Читать книгу Curso rápido para hablar en público. La voz, el lenguaje corporal, el control de las emociones, la organización de los contenidos… - Daniela Bregantin - Страница 6

Lección I
De la retórica al public speaking
Las tres claves del orador

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Según Aristóteles, la fuerza de convencimiento del orador reside en la combinación de tres elementos: logos, pathos y ethos.


Logos

Es el componente racional: para dar credibilidad y demostrar nuestras afirmaciones es necesario argumentar.

Podemos definir el logos, la lógica, como el proceso a través del cual, partiendo de ciertas premisas, se llega a una conclusión determinada.

El logos retórico difiere del metafísico o científico, según Aristóteles, porque su finalidad no consiste en hallar la verdad, sino en persuadir al público a partir de presupuestos únicamente verosímiles.

Los instrumentos que caracterizan el logos retórico son el ejemplo y el entimema.

• El ejemplo está constituido por hechos, reales o inventados, que mediante un proceso inductivo conducen a ciertas consecuencias.

«Una especie de ejemplo consiste en hablar de hechos ocurridos anteriormente, otra en inventarlos nosotros mismos. Esta última comprende, por un lado, el símil y, por otro, la fábula […]. Las parábolas de estilo socrático son un caso de comparación, como, por ejemplo, si se dijese que los gobiernos no deben ser designados por medio de sorteo, porque equivaldría a elegir como atletas no a los hombres capaces de competir, sino a los designados por un sorteo» (Aristóteles, Retórica, II, 20, 1393a-b).

• El entimema es un tipo de deducción o de silogismo («Todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre; por tanto, Sócrates es mortal»: el silogismo de la lógica científica se fundamenta en premisas verdaderas) que siempre parten de premisas verosímiles.

«Ningún hombre es libre, porque es esclavo del dinero o de la fortuna» (Aristóteles, Retórica, II, 22, 1394b).

Un célebre ejemplo de la aplicación de una modalidad argumentativa para refutar las tesis de los demás y defender las propias se halla en Julio César, de Shakespeare, en el fragmento en el que Antonio, fiel amigo de César, quiere restar credibilidad a las afirmaciones de Bruto, que justifica su participación en la conjura contra César sosteniendo que ha sido empujado a ello para contrarrestar la ambición del mismo. Estas son las palabras de Antonio:

«El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si tal ha sido, su falta fue muy grave y la habrá pagado terriblemente. Ahora, con permiso de Bruto y los demás, porque Bruto es un hombre honorable, y honorables son todos ellos, todos, vengo a hablar en el funeral de César. Amigo mío era, leal y justo para mí, pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honorable. Muchos cautivos trajo a Roma, y con sus rescates llenó las arcas públicas. ¿Pareció esto ambicioso en César? Las lágrimas de los pobres hacían llorar a César, y la ambición debería ser de índole más dura. Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es hombre honorable. Todos habéis visto cómo en la fiesta lupercalia le presenté tres veces una corona real, y cómo la rehusó tres veces. ¿Era esto ambición? Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso, y por cierto que él es un hombre honorable. No hablo para reprobar lo que habló Bruto, pero estoy aquí para decir lo que sé».

Los hechos, la experiencia compartida («Todos habéis visto»), se convierten en el punto central de la demostración. No soy yo, Antonio, quien sostiene que César no era ambicioso, sino las cosas que César hizo. Los hechos.

Al respecto, recuerdo el impacto que me causaron dos diapositivas de una presentación empresarial que mostraban un mapa en el que se indicaban todos los lugares en los que la empresa tenía presencia, la primera, y el gráfico de crecimiento de la facturación, la segunda. En aquel momento me di cuenta de que la presentación era claramente argumentativa. El mensaje para el nuevo cliente era eficaz: afirmábamos ser una empresa orientada hacia la calidad y que a lo largo del tiempo había realizado elecciones estratégicas que habían dado buenos resultados. Pues bien, la presencia territorial y las cifras de la facturación daban credibilidad a nuestra afirmación.


Pathos

Es decir, el sentimiento, la pasión, la emotividad, el entusiasmo… Sin la capacidad para llegar al corazón del público, para hacer vibrar la cuerda de su sensibilidad, un discurso corre el riesgo de resultar poco incisivo. Nosotros no conocemos sólo a través del logos.

Las emociones representan otra forma de conocimiento, más profunda y sintética. Una forma de conocimiento y de cambio.

«Conocemos las cosas no sólo con la razón abstracta y calculadora, sino también con las razones del corazón. […] las emociones son portadoras de conocimiento y metamorfosis» (E. Borgna).

Y, por otra parte, como revela Aristóteles, los juicios que formulamos sufren la fuerte influencia de los estados de ánimo por los que atravesamos.

«Los juicios no son emitidos del mismo modo si se está influenciado por sentimientos de dolor o de alegría, o bien de amistad o de odio» (Aristóteles, Retórica, I, 2, 1356a).

El secreto de la persuasión, por tanto, reside en la capacidad para desencadenar y guiar las emociones del público. Y para despertar emociones en los demás es necesario que también el orador se implique de forma real e intensa en el tema que propone al público.

«[…] aquello de lo que estamos hablando – los personajes y las cuestiones, las esperanzas y los miedos— debe mantenerse frente a los ojos, debe encontrar un lugar en los sentimientos de nuestro corazón. El corazón nos da la elocuencia, junto con la fuerza de la imaginación» (Quintiliano).

Pienso en la diferencia, en el mundo de las artes, entre los grandes ejecutores, que poseen una técnica extraordinaria, y los auténticos artistas, capaces de pulsar cuerdas ocultas, secretas. Los primeros nos impulsan a decir «Un magnífico resultado», pero los segundos dejan sin palabras, conmocionan.

«Cuando el corazón arde, algunos destellos surgen por la boca» (Thomas Fuller).

Cuando existe auténtica pasión, nuestras palabras, nuestra mirada, el cuerpo… todo lo demuestra. Por tanto, el pathos es, en primer lugar, la emoción y la pasión que el orador experimenta con su discurso, pero, al mismo tiempo, la emoción y la pasión que contagia al público.

Las emociones «contagian», poseen un extraordinario poder de transferencia: del orador al público. Las emociones que el orador vive pueden alcanzar al público, invadirlo y transportarlo.

Pero el buen orador, dicendi peritus «experto en el arte de decir», debe ser capaz de suscitar emociones también a través de su capacidad expresiva.

El orador – así como el actor— tiene que saber actuar sobre el universo emocional de su público. Con este objetivo Quintiliano ofrece la siguiente sugerencia: «El modo adecuado de provocar emociones consiste, pues, en imaginar los sentimientos o en imitarlos».

Imaginar o imitar los sentimientos. Recuerdo la explicación de Nedo Fiano, superviviente de un campo de exterminio, en el aula magna de una escuela superior; recuerdo su terrible relato y recuerdo también el silencio, no se oía ni un suspiro, y algunos rostros bañados por las lágrimas.

«El silencio señala el momento en que se ha captado plenamente la atención del público» (Peter Brook).

Rememoro también aquel extraordinario actor que era Tino Carraro, lo recuerdo ya viejo, al final de su carrera, en un monólogo (escrito por Giovanni Testori para otro gran actor) que explicaba una vivencia humana y teatral próxima a su fin. La interpretación resultaba tan veraz en esta singular superposición de representación y vida, que la emoción del público fue tan palpable como el brazo de la butaca del Piccolo Teatro en el que estaba sentada. Como dice Pascal:

«Cuando un discurso muestra con naturalidad una pasión o un efecto, encontramos en nosotros mismos la verdad que pretende transmitir y que no sabíamos que se encontraba ya en nosotros; de modo que nos vemos impelidos a amar a quien la dice; porque no ha mostrado un bien propio, sino nuestro; y este acto lo convierte en digno de aprecio, al tiempo que esta comunión de pensamiento que establecemos con él necesariamente nos impulsa a amarlo» (Pensamientos).

Amamos a los grandes maestros porque a través de sus palabras nos revelan quiénes somos; el público se identificará con el orador que, por medio de sus palabras, sepa atraerlo. Amamos a quien sabe llevarnos de la mano por el terreno de nuestras emociones; el público se dejará cautivar por aquel orador que llegue mejor y más rápido a su corazón que a su mente.

Es interesante observar que también el marketing y la publicidad actúan cada vez más incidiendo en aspectos de carácter emotivo. El marketing emotivo no ha nacido hoy, pero en la actualidad vive su máximo esplendor. El producto no se vende tanto por las ventajas que ofrece como por el imaginario que lo rodea, o las emociones que suscita. Las viejas campañas publicitarias que se basaban en los beneficios del producto, destacando aspectos de naturaleza racional, han dado paso a imágenes y palabras que llegan al corazón, y de ahí «Donde está Barilla está mi hogar». O «Telecom. Comunicar es vivir», afirmación con la que finaliza un anuncio publicitario muy intrigante y emocionalmente seductor, en el que la imagen de Gandhi se muestra en diferentes países del mundo a través de una pantalla gigante, un ordenador, un teléfono móvil, acompañada de la pregunta: si hubiese podido comunicar de este modo, ¿cómo sería el mundo en la actualidad? (P. Kotler).


Ethos

La palabra ethos se puede traducir como «coherencia», congruencia entre lo que se piensa y lo que se comunica.

«Lo que tú eres me grita tan fuerte en la oreja que no puedo escuchar lo que dices» (R. W. Emerson).

En este sentido, el ethos nace de la credibilidad que el orador ha conquistado con el paso del tiempo, pero corresponde sobre todo a la credibilidad que merece en aquel momento a partir de lo que dice y hace frente al público.

«Se persuade mediante el carácter cuando el discurso tiene la característica de hacer que el orador sea digno de crédito: creemos a las personas honradas en mayor medida y con más rapidez respecto a cualquier cuestión general […]. Y esto debe proceder precisamente del discurso, y no de las opiniones preexistentes sobre el carácter del orador» (Aristóteles, Retórica, I, 2, 1356a).

Por tanto, dice Aristóteles, el ethos del orador, su credibilidad, debe emerger de cómo elabora el discurso.

¿Cómo se sostiene la credibilidad? En primer lugar, dando pruebas de conocimiento real del tema que debe tratarse y, además, mostrando interés por el público.

Todo esto se expresa no sólo a través de las palabras del orador, sino también mediante su actitud, es decir, a través de sus miradas, gestos, posturas…

«Si nuestros gestos y la expresión del rostro contradicen las palabras que pronunciamos, no sólo nuestro discurso resulta poco convincente, sino que carece de credibilidad» (Quintiliano).

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