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La experiencia como travesía

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La travesía implica, por supuesto, el acto de atravesar. Y se liga especialmente a la experiencia, porque experimentar es, también, según cierta etimología, “atravesar el peligro”, exponerse. Si el paseo requiere de transeúntes relajados y dispuestos al disfrute, la travesía en cambio demanda algo de valentía y espíritu de aventura.

La travesía, nos dice Skliar, “pierde su destino porque no tiene meta. No es finalidad, es la duración del durante” (2015). Emprendemos travesías olvidándonos de dónde salimos y sin pensar en llegar; nos ocupan los desafíos que enfrentaremos en el medio. Si los paseos transcurren en lugares cuidados, decorados, parquizados por la mano humana, las travesías en cambio se internan en lo salvaje. Paseamos por la costanera, pero las travesías nos llevan por selvas, bosques y océanos. La audacia del que emprende la travesía se parece, en clave infantil, a su palabra hermana: la travesura.

Los proyectos pedagógicos, esos que imaginó Kilpatrick hace cien años –esa forma de pensar la enseñanza que consiste en decirnos “hagamos esto juntos”– se parecen casi siempre a una travesía (Kilpatrick, 1918). El proyecto se funda en un deseo compartido, en un propósito común. Y, aunque en libros de didáctica y diseños curriculares las descripciones superficiales suelen definirlos como las estructuras didácticas que “tienen un producto”, todo el proyecto, su riqueza y su valor, se encuentran en el proceso, en el mientras, en las infinitas bifurcaciones del tránsito hacia ese producto, que solo funciona a modo de utopía. En el proyecto se enseña haciendo.

Hay proyectos que están concentrados en la creación o en la fabricación de algo –una huerta, una exposición, una obra de teatro– o en la resolución de un problema –la falta de un espacio para jugar, la contaminación del agua–. En esos casos, efectivamente se arriba a cierto resultado, tangible y durable. Pero también hay proyectos cuyo propósito es la pura inmersión en un determinado mundo, desafiante y nuevo. Hay proyectos que se proponen acceder y degustar porciones insospechadas de la realidad. Y hay proyectos que apuntan al fortalecimiento, al crecimiento a través de involucrarse con una causa.

Había una vez un pueblo muy pequeño en el que ya no había cine. La vieja sala de cinematógrafo que existía sobre la plaza principal se había convertido hacía mucho tiempo en un templo evangelista, luego en un supermercado, luego en una sucursal del Banco Provincia. Del cine habían quedado recuerdos en la memoria de los mayores y relatos en los oídos de los más jóvenes. Pero cine ya no había. En uno de los jardines de infantes de este pueblo, una maestra se dio cuenta de que sus niños jamás habían ido al cine a ver una película. Para ellos, el cine era algo que se miraba en las pantallas de las computadoras, los televisores o los celulares. El cine era una experiencia doméstica que no tenía nada que ver con la vida pública. Era mirar algo público desde la comodidad del sillón del living, y no lo contrario, es decir, concurrir a un lugar público para asomarse a las pequeñas escenas de la vida privada que muestran las películas.

Entonces, la maestra decidió buscar la manera de que todos sus alumnos y alumnas fueran juntos al cine. La travesía hasta el cine los hizo pasar por rifas, colectas, cartas a concejales, reuniones con las familias, historias acerca del cine contadas por padres y abuelos, y una entrevista a un viejo que había trabajado como boletero en el cine del pueblo, ese que luego desapareció. Así descubrieron juntos que la del cine era una historia fantástica, llena de otras pequeñas historias, voces, huellas. Y que, del mismo modo que el cine se había perdido, su regreso era cuestión de tiempo, de deseos y de travesías.

Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín

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