un “traer algo”, “proponer”, “hacer juntos” y “dar a mirar”.

En el jardín, esta “puesta en objetos” del mundo se concreta de muchas maneras, pero, claramente, la más interesante es el juego. Porque jugar es –con toda exactitud– dar al mundo una materialidad diferente. Representativa, sí, como los mapas y los libros, pero sobre todo imaginativa, abierta, y muy pero muy tangible. El juego es, en su dimensión material, una forma de “tacto atencional” que los chicos ejercen respecto del mundo. Un tacto atencional en el sentido de que miran con las manos y, al tocar, manipular y nombrar jugando, prestan una forma de atención muy física, muy real, muy vívida, a la que podemos comparar con los ejercicios típicos de la escolaridad primaria. Esa atención fuerte de las tareas, ese “esfuerzo fecundo” (un bello término del escolanovista cubano Alfredo Aguayo)1 que demandan los ejercicios, esa experiencia física de contactarse con versiones palpables del saber a través de lápices y voces reunidas –todo eso que en edades posteriores se asocia al estudio– encuentra aquí cierto correlato en el juego. Esta relación es un punto en el que me gustaría detenerme, porque en realidad siempre se mira a las tareas escolares de la primaria como “lo contrario” del juego en el jardín. Y si ambas son formas de tacto atencional, modos de empujar hacia lo sensorial, lo corporal y lo material aquella experiencia de fijarse en las cosas, entonces quizás no estén tan lejos la una de la otra.

Había una vez un 25 de mayo que, recordando aquel de 1810, se había ido convirtiendo en efeméride obligada en escuelas y jardines. Ese 25 de mayo encontró a las maestras del jardín y la primaria reunidas, para armar un acto juntas. La reunión fue agitada y se pusieron sobre la mesa algunos contrastes entre ambos niveles de enseñanza. Una maestra del jardín propuso hacer un títere de Mariano Moreno y contar la historia de alguien que quería leer y no tenía libertad para hacerlo. Una de primaria dijo que Moreno no cabía en un títere, que convertirlo en un personaje que “perdió su librito” era banalizar la historia. Alguien más agregó algo (que no se entendió bien) sobre un nosequé de la transposición didáctica, y otra le respondió que transponer no es subestimar ni disminuir. Entonces la cosa se puso espesa. Una de las maestras de jardín (vehementemente apoyada por sus compañeras) dijo que el juego no banaliza las cosas ni supone que los chicos sean estúpidos, sino que las acerca a su nivel, a su mirada infantil, y que los hechos les resultan más atractivos si se los presenta en forma de juego. Y las de primaria, agregó, deberían hacer lo mismo de vez en cuando. Las de primaria (ya atrincheradas de un lado de la mesa) alegaron que ellas también jugaban con los chicos, solo que los chicos “saben que es un juego”. “¡Los de jardín también saben que juegan!”, defendieron las jardineras. Una de las maestras de primaria (más serena y aún con ganas de conversar amigablemente) intervino, diciendo: “Saben que juegan, pero el juego los atraviesa más… ellos están convencidos de que ustedes juegan con ellos para pasarla bien y porque los quieren mucho. Los nuestros saben que lo hacemos para enseñarles algo”. “Además –agregó otra– ustedes no tienen la obligación de trabajar todos los contenidos de sociales, a ustedes no las corren con el diseño como a nosotras. Por eso pueden usar títeres en lugar de libros”. Alguna de las jardineras atinó a responder a eso de “correr” con el diseño argumentando que las cosas pueden no estar en los libros de lectura sino en los objetos, por ejemplo, en un títere de Moreno, pero ya nadie la estaba escuchando.

Ya las profes han dicho casi todo, pero digamos una cosita más acerca de este gesto comparativo entre jardín y primaria: creo que ambos niveles tienen más en común de lo que creemos. O, dicho de otro modo: que ambos son escuela por razones parecidas. Pero para explorar estas semejanzas hace falta descorrer dos cortinas bastante pesadas: la primera es la de esa mirada punzante sobre cualquier cosa “típicamente escolar” como venenosa, como tradición autoritaria que debe ser desarmada, es decir, la escuela como aquello a lo que se critica y que debe ser transformado, incluso antes de entenderlo o describirlo. Y la segunda cortina (que es un poco el reverso de la primera) es la de esas ganas locas del jardín de diferenciarse de la primaria (especialmente de todo lo acartonado, lo criticable, lo vetusto, lo solemne). Es posible que, aflojando esas dos tensiones, se pueda pensar mejor al jardín como escuela. El huequito por el que puede mirarse esa posibilidad, en este caso, es el de los objetos como destinatarios lúdicos de la tarea y la atención escolar, esa que no vive solo en cuadernos renglonados.

Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín

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