Читать книгу Curso rápido para hablar en público. La voz, el lenguaje corporal, el control de las emociones, la organización de los contenidos… - Daniela Bregantin - Страница 11

Lección II
Comunicar: pensamiento en acción
Comunicación: juego de influencias recíprocas

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¿Cuál es, si existe, la diferencia entre informar y comunicar? Y, más específicamente, ¿qué significa comunicar?

Como siempre, partir de la raíz de la palabra ayuda a comprender mejor el significado y el uso. Informar, del latín informare, quiere decir «dar forma», mientras que comunicar tiene su origen en el término latino communis, «común», y significa «poner en común, compartir, entrar en relación con alguien»: el interlocutor, el destinatario del mensaje.


INFORMAR…

Informar, por tanto, da forma a algo, y este algo está constituido por la realidad. Como acto de «dar forma», confiere una estructura a lo real, lo ordena, lo clasifica y, gracias a este trabajo de reordenación, lo simplifica, lo hace más accesible, ayuda a moverse fácilmente en el mundo de la complejidad.

Donde existe circulación de información, los procesos de toma de decisión y operativos son más ágiles y simples. Consideraciones estas que afectan a todos los ámbitos de la realidad, tanto si se trata de la vida en el seno de una empresa como de nuestra actividad como ciudadanos o del ámbito privado.

Si bien, al igual que para comunicar, informar requiere dos o más sujetos, en este caso resulta más evidente la relación entre el sujeto y aquello que le rodea, entre el sujeto y la realidad. La transferencia de datos e informaciones entre emisor y receptor tiene la finalidad de hacer más simple la acción del receptor en su mundo, en un mundo «iluminado» por la información.


… Y COMUNICAR

El significado de comunicar se encierra, en cambio, en el término común – o, como sugiere el diccionario, «perteneciente a una comunidad de personas»—, palabra que nos conduce inmediatamente a aquello que fundamenta la comunicación: la relación entre individuos. En la comunicación no pesa tanto la relación con la realidad como la que existe entre emisor y receptor con respecto a ella.

También la comunicación pivota en torno a un objeto que, como en la información, es el mundo, pero no para darle forma, sino sentido.

«Básicamente, los individuos que comunican ponen en común una determinada visión del mundo; a través de la comunicación el mundo adquiere significado, tantos significados como comunicaciones sean posibles» (G. Arena).

Dado que la comunicación se ocupa de significados y no de datos, como sucede en cambio en la información, resulta evidente que la posibilidad de incidir sobre dimensiones no racionales, de activar la emotividad, de irrumpir en el reino de lo subjetivo está implícita en el proceso comunicativo.

Si quisiéramos representar gráficamente ambos conceptos, podríamos asociar la palabra informar a una línea recta unidireccional, como aparece a continuación:


y la palabra comunicar, además de a la línea de ida, también a una de retorno:


o bien a un círculo (el loop comunicativo):


Resumiendo, podemos definir el proceso de informar como un recorrido de una vía, mientras que comunicar siempre implica dos vías, una de ida y otra de vuelta.

Proceso de doble dirección que, en la relación directa emisor-receptor (si se trata de una relación entre dos o del intercambio comunicativo entre el orador y los presentes en la sala), siempre puede valorarse mediante la escucha y la observación directa.

Son precisamente estos dos actos, la escucha y la observación, los que permiten comprobar si la comunicación funciona o no, si se ha adoptado un acercamiento comunicativo adecuado o si es necesario «corregir el tiro».


LA INTERACCIÓN CIRCULAR

«Los sistemas interpersonales pueden ser considerados sistemas de realimentación, porque el comportamiento de cada persona influye y es influenciado por el comportamiento de cada una de las demás».

Con estas palabras Paul Watzlawick, investigador del Mental Research Institute de Palo Alto en California, nos sitúa en el meollo de lo que significa comunicar: un juego de influencias recíprocas.

El orador influencia a su público y es influenciado por este. El modo en que nos presentamos y en que mostramos nuestros argumentos provoca, produce una respuesta en el público. De manera similar, el comportamiento manifestado por el público frente a nosotros y nuestras palabras suscitará una reacción por nuestra parte.

La comunicación es una creación que se realiza entre dos: nosotros y el público. Pero ¿cómo podemos saber si funciona o no? De manera empírica. Mediante el ensayo y error. A través de la observación de nuestra audiencia y de su manera atenta, continua y concentrada de escuchar.

¿Cuál es la respuesta del público, verbal o no verbal, a nuestras palabras? ¿Nos está siguiendo o está bostezando? ¿Se mantiene atento, se siente atraído por nuestras palabras o bien parece distraído, ausente, en las nubes?

Sólo esta atención constante nos ayuda a valorar el resultado de nuestra intervención y nos permitirá, si es necesario, «cambiar de rumbo».

No consideraremos a ese grupo de oradores que se aferran a su presentación en Power-point y parecen olvidarse de que están allí para hablar a las personas. He visto a muchos a lo largo de los años y considero que no hay nada más aburrido que una intervención de este tipo. David Bernstein escribe:

«La comunicación es: quién dice, qué, a quién, a través de qué canal y con qué efectos. Es una actividad compleja, dinámica y continua, donde se producen muchos viajes de ida y vuelta. […] la comunicación es dinámica, cambia el conocimiento de los participantes e influye en las relaciones entre ellos».

Este proceso dinámico y complejo prevé algunos presupuestos, a partir de los cuales es posible llevar a cabo elecciones comunicativas eficaces.

Veámoslos.


No se puede no comunicar

«Si se acepta que el comportamiento en su conjunto en una situación de interacción tiene valor de mensaje, es decir, es comunicación, se deduce que, aunque nos esforcemos, no podemos no comunicar».

Frente a esta afirmación de Watzlawick, dan ganas de jugar un poco con el conocido cogito ergo sum cartesiano y convertirlo en «comunico luego existo» o, invirtiendo los términos de la expresión, «existo luego comunico».

Cualquier cosa que hagamos, o no hagamos, si es percibida por otro, resulta comunicativa: es comunicar.

Tanto si hablo como si callo, tanto si me muevo como si estoy quieto, envío un mensaje a mi público; conviene recordarlo.

Es necesario desarrollar una gran conciencia y prestar atención continuamente para que nuestra comunicación se mantenga en sintonía con nuestra intención comunicativa, para que no se produzca una fuga de información que consideramos no idónea en la situación comunicativa que afrontamos.


El mapa no es el territorio: realidad y representación

«El mapa no es el territorio»: esta expresión del semiólogo Alfred Korzybski (en realidad, la frase entera es: «El mapa no es el territorio; el mapa no cubre todo el territorio; el mapa es autorreferencial») ha alcanzado una notable difusión en el ámbito de la comunicación.

Las posibles consideraciones que cada uno de nosotros da a una interpretación necesariamente subjetiva de la realidad nos ayuda a explicar las dificultades que a menudo podemos llegar a encontrarnos en nuestras relaciones sociales. Dificultad para comprender al otro debido a interpretaciones del mundo y comportamientos que nos resultan incomprensibles, si los filtramos a través de nuestro modo de analizar y actuar.

Al respecto, son emblemáticas las pocas líneas que siguen, extraídas de Anna Karenina, la célebre novela de Leon Tolstói. Dos de los personajes principales están casándose y, mientras el sacerdote pronuncia las palabras «Dios eterno, que has reunido a quienes estaban separados, que has establecido entre ellos una alianza de amor indestructible, que has bendecido a Isaac y Rebeca, que has mostrado a sus descendientes Tu promesa; bendice también a estos tus siervos, Konstantin y Ekaterina, conduciéndolos por el buen camino…», Lévin (el esposo) piensa: «Que has reunido a quienes estaban separados y has establecido entre ellos una alianza de amor. ¡Qué profundas son estas palabras y cómo corresponden a lo que se siente en este momento! ¿Siente ella lo mismo que yo?».

Y sigue el autor:

«Y, girándose, encontró la mirada de ella. Y de la expresión de esta mirada concluyó que ella sentía lo mismo que él. Pero no era cierto. No comprendía las palabras del servicio divino y no escuchaba siquiera…».

Me parece que estas últimas líneas describen muy bien la imposibilidad de superponer la realidad y la representación, así como las interpretaciones erróneas que a menudo derivan de este hecho.

«“El mundo es una representación mía”: he aquí una verdad válida para cualquier ser viviente y pensante» (A. Schopenhauer).

Todos nosotros interpretamos las palabras y los comportamientos de los demás a través de un mapa de referencia construido sobre un entramado de experiencias, creencias, valores, referencias culturales, que, aun teniendo puntos de contacto con el mapa de referencia del interlocutor, sólo puede ser subjetivo. Dichas interpretaciones, como nuestra experiencia cotidiana nos confirma, producen continuamente distorsiones comunicativas.

«Día tras día, hora tras hora, creamos malentendidos porque sobrepasamos límites bien definidos; oscurecemos el sentido del tú allí y yo aquí; mezclamos de diversos modos, con frecuencia de manera muy superficial, lo subjetivo y lo objetivo. Hacemos de los otros una simple extensión de nosotros mismos, atribuyéndoles nuestros pensamientos y nuestros comportamientos o valorando a la ligera su naturaleza, después de responderles como si fuesen realmente personajes que hemos inventado. O bien les obligamos a asumir un papel de doble de algún actor de nuestra anterior representación» (Hiram Haydn).

Dichas consideraciones refuerzan posteriormente el presupuesto de que, para obtener resultados satisfactorios, un orador debe explicar su propia interpretación del mundo teniendo en cuenta la diversidad de interpretaciones que realizará el público.

Conocer al público, lo que espera, sus valores, el ambiente cultural y profesional del que procede, tiene precisamente la función de permitir al orador estructurar una intervención que tenga presente tanto como sea posible las «representaciones» del público. Porque esto permite el encuentro, la comprensión recíproca, y, como escribe Luft, «[…] cuando nosotros y los demás comprendemos y nos sentimos comprendidos simultáneamente, en aquel momento el mundo es nuestro hogar».


Relación y contenido

«Toda comunicación tiene un aspecto de contenido y otro de relación, de manera que el segundo clasifica al primero y es, por tanto, metacomunicación» (P. Watzlawick).

El contenido es la información transmitida, la relación es aquello que define a dicha información. La relación es información sobre la información: metacomunicación, por tanto.

Una cosa es decir: «La voz es un instrumento que debe utilizarse con delicadeza», y otra: «Sigue hablando así y dentro de una hora estarás completamente afónico». La información vehiculada es la misma, la relación expresada no.

A veces basta con cambiar el tono de la voz para transmitir un metamensaje diferente. O decir lo mismo en diferentes contextos.

«Debe saber que todos tenemos tres cuerdas de reloj en la cabeza. La seria, la civil y la loca. Sobre todo, debiendo vivir en sociedad, utilizamos la civil; por eso está aquí en medio de la frente. – Nos comeríamos, señora mía, uno al otro, como perros rabiosos. – No se puede. – Me comería – por ejemplo— al señor Fifi. – No se puede. ¿Y qué hago entonces? Doy cuerda a la civil, y voy a su encuentro con cara sonriente, extendiendo la mano: “¡Oh, cuánto me alegra verle, querido señor Fifi!”. ¿Comprende, señora? Pero puede llegar el momento en que las aguas se enturbien. Y entonces… entonces, en primer lugar, doy cuerda a la seria, para aclarar, poner las cosas en su sitio, dar mis razones, decir, sin miramientos, lo que debo. ¡Y si no lo logro, desato, señora, la cuerda loca, pierdo el mundo de vista y ya no sé lo que hago!

«[…] ¡Usted, señora, en este momento, perdóneme, debe haber girado sobre sí misma – porque le interesa (no quiero saberlo)– la cuerda seria o la cuerda loca, que le zumba dentro como cientos de abejorros! En cambio, querría hablar conmigo con la cuerda civil. ¿Qué ocurre? Ocurre que las palabras que salen de su boca son de la cuerda civil, pero están fuera de lugar. ¿Me explico?».

Este monólogo de Ciampa, de El gorro de cascabeles, de Luigi Pirandello, pone en evidencia el conflicto que puede existir entre contenido y relación en el ámbito comunicativo. Queremos decir algo y nos sale otra cosa. Basta con pensar en las veces en que estamos molestos por algún motivo y no queremos admitirlo. Mientras decimos: «No me pasa nada» o «No ha sucedido nada», el tono de nuestra voz, nuestra mirada o los gestos de nuestro cuerpo dicen lo contrario.


La transacción ulterior de Berne

Eric Berne, padre del modelo psicológico que lleva el nombre de análisis transaccional, propone algo muy similar al hablar de la transacción ulterior, que define como el modo de comunicación en el que se envían al mismo tiempo dos mensajes: uno manifiesto y otro oculto. Aparecen en este caso un nivel social de comunicación, que está representado por el mensaje manifiesto, y uno psicológico, es decir, el mensaje oculto.

Imaginemos que un marido pregunta a su mujer dónde están sus camisas y ella responde que las ha colocado en el cajón. Parece un intercambio normal de información entre dos personas adultas, pero si el tono de él fuese duro y acusatorio y el de ella lastimero, podría leerse algo más tras esa pregunta y esa respuesta. Quizás el marido está recriminando indirectamente a la mujer por el desorden con el que esta trata sus cosas y ella se está lamentando por las continuas críticas de él.

Las palabras (contenido) indican una cosa y el tono con el que se dicen (relación), otra distinta.

El orador deberá prestar mucha atención, si quiere resultar coherente, y, en consecuencia, creíble en el ejercicio de su comunicación, para lograr que ambos planos coincidan. En caso contrario, se arriesga a que sus palabras «estén fuera de lugar». Naturalmente, la interpretación y los resultados son diferentes si se trata de un juego manifiesto y compartido con el público, como sucede en los discursos de tono irónico.

«Con el tono adecuado, todo se puede decir. Con el tono equivocado, nada: la única diferencia consiste en encontrar el tono» (George Bernard Shaw).

La ventana de Johari

Este modelo, fruto de la investigación de los psicólogos Joseph Luft y Harry Ingham y aplicable a cualquier interacción humana, pretende explicar a «la persona en su totalidad en relación con los demás». En especial, los cuatro cuadrantes que componen el modelo valoran «los comportamientos, los sentimientos y las motivaciones» de la persona en relación con el interlocutor o los interlocutores.


A través de los diferentes cruces entre aquello que conocemos o no conocemos de nosotros mismos y lo que conoce o no conoce sobre nosotros el interlocutor, se definen algunas áreas de relación con características diferentes.

El cuadrante I es el área abierta, aquello que es compartido y conocido por ambos interlocutores. Está formado por aquello que, intencionada y conscientemente, revelo a mi interlocutor, el lugar de la comunicación querida y realizada.

«El cuadrante abierto, el área de la actividad libre, es una ventana abierta al mundo, incluido el propio yo. El comportamiento, los sentimientos y las motivaciones conocidas por uno mismo y los demás constituyen la base para la interacción y el intercambio. […] La apertura hacia el mundo implica una fase de continuo desarrollo y crecimiento», dice Luft.

Para que una relación sea rica, es necesario que los interlocutores estén dispuestos a compartir información sobre sí mismos.

El cuadrante II incluye informaciones que nos afectan, pero que desconocemos, y que, en cambio, nuestro interlocutor conoce. Dado que considero que para el ejercicio del arte oratorio pueden resultar útiles algunas reflexiones sobre esta área, dedicaré el siguiente apartado a profundizar sobre el tema.


El cuadrante III es el área oculta.

«Aquello que es conocido por el individuo e ignorado por los demás es el campo de lo privado. Aquí impera la discreción. El tercer cuadrante es un almacén para todo aquello que sabemos, incluido aquello que sabemos de nosotros mismos y de los demás, pero preferimos no divulgar. […] El problema clave es la corrección en la revelación de uno mismo» (Luft).

Si es cierto que un intercambio rico y, por tanto, la decisión de transferir material desde el área oculta hasta la abierta son necesarios para una relación provechosa, también lo es que revelar cosas de uno mismo que el otro no está dispuesto a aceptar, o que no son adecuadas al momento y la situación, puede producir resultados negativos en términos de relación. Una correcta revelación de uno mismo es fruto de la atención prestada a uno mismo, al otro y a la situación: requiere análisis y sensibilidad.

El cuadrante IV se puede definir también como el territorio del inconsciente. Existe un área extensa de la que ni el individuo ni el interlocutor tienen conocimiento.

«El cuarto cuadrante contiene todos los recursos no aprovechados de la persona. […] en C4 se encuentran también los rastros de las experiencias vividas. […] sabemos mucho más de lo que conscientemente conocemos» (Luft).

Lo que sabemos de nosotros mismos es sólo una parte infinitesimal de lo que constituye nuestro ser, que comprende también nuestro inconsciente. Al respecto, Bobbio afirmaba que aquello que llamamos conciencia es algo similar a la poca agua que se observa en un pozo sin fondo. Esto significa que, más allá de los límites de lo que recordamos, existen percepciones y acciones que nos resultan desconocidas e incognoscibles, porque ahora ya no forman parte de nosotros, sino que pertenecen a un nosotros que existió en otro tiempo y otro lugar y que ahora ha desaparecido.

«En el fondo, el conocimiento que tengo de mí mismo es oscuro, interior, inexpresable, secreto como una complicidad» (M. Yourcenar, Memorias de Adriano).

Consciente, preconsciente, inconsciente

Al respecto, Freud sostiene que el área consciente, es decir, la de la conciencia, aquella que coincide con nuestra actividad diurna y de la que tenemos conocimiento, es muy reducida respecto al área que nos resulta desconocida, la que identifica con el preconsciente y el inconsciente. El preconsciente representa el conjunto de materiales psíquicos (deseos, recuerdos…) que, aun siendo inconscientes, pueden hacerse fácilmente conscientes. El inconsciente, en cambio, se refiere a los factores psíquicos que se mantienen desconocidos mediante la represión (mecanismo a través del cual se mantienen fuera del ámbito de la conciencia experimentos y pensamientos), y que sólo a través de un trabajo específico y con gran esfuerzo pueden aflorar hasta la conciencia.


Este concepto puede explicarse con la metáfora del iceberg: es una característica del iceberg que la parte emergida sea mucho menor que la que se halla bajo el agua; del mismo modo, el área desconocida del hombre es mucho mayor que aquella de la que es consciente.

«Hemos aprendido a considerar la conciencia como verbal, explícita, articulada, racional, lógica, estructurada, aristotélica, realista y sensible. Comparándola con la profundidad del ser humano, los psicólogos aprendemos a respetar también lo inarticulado, lo preverbal y lo subverbal, lo tácito, lo inefable, lo mítico, lo arcaico, lo simbólico, lo poético y lo estético. Sin todo esto, nada de lo que diga una persona puede ser completo» (Abraham H. Maslow).

LA CÁMARA OCULTA

«El otro posee un secreto: el secreto de lo que soy» (Jean Paul Sartre).

En nuestra interacción con los demás existe un área, una zona gris, donde algunos comportamientos y motivaciones son ignorados por el propio individuo pero conocidos por los demás. Es lo que nos dice el segundo cuadrante de la ventana de Johari.

Se trata de un área que despierta una sensación de peligro. Y, precisamente, subraya Luft: «Las áreas ciegas aumentan el riesgo de vivir con nosotros mismos y con los demás […] Los demás tienen capacidad para obligar al individuo a conocer cosas que no está preparado para percibir».

Esta área es muy interesante para el orador. Hay algo de nosotros que se nos escapa y que puede percibir nuestro público.

En ciertos aspectos, el público tiene una visión de nosotros superior a la que nosotros mismos podemos llegar a tener. No poseemos un órgano de la vista, una «cámara oculta», que nos permita vernos a nosotros mismos en acción, en nuestra interacción con los demás, frente a nuestro público.

«No se puede tener una perfección visual completa del propio cuerpo (al menos no directamente), porque los ojos, en tanto que órganos de la percepción, forman parte de la totalidad a percibir o, como le diría un maestro de zen, “la vida es una espada que hiere, pero no puede herirse a sí misma; así como el ojo ve, pero no puede verse a sí mismo”», escribe al respecto Watzlawick.

Esto explica la razón de que a menudo, durante los cursos de public speaking, en los que utilizo la videocámara (para restituir una cierta conciencia de uno mismo, para enmendar este espacio desconocido, para extraer – mediante este ojo tecnológico, este «catalejo puesto del revés», como diría Pirandello— algo del área ciega hacia el área abierta), las personas se sorprenden de algunos de sus comportamientos, de su propia imagen vista desde fuera.

Es más o menos lo que sucede a veces cuando miramos fotografías: mientras que para los demás somos reconocibles de inmediato y nos identifican en una expresión, una postura, un modo de sonreír, a nosotros nos cuesta vernos en ese «nosotros» externo, diferente de la imagen interna que nos hemos creado.

«La imagen del cuerpo es la que cada uno se hace de sí mismo, o más exactamente el concepto integrado que cada uno hace de sí mismo en cuanto esquema corporal. Una imagen que a menudo es diferente de otra perfectamente objetiva y real» (W. Passerini y A. Tomatis).

Somos y no somos; se abre paso así el tema del doble que es motivo de reflexión en las ciencias humanas. Yo y otro yo – fuera de mí y, al mismo tiempo, «dentro»– con quien pasar cuentas.

Me sorprende siempre el modo extraordinario en que Pirandello, en la novela Uno, ninguno y cien mil, desvela y escenifica el drama del hombre, a través de Vitangelo Moscarda, el protagonista, que se descubre a sí mismo como otro en la mirada de un tercero:

«No podía, viviendo, representarme a mí mismo en los actos de mi vida; verme como los demás me veían; colocarme frente a mi cuerpo y verlo vivir como el de otro. Cuando me situaba frente a un espejo me paralizaba; toda espontaneidad terminaba, cualquiera de mis gestos me parecía ficticio o forzado. No podía verme vivir».

Naturalmente esta observación que sobre nosotros efectúa el otro no se limita sólo al aspecto corporal, sino que recoge la imagen global que se manifiesta externamente y, por tanto, incluye el conjunto de nuestros comportamientos.


A propósito de este modo diferente de interpretar un mismo comportamiento escribe Laing (1966):

«Actúo de un modo que para mí es cauto mientras que, según tú, es vil. Tú actúas de una manera que para ti es valiente, pero que a mí me parece desconsiderada. Ella se considera alegre mientras que para él es superficial. Él se ve amistoso mientras que para ella es seductor. Ella se ve reservada mientras que para él es orgullosa y distante. Él se ve cortés mientras que para ella es falso. Ella se ve femenina mientras que para él es desvalida y dependiente. Él se ve viril mientras que para ella es autoritario y dominante».

Curso rápido para hablar en público. La voz, el lenguaje corporal, el control de las emociones, la organización de los contenidos…

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