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Los objetos son relatos y manuales de instrucciones

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Pero ¿qué es un objeto? ¿Qué es una cosa? Permítanme traer una idea de Santiago Alba Rico, que se ha convertido, ya puedo decirlo, en mi filósofo español de izquierdas (toda una categoría) favorito, y a cuya lectura arribé –como a tantos libros– siguiendo los pasos lectores de Jorge Larrosa. Desde su óptica, cada cosa encierra, a la vez, un relato y un manual de instrucciones. El relato es el relativo a cómo fue concebido, fabricado, y es también, de alguna manera, la historia de sus propietarios. Pero, a la vez, una silla nos cuenta cómo se hace una silla. Las cosas son, en efecto, “tiempo detenido, memoria materializada ante nuestros ojos, el pasaje grumoso entre el pasado y el futuro que reúne en un coágulo engaño placentero y conocimiento” (Alba Rico, 2013). Y rescatar esas historias y esas instrucciones que los objetos contienen es una hermosa manera de pensar estos ejercicios de tacto atencional en el jardín.

En su bella canción Con dos X y un tango, Alejandro del Prado enumera los objetos que lo atan al siglo veinte (el de las dos X, claro). Y enumera boletos capicúa, ceniceros, discos de vinilo, olor a kerosén, cosas así, de las que adornaban aquellos años.2 La canción muestra a alguien que lleva una época a cuestas, llenándose de objetos que la reflejan. Los objetos son parte del mundo, con todo lo que el mundo tiene de lugares, tiempos y objetos. Para Del Prado, esos objetos cuentan su historia y explican cómo se vive en el siglo XX. Hagan el ejercicio, mientras leen este libro, de pensar cuáles son los objetos que constituyen su propio kit de vida cotidiana. Yo escribí esta página en la cocina, a mi lado estaba el mate que me regaló un amigo artesano, con la yerba un poco lavada de las nueve y media (pero no tanto, porque es de molienda uruguaya, que dura más) y el termo, cuyo interior de vidrio ya me he cansado de reponer cada vez que se rompe. Tiene pegadas tres fotitos adhesivas del rostro de Gardel que me regalaron en el museo gardeliano la última vez que lo visité. Y solo en ese objeto, en ese mate que va y viene entre mi compañera y yo, ya hay historias e instrucciones: la historia de mi amistad, de mis viajes, de mi gusto por el tango, de mi pareja, de mi país y sus tradiciones, de mi época y sus fragilidades. Las instrucciones sobre la hechura del mate, su alternancia en la ronda, la reposición del termo roto y el uso de las calcomanías (otro cliché del siglo XX).

¿Será que enseñar en el jardín es –puede ser, sería bueno que fuera– contar las historias de los objetos y seguir sus instrucciones? ¿Podemos imaginarnos nuestra tarea como la de quienes, ante los chicos, leen y traducen lo que dicen los objetos?

Hacerlo es, además, ir en contra de cierta tendencia de esta época que nos toca vivir, que induce a mirar a las cosas no ya como tales, sino como mercancías. No como cosas que cuentan historias y dan instrucciones, digamos, sino como cosas que cumplen funciones, cosas intercambiables: no valen por su alma de cosa, sino por su precio y su brillo en las góndolas. Y los chicos son excelentes guerreros en esa batalla, porque papá puede comprarse un auto nuevo de millones de pesos, pero su hijo verá solo un auto rojo y en los faroles del frente notará ojitos que lo saludan. Y en la calle pueden aturdirnos las propagandas gigantes y agresivas que nos gritan “¡Comprá!”, pero los chicos solo percibirán un dinosaurio, un sándwich gigante o una montaña. Porque el tiempo de la infancia, ya lo decíamos, es el del presente, es no utilitario, es soberano de su propia mirada, y eso hace de los chicos excelentes lectores de las historias y las instrucciones que habitan en las cosas.

Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín

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