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I. Corrientes teológicas e ideológicas en los escritos de Elena G. de White

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El sistema de creencia adventista no surgió en un vacío teológico o ideológico.762 El protestantismo norteamericano del siglo XIX estaba formado por corrientes e ideas teológicas y religiosas que impactaron en la formación de la identidad y las doctrinas adventistas. En la teología y en el sistema de creencias de Elena de White se pueden ver seis de tales corrientes: la Reforma Protestante, la Reforma radical y el restauracionismo, el metodismo wesleyano, el deísmo, el puritanismo, y el milenarismo.

La Reforma Protestante

Quizás es obvio decir que el pensamiento de Elena de White es protestante. Los primeros adventistas eran conscientes de que la Reforma Protestante del siglo XVI había traído una renovación y un redescubrimiento de muchas verdades abandonadas y olvidadas. Ellos se vieron rápidamente como los herederos de Martín Lutero, Juan Calvino, Ulrich Zwingli y otros. Junto con estos reformadores, los adventistas aceptaron las dos “doctrinas distintivas del protestantismo: la salvación por medio de la fe en Cristo y la infalibilidad única de las Escrituras” (CS 95). De estas dos doctrinas, la autoridad suprema de la Biblia como regla de fe y de práctica es vista como el principio protestante más fundamental, y tenía un lugar prominente en el sistema doctrinal de Elena de White, como veremos en más detalle en la siguiente sección sobre sus temas teológicos. En su libro El conflicto de los siglos, ella reitera muchas veces la importancia de este principio (cf. ibíd. 217). “El gran principio que sostenían estos reformadores [...] era la infalible autoridad de las Santas Escrituras como regla de fe y práctica. Negaban a los papas, a los concilios, a los Padres y a los reyes todo derecho a dominar las conciencias en asuntos de religión. La Biblia era su autoridad y, por medio de las enseñanzas de ella, juzgaban todas las doctrinas y exigencias. La fe en Dios y en su Palabra era lo que sostenía a estos santos varones cuando entregaban su vida en la hoguera” (ibíd. 291).

Elena de White entendía que, durante la Edad Media, los concilios de la iglesia y los líderes eclesiásticos traicionaron repetidamente las verdades bíblicas al ir incorporando creencias y prácticas paganas a la fe cristiana. Esta transigencia entre el cristianismo y el paganismo, y la ignorancia de las Escrituras hizo surgir la apostasía generalizada. Ella comentó: “Cuando se suprimen las Escrituras y el hombre llega a considerarse como supremo, solo podemos esperar fraude, engaño y degradante iniquidad” (ibíd. 59). Las doctrinas de la inmortalidad natural del alma, la invocación de los santos y la adoración de la virgen María, el tormento eterno de los pecadores, la supremacía y la infalibilidad papal, las indulgencias, el purgatorio, y el sacrificio de la misa eran prominentes entre las doctrinas no bíblicas que surgieron durante la Edad Media y que, después, serían desafiadas y rechazadas por los reformadores protestantes (ibíd. 53-65). Así, doctrinas bíblicas cruciales fueron eclipsadas por errores solo para ser restauradas después de un regreso fiel a la Biblia como la única norma de fe y de práctica.

Es en este contexto que Elena de White habla de la importancia de las doctrinas del sábado y de la inmortalidad condicional, dos doctrinas clave en su sistema de creencias. Las contrapartes tradicionales de ambas doctrinas, la observancia del domingo y la inmortalidad natural del alma, son vistas como los ejemplos más flagrantes de la invasión del paganismo y la tradición no bíblica en el cristianismo primitivo (ibíd. 56, 57, 600, 601, 605). Ella incluso previó que, al final del tiempo, a través de estos “dos grandes errores, el de la inmortalidad del alma y el de la santidad del domingo, Satanás someterá a la gente [o sea, al mundo] bajo sus engaños” (ibíd. 645). Ella entendía que las prácticas de adoración no bíblicas (p. ej.: guardar el domingo como día de adoración) y las suposiciones filosóficas no bíblicas (p. ej.: la visión dualista de la naturaleza humana que conduce a la creencia en la inmortalidad natural del alma y su consiguiente creencia en un infierno que arde eternamente como lugar de castigo) contienen los elementos básicos de muchos engaños más. Solo aferrándose a la Biblia se descubrirán y corregirán esos errores. Aunque Elena de White creía que Dios siempre había tenido un grupo fiel de personas que creían en las verdades de la Escritura, ella sostenía la importancia histórica y profética de la Reforma Protestante como un movimiento dirigido en forma divina para restaurar muchas doctrinas bíblicas olvidadas, incluso la observancia del sábado.

Su descripción del papel de John Wycliffe en la Reforma ilustra cómo percibía ella el rol crucial que tuvieron otros reformadores en la restauración de la Biblia como la única autoridad infalible en la iglesia. Wycliffe, visto como “el lucero de la Reforma”, fue el agente de Dios para preparar “el camino para la gran Reforma” (ibíd. 85, 103).

La devoción de Wycliffe a la verdad y al estudio de las Escrituras lo preparó para servir en un papel similar al de Juan el Bautista, como “heraldo de una nueva era” (ibíd. 99, 100). Elena de White afirmó que él inauguró un “gran movimiento [...] que iba a liberar las conciencias y los intelectos” (ibíd.). La fuente de ese movimiento era la Biblia, que él aceptaba “con fe absoluta [...] como la revelación inspirada de la voluntad de Dios, como regla suficiente de fe y práctica” (ibíd.). Él enseñó que la Biblia no solo es “una revelación perfecta de la voluntad de Dios, sino que el Espíritu Santo es su único intérprete, y que todo hombre, por medio del estudio de sus enseñanzas, debe conocer por sí mismo sus deberes” (ibíd.). En oposición a la creencia común, Wycliffe declaró que la Biblia es “la única autoridad verdadera” y que debe ser aceptada como la voz de Dios (ibíd.). La mayor contribución de Wycliffe a la Reforma fue su traducción de la Biblia al inglés, “para que todo hombre en Inglaterra pudiera leer en su propia lengua las obras maravillosas de Dios” (ibíd. 94). Su traducción dio a sus compatriotas “el arma más poderosa contra Roma” (ibíd.). Así, según Elena de White, Wycliffe hizo “más para romper las cadenas de la ignorancia y del vicio, y para liberar y engrandecer a su nación, que todo lo que jamás se consiguiera con las victorias más brillantes en los campos de batalla” (ibíd. 95). Al ser Wycliffe “uno de los más grandes reformadores”, su vida es “un testimonio del poder educador y transformador de las Santas Escrituras” (ibíd. 100, 101). La influencia de John Wycliffe se esparció desde Inglaterra a otras partes de Europa, donde la Biblia también se convirtió en una fuerza liberadora.

Elena de White atribuye a Martín Lutero el papel más importante en la restauración de la segunda doctrina distintiva del protestantismo: la salvación por medio de la fe en Cristo. El estudio de la Escritura condujo a Lutero a dudar de la doctrina de las indulgencias y su venta, y de la salvación orientada a las obras. Su visita a Roma y sus confrontaciones con Tetzel lo hicieron ver, “con más claridad que nunca, la falacia de confiar en las obras humanas para la salvación, y la necesidad de una fe constante en los méritos de Cristo” (ibíd. 134). “Expuso ante la gente el carácter ofensivo del pecado y le enseñó que le es imposible al hombre, por medio de sus propias obras, reducir su culpabilidad o evitar el castigo. Solo el arrepentimiento ante Dios y la fe en Cristo pueden salvar al pecador. La gracia de Cristo no se puede comprar; es un don gratuito” (ibíd. 138).

Otro principio protestante que Elena de White apoyó sin reparos es el sacerdocio de todos los creyentes, y ella abogó por la participación de todos los cristianos en la misión de la iglesia. “Cada alma que Cristo ha rescatado está llamada a trabajar en su nombre para la salvación de los perdidos” (PVGM 150). Aunque las mujeres y los hombres cristianos tengan diferentes roles en la iglesia, algunos trabajando como pastores mientras otros sirven como laicos, ella creía que “Dios espera un servicio personal de aquellos a quienes ha confiado el conocimiento de la verdad para este tiempo. No todos pueden ir como misioneros a países lejanos, pero todos pueden ser misioneros en el lugar donde viven, entre sus familiares y vecinos” (TI 9:25).

A pesar de celebrar la importancia histórica y teológica de la Reforma, Elena de White era consciente ciertas limitaciones. “La Reforma no terminó, como muchos lo creen, al morir Lutero. Tiene que continuar hasta el fin de la historia del mundo. Lutero tuvo una gran obra que hacer: reflejar a otros la luz que Dios hizo brillar en su corazón; pero él no recibió toda la luz que debía ser dada al mundo. Desde aquel tiempo hasta hoy, nueva luz ha estado brillando ininterrumpidamente sobre las Escrituras y nuevas verdades han sido reveladas constantemente” (CS 158). Esta evaluación de la Reforma refuerza el fundamento de la siguiente corriente dominante de pensamiento en la enseñanza de Elena de White.

La Reforma radical y el restauracionismo

Las raíces más profundas y la orientación teológica protestante del adventismo primitivo yacen en la rama de la Reforma llamada la Reforma radical o el anabaptismo. Mientras los reformadores de la línea principal defendían el concepto de Sola Scriptura (solo las Escrituras son la base de las doctrinas), los anabaptistas se dieron cuenta de que un resabio de la tradición todavía era parte del sistema teológico protestante de creencias y decidieron buscar un regreso completo a las enseñanzas de la Biblia. Rechazaron muchas formas de la tradición eclesiástica y muchos desarrollos doctrinales desde el tiempo de los apóstoles, y buscaron regresar a los ideales y las formas de la iglesia del Nuevo Testamento. Así, ellos defendían el bautismo del creyente en lugar del bautismo de bebés, y defendían una separación estricta de la Iglesia y del Estado, lo que condujo a la formación de iglesias “libres”, en contraste con las iglesias “establecidas” (mantenidas por el Estado).

En el protestantismo norteamericano del siglo XIX, la fracción de las iglesias “libres” de la Reforma estaba expresada en lo que los historiadores de la iglesia se refieren como restauracionismo, a veces llamado primitivismo. Los restauracionistas creían que la Reforma que comenzó en el siglo XVI no había sido completada todavía, y que era esencial un regreso firme a las enseñanzas y las prácticas de la iglesia del Nuevo Testamento. Patrocinaban una visión radical de Sola Scriptura y no sostenían otro credo que la Biblia misma. Dos de los fundadores del adventismo del séptimo día, James White y Joseph Bates, eran miembros de una denominación restauracionista, la Conexión Cristiana.

Es fácil ver en los escritos de Elena de White que gran cantidad de sus creencias y temas teológicos caen dentro de la herencia teológica anabaptista y restauracionista. Uno de sus libros más ampliamente leídos, El conflicto de los siglos, describe la historia de la iglesia cristiana desde la destrucción de la ciudad de Jerusalén, en el año 70 d.C., hasta la Tierra restaurada después del Juicio Final. La primera mitad de este clásico consiste en el relato histórico del conflicto entre el bien y el mal tal como se desarrolló en la vida de las personas fieles a Dios desde la iglesia primitiva hasta alrededor de mediados del siglo XIX. Ella describe eventos significativos de la vida de los valdenses en el sur de Francia y el norte de Italia, de Juan Hus y de Jerónimo en Praga, de John Wycliffe en Inglaterra, de Martín Lutero en Alemania, de Ulrico Zuinglio en Suiza, y de Juan Calvino en Francia y en Ginebra. En conexión con estos reformadores, ella resalta los logros de Menno Simons en los Países Bajos, y los reavivamientos de John y Charles Wesley en Inglaterra.763

En su trazado de esta historia de la Reforma y de las contribuciones de distintos teólogos y movimientos religiosos, la línea básica de pensamiento de Elena de White es anabaptista y restauracionista. Como ya hice alusión, su objetivo es demostrar que Dios siempre tuvo, a través de los siglos, un pueblo fiel a la Escritura y comprometido pertinazmente a seguir las enseñanzas de ella. Así, Elena de White percibe la historia del conflicto entre el bien y el mal durante la era cristiana como la acción de Dios para restaurar verdades perdidas por las tradiciones humanas y la invasión del paganismo en el cristianismo. Ella menciona que una de las últimas verdades que serán “redescubiertas” es la creencia en el pronto regreso de Cristo, premilenario y personal. Al predicador bautista del siglo XIX que popularizó esta doctrina, William Miller, Elena de White lo llama “un reformador estadounidense” (GC88 317). En su pensamiento, es claro que la Iglesia Adventista, nacida del movimiento millerita, constituye una parte importante del propósito de Dios para el cristianismo al fin del tiempo. De hecho, ella ve el adventismo como la culminación profética de la Reforma Protestante y de la restauración del pueblo de Dios del Nuevo Testamento. El adventismo, en su predicación del pronto regreso de Cristo y del cumplimiento de las profecías bíblicas, es el instrumento de Dios para advertir al mundo de la destrucción inminente.

La buena opinión de Elena de White sobre la Escritura y su rechazo de la tradición también destacan su herencia anabaptista y restauracionista. Un denominador común aparece en sus descripciones de eventos ocurridos en la vida de las figuras históricas que ella presenta en la primera mitad de El conflicto de los siglos: Satanás buscó destruir a estas personas porque ellas amaban a Dios y deseaban permanecer fieles a las enseñanzas de la Biblia. Elena de White, además, señala que el objetivo de Satanás siempre ha sido eclipsar la Palabra de Dios y reducir su atractivo, dado que se puede engañar con mayor facilidad a los que no conocen la Biblia (CS 651). Por lo tanto, la gente que se aferra a la Escritura es objeto de la ira y de los ataques de Satanás. Ella también señala que, al fin del tiempo, este conflicto se repetirá en la vida del pueblo de Dios que, inflexiblemente, desea seguir las enseñanzas bíblicas por encima de las opiniones y las tradiciones humanas (ibíd. 651, 652). “Pero Dios tendrá un pueblo en la Tierra que sostendrá la Biblia y la Biblia sola como regla fija de todas las doctrinas y base de todas las reformas. Ni las opiniones de los sabios; ni las deducciones de la ciencia; ni los credos o las decisiones de concilios ecuménicos, tan numerosos y discordantes como lo son las iglesias que representan; ni la voz de las mayorías; nada de esto, ni en conjunto ni en parte, debe ser considerado como evidencia a favor o en contra de cualquier punto de fe religiosa. Antes de aceptar cualquier doctrina o precepto, debemos exigir un categórico ‘Así dice Jehová’ ” (ibíd. 653). Para Elena de White, la Biblia es la Palabra de Dios escrita e inspirada, y “contiene todos los principios que los hombres necesitan comprender a fin de prepararse para esta vida o para la venidera” (Ed 123). Todos pueden entender la Escritura (ibíd.) y su lenguaje se puede explicar según su significado obvio, a menos que se emplee un símbolo o una figura (CS 657).

El metodismo wesleyano

Una tercera corriente de pensamiento evidente en la teología de Elena de White es el metodismo wesleyano. Elena de White creció en un devoto hogar metodista y, por un período de tiempo, su familia fue miembro de la Iglesia Metodista de la Calle Chestnut, en Portland, Maine. En su biografía, ella recuerda unos pocos eventos de su crianza metodista que tuvieron un impacto crucial en su vida posterior: su conversión a Cristo, su bautismo por inmersión y sus primeros pasos en el crecimiento espiritual (Bio 1:32-42). El desarrollo espiritual de Elena de White tomó una nueva dirección después de asistir a dos series de conferencias sobre la segunda venida de Cristo, que presentó William Miller en Portland. La primera de las series fue en marzo de 1840, cuando ella tenía doce años; y la segunda fue en el verano de 1842. Cuando era jovencita, quedó profundamente impresionada por estas conferencias y decidió prepararse para la segunda venida de Cristo. En los meses que siguieron, a medida que se profundizaba su compromiso cristiano, ella recibió guía espiritual de un pastor metodista, Levi Stockman, quien la animó a confiar en Jesús. Ella recordó: “Durante los pocos minutos en los cuales recibí instrucción del pastor Stockman, obtuve más conocimiento sobre el tema del amor y de la ternura compasiva de Dios que de todos los sermones y exhortaciones que hubiera escuchado” (ibíd. 39).

Sin embargo, mientras se ahondaba el compromiso de la familia de White con la enseñanza de William Miller sobre el segundo advenimiento de Cristo, su relación con su Iglesia Metodista entró en tensión, a tal punto que se llegó a una crisis en septiembre de 1843, cuando oficiales de la Iglesia Metodista de la Calle Chestnut tomaron medidas para separar a la familia Harmon de la membresía. La familia fue desglosada, no por razones de conducta inmoral, sino por creer una doctrina de la Escritura, “que Cristo mismo había predicado” (ibíd. 43). Para Elena de White, esta fue una experiencia traumática y, probablemente, fortaleció su determinación de seguir las enseñanzas de la Escritura sin importar lo que dijeran el credo y la iglesia.

Aunque ya no era miembro de la Iglesia Metodista, de todas formas, Elena de White retuvo muchos conceptos metodistas en sus doctrinas y en su estilo de vida. Las similitudes con el metodismo también son aparentes en el título y en el contenido de su libro más traducido, El camino a Cristo (publicado, en inglés, en 1892), que hace eco de algunos de los famosos sermones de John Wesley sobre ordo salutis, el camino de la salvación.764 Pero las similitudes son más profunda que solo el título. Las enseñanzas de Elena de White sobre la doctrina de la salvación, al igual que las de Wesley, muestran evidencias de que siguen el sistema arminiano de pensamiento con relación a la gracia preventiva de Dios, al lugar del libre albedrío humano en la conversión, y a la distinción entre justificación y santificación.765 El camino a Cristo es una de las publicaciones de Elena de White en las que ella explica más claramente la experiencia de la salvación dentro de este marco de pensamiento arminiano metodista.

Elena de White comienza El camino a Cristo presentando primero el concepto de la revelación de Dios. Todo conocimiento que la humanidad tiene sobre Dios llega a nosotros porque Dios eligió revelarse. Esta revelación divina viene por medio de la naturaleza y de la revelación especial (CC 7; cf. ibíd pp. 72-78). En la naturaleza, “ ‘Dios es amor’ está escrito en cada capullo de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba (ibíd. 8; cf. ibíd. 72-76). Sin embargo, aunque “Dios ha unido nuestros corazones a él con señales innumerables” de su amor en el mundo natural, la naturaleza solo representa imperfectamente el amor de Dios por nosotros, porque el enemigo del bien ha cegado la mente de los seres humanos (ibíd. 8). Por lo tanto, la mejor revelación de Dios se encuentra en la Palabra de Dios, en Jesús, que vino a vivir entre los seres humanos para revelar al mundo el amor infinito de Dios (ibíd. 8, 9).

Elena de White señala que, en la Creación, el ser humano “estaba dotado originalmente de facultades nobles y una mente bien equilibrada” (ibíd. 14). “Pero, por causa de la desobediencia, sus facultades se pervirtieron” (ibíd.). “Su naturaleza se debilitó tanto por causa de la transgresión que le fue imposible, por su propia fuerza, resistir el poder del mal” (ibíd.). Uno debe notar que ella se refiere al debilitamiento de la naturaleza humana, no a una depravación total. Su punto de vista de la naturaleza humana es más optimista que la doctrina agustiniana de los reformadores magisteriales. Sin embargo, Elena de White rechaza todo pensamiento de pelagianismo cuando ella declara que “es imposible que escapemos por nosotros mismos del abismo de pecado en que estamos hundidos. Nuestro corazón es malo y no lo podemos cambiar” (ibíd. 15). En contraste con los ideales de la Ilustración, ella afirma entonces que la “educación, la cultura, el ejercicio de la voluntad, el esfuerzo humano, todos tienen su propia esfera, pero para esto no tienen ningún poder” (ibíd.). Estos esfuerzos humanos “no pueden purificar las fuentes de la vida” (ibíd.). El único poder que puede obrar un cambio en el corazón humano debe venir de Cristo. “Solo su gracia puede vivificar las facultades muertas del alma y atraerlas a Dios” (ibíd.). Muchos años antes de publicar El camino a Cristo, en un sermón dado en el Congreso de la Asociación General de noviembre de 1883, Elena de White enfatizó: “No debemos pensar que nos salvan nuestra propia gracia y nuestros méritos; la gracia de Cristo es nuestra única esperanza de salvación” (FO 35).766

Si la naturaleza humana “se debilitó tanto por causa de la transgresión” y está tan en lo profundo “del abismo de pecado en que estamos hundidos” que es “imposible que escapemos por nosotros mismos”, entonces, ¿cómo se salvará uno? Solo por la gracia de Dios. Elena de White se refiere a la intervención de Dios en la vida humana de manera similar al concepto de gracia preventiva de Wesley.767 La gracia preventiva es la obra universal de gracia realizada por Dios sobre toda la humanidad para atraerla a él. Es Dios, que da el primer paso en la salvación de la humanidad, quien suspira por la humanidad perdida y desea traerla de vuelta a él (CC 18). “Solo su gracia [la de Dios] puede vivificar las facultades muertas del alma y atraerlas a Dios, a la santidad” (ibíd. 15).

La obra de la gracia de Dios sobre todos los seres humanos los prepara para recibir su ofrecimiento de salvación. Esta obra del Espíritu Santo es universal, pero no dicta o determina ninguna respuesta particular del pecador recién agraciado. La gracia preventiva de Dios es posible solo porque el sacrificio de Cristo es por toda la humanidad. Elena de White explica que el pecador no necesita hacer ninguna obra propia de arrepentimiento antes de ir a Cristo. De hecho, es Cristo quien es la fuente de todo impulso correcto y quien atrae a los pecadores a él (ibíd. 23, 24). Por lo tanto: “Una influencia de la cual no son conscientes obra sobre el alma, y la conciencia se vivifica y la vida externa se enmienda” (ibíd. 24). Elena de White explica: “El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo, nos ha vertido todo el Cielo en un don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador; el ministerio de los ángeles; las súplicas del Espíritu Santo; el Padre que obra sobre todo y a través de todo; el interés incesante de los seres celestiales; todos están empeñados en beneficio de la redención del hombre” (ibíd. 18; cf. FO 64).

Elena de White entendía las distinciones teológicas finas entre la elección y la salvación, entre el llamado de Dios al arrepentimiento y la salvación de la persona. Mientras la teología reformada enseña que la persona que está predestinada por Dios a ser salva no se puede perder, ya que la obra de la gracia salvadora de Dios es irresistible, Elena de White entendía que la obra universal de la gracia preventiva sobre el corazón humano es preparar a este corazón para recibir el ofrecimiento de la salvación. La salvación sigue a la obra de la gracia preventiva solo si la persona acepta por fe esta invitación de Dios. Claramente arminiana en su pensamiento, Elena de White creía que la obra de la gracia de Dios puede ser desdeñada por los seres humanos. En 1893, un año después de la publicación de El camino a Cristo, ella declaró: “El llamamiento y la justificación no son una y la misma cosa. El llamamiento es la atracción del pecador hacia Cristo, y es una obra efectuada en el corazón por el Espíritu Santo, que convence de pecado e invita al arrepentimiento” (MS 1:469).

En la teología de Elena de White, como en los escritos de Wesley,768 la respuesta de la humanidad al ofrecimiento de Dios de la salvación y a la influencia del Espíritu Santo es un paso crucial en el viaje con Dios. Para ser salva, la humanidad debe responder por fe al ofrecimiento de Dios. Elena de White declara: “Cristo está dispuesto a liberarnos del pecado, pero él no fuerza la voluntad; y si, por la persistencia en la transgresión, la voluntad misma se inclina enteramente al mal y no deseamos ser libres, si no queremos aceptar su gracia, ¿qué más puede hacer?” (CC 30). “El primer paso hacia Cristo se da gracias a la atracción del Espíritu de Dios. Cuando el hombre responde a esa atracción, avanza hacia Cristo con el fin de arrepentirse” (MS 1:469).

Para Elena de White, el arrepentimiento y la confesión son las respuestas humanas apropiadas al ofrecimiento divino de la salvación. Una vez que la atracción del Espíritu Santo despierta la conciencia, el amor de Dios la atrae a la Cruz de Cristo; entonces, la persona puede responder con arrepentimiento y confesión. Así, el arrepentimiento no es un prerrequisito para ser amado por Dios. De hecho, “el arrepentimiento es tanto un don de Dios como lo son el perdón y la justificación, y no se lo puede experimentar a menos que sea dado al alma por Cristo” (ibíd. 470). Es la obra de la gracia preventiva de Dios, una expresión de su amor, lo que conduce a uno a arrepentirse. No es una obra que nosotros iniciamos o hacemos. “Nadie puede arrepentirse por sí mismo y hacerse digno de la bendición de la justificación” (ibíd. 470; cf. CC 27). Su definición clásica de arrepentimiento resalta dos aspectos importantes de la respuesta humana: “El arrepentimiento incluye tristeza por el pecado y abandono de este. No renunciaremos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad; mientras no lo rechacemos de corazón, no habrá cambio real en la vida” (CC 20).

La confesión de los pecados, como resultado del arrepentimiento genuino, es otro paso hacia Dios. La promesa de Dios en Proverbios 28:13 es para todas las personas. También es una condición para la salvación. “Las condiciones para obtener la misericordia de Dios son sencillas, justas y razonables. El Señor no nos exige que hagamos alguna cosa penosa para obtener el perdón de los pecados. No necesitamos hacer largas y cansadoras peregrinaciones, ni ejecutar duras penitencias para recomendar nuestra alma al Dios del cielo o para expiar nuestras transgresiones; pero quien confiesa sus pecados y los abandona, obtendrá misericordia” (ibíd. 33). Así, la confesión es parte de la respuesta humana al ofrecimiento que Dios hace de la salvación. Sin la confesión de los pecados y la respuesta por fe de la persona, no hay salvación. Para ser clara, Elena de White escribió, en 1890: “La salvación es solamente por fe en Cristo Jesús” (FO 16). “Cuando el pecador cree que Cristo es su Salvador personal, entonces, de acuerdo con la promesa infalible de Jesús, Dios perdona su pecado y lo justifica gratuitamente” (ibíd. 104).

Por lo tanto, la fe es un elemento crucial de la salvación. En su sermón “Salvación por la fe”, Wesley definió la fe como “no solo un asentimiento al evangelio completo de Cristo, sino también una dependencia completa de la sangre de Cristo; una confianza en los méritos de su vida, su muerte y su resurrección”. De forma similar, para Elena de White, “la fe significa confiar en Dios, creer que nos ama y sabe mejor qué es lo que nos conviene” (Ed 253). La fe también es “un asentimiento del entendimiento a las palabras de Dios, el cual ciñe el corazón en voluntaria consagración y servicio a Dios, quien dio el entendimiento, quien enterneció el corazón, y quien fue el primero en dirigir la mente para que contemplara a Cristo en la cruz del Calvario. Fe es rendir a Dios las facultades intelectuales, entregar la mente y la voluntad a Dios, y hacer de Cristo la única puerta para entrar en el Reino de los cielos” (FO 24).

En 1890, Elena de White escribió a pastores: “Quede claro y manifiesto el tema de que no es posible, mediante méritos de la criatura, realizar cosa alguna en favor de nuestra posición ante Dios o de la dádiva de Dios por nosotros. Si la fe y las obras pudieran comprar el don de la salvación para alguien, entonces el Creador estaría obligado ante la criatura. En este punto, la falsedad tendría una oportunidad de ser aceptada como verdad. Si algún hombre puede merecer la salvación por algo que pueda hacer, entonces está en la misma posición del católico que hace penitencia por sus pecados. La salvación, en tal caso, es parcialmente una deuda, la cual puede ganarse como un sueldo. Si el hombre no puede, por ninguna de sus buenas obras, merecer la salvación, entonces esta debe ser enteramente por gracia, recibida por el hombre como pecador porque acepta a Jesús y cree en él. Es un don absolutamente gratuito. La justificación por la fe está más allá de controversias. Y toda controversia termina tan pronto como se establece el punto de que los méritos de las buenas obras del hombre caído jamás pueden procurarle vida eterna” (ibíd. 17, 18; cf. p. 68).

La comprensión que Elena de White tenía sobre la obra de Dios de la gracia preventiva en todos los seres humanos, sobre el ofrecimiento divino de la salvación a todos y sobre la necesidad de la respuesta de la humanidad al ofrecimiento de Dios es un sinergismo integrado. Ella creía que Dios creó seres humanos con libre albedrío, que la gracia preventiva restaura el poder de elección y que Dios no obligará a nadie a servirlo. Este es un aspecto esencial de su comprensión del tema del Gran Conflicto, como veremos más adelante. Su comprensión de la sinergia entre la gracia preventiva de Dios y la respuesta humana es arminiana wesleyana. Ella declaró, en El Deseado de todas las gentes: “En la obra de la redención no hay compulsión. No se emplea ninguna fuerza exterior. Bajo la influencia del Espíritu de Dios, el hombre es dejado libre para elegir a quién ha de servir” (DTG 431). Repetidas veces y en diferentes escenarios, Elena de White ratificó la obra preventiva de la gracia de Dios en el corazón humano. “Así como no podemos ser perdonados sin Cristo, tampoco podemos arrepentirnos sin el Espíritu de Cristo, que es quien despierta la conciencia. Cristo es la fuente de todo impulso recto. Él es el único que puede implantar enemistad contra el pecado en el corazón. Todo deseo por verdad y pureza, toda convicción de nuestra propia pecaminosidad, es una evidencia de que su Espíritu está obrando en nuestro corazón” (CC 23; cf. MS 1:470, 471). Sin embargo, al mismo tiempo, ella valoraba la importancia del libre albedrío, de la respuesta humana al magnánimo ofrecimiento divino de la salvación, teniendo en cuenta que esta respuesta solo es posible por la obra divina de la gracia preventiva. “En la obra de la redención, no hay compulsión. No se emplea ninguna fuerza exterior. Bajo la influencia del Espíritu de Dios, el hombre es dejado libre para elegir a quién ha de servir. En el cambio que se produce cuando el alma se entrega a Cristo, hay la más completa sensación de libertad. La expulsión del pecado es obra del alma misma. Por cierto, no tenemos poder para librarnos a nosotros mismos del dominio de Satanás; pero cuando deseamos ser libertados del pecado y, en nuestra gran necesidad, clamamos por un poder exterior y superior a nosotros, las facultades del alma quedan dotadas de la energía divina del Espíritu Santo y ellas obedecen los dictados de la voluntad en cumplimiento de la voluntad de Dios” (DTG 431, 432; cf. CC 38-40, 42).

El pensamiento de Elena de White sobre la salvación también es arminiano wesleyano cuando se trata de la justificación y de la santificación. Ella afirmó categóricamente: “La justificación es enteramente por gracia, y no se la consigue por ninguna obra que el hombre caído pueda realizar” (FO 18). “Cuando el pecador penitente, contrito ante Dios, comprende el sacrificio de Cristo en su favor, y acepta ese sacrificio como su única esperanza en esta vida y en la vida futura, sus pecados son perdonados. Esto es justificación por la fe” (ibíd. 107).

En palabras que recuerdan el sermón de Wesley “El camino de la salvación según las Escrituras”,769 Elena de White también declara: “El perdón y la justificación son una y la misma cosa. Mediante la fe, el creyente pasa de la posición de rebelde, un hijo del pecado y de Satanás, a la posición de leal súbdito de Jesucristo no en virtud de una bondad inherente, sino porque Cristo lo recibe como hijo suyo por adopción. El pecador recibe el perdón de sus pecados porque esos pecados son cargados por su Sustituto y Garante. [...] De esa manera el hombre, perdonado y cubierto con las hermosas vestiduras de la justicia de Cristo, comparece sin tacha delante de Dios” (ibíd. 107, 108). Para Elena de White, la “justificación es lo opuesto a condenación” (ibíd. 108) y “no importa cuán pecaminosa haya sido su vida, si [el pecador] cree en Jesús como su Salvador personal, comparece ante Dios con las vestiduras inmaculadas de la justicia imputada de Cristo” (ibíd. 110; cf. MS 1:468, 469). Ella también destaca la naturaleza forense de la justificación por la fe: “El carácter de Cristo toma el lugar del tuyo, y eres aceptado delante de Dios como si jamás hubieses pecado” (CC 54).

La justificación es completamente la obra de la gracia de Dios, y consiste en la transferencia de los pecados del pecador a Cristo y de la justicia de Cristo al pecador. “La gran obra que ha de efectuarse por el pecador que está manchado y contaminado por el mal es la obra de la justificación. Este es declarado justo mediante aquel que habla verdad. El Señor imputa al creyente la justicia de Cristo y lo declara justo delante del universo. Transfiere sus pecados a Jesús, el representante del pecador, su sustituto y garantía. Coloca sobre Cristo la iniquidad de toda alma que cree” (MS 1:471, 472).

Aunque para Elena de White la justificación es una declaración divina de perdón otorgado magnánimamente a los pecadores arrepentidos, la santificación es la obra de la gracia de Dios sobre los pecadores para restaurarlos a la imagen de Dios (DMJ 106). Esta obra de santificación no es instantánea, sino que es “la obra de toda una vida” (PVGM 46). Esta distinción entre la justificación y la santificación también se encuentra en las obras de Wesley.770 En el capítulo “El secreto del crecimiento”, de El camino a Cristo, ella presenta su comprensión de la santificación y del modo en que el ser humano crece en Cristo después de la justificación.

El crecimiento cristiano y la santificación son comparables a la vida de una planta. Dios primero da vida a la planta cuando la semilla germina, y también es Dios quien continúa dando vida a la planta mientras esta crece. La planta nunca sería capaz de hacerse crecer a sí misma. “Asimismo, solo mediante la vida que proviene de Dios es como se engendra vida espiritual en los corazones de los hombres. [...] Lo que sucede con la vida sucede con el crecimiento” (CC 57). “Las plantas y las flores crecen no por su propio cuidado o ansiedad o esfuerzo, sino porque reciben lo que Dios ha provisto para contribuir a su vida. El niño no puede, por alguna ansiedad o algún poder propio, añadir algo a su estatura. Ni tú podrás, por tu afán o esfuerzo personal, conseguir el crecimiento espiritual” (ibíd. 58). Para crecer, se nos invita a “[permanecer] en Cristo”. “Así como la rama depende del tronco principal para su crecimiento y fructificación, así también tú debes depender de Cristo con el fin de vivir una vida santa. Apartado de él no tienes vida. No tienes poder para resistir la tentación, ni para crecer en gracia y santidad. Morando en él puedes florecer. Extrayendo tu vida de él no te marchitarás ni serás estéril. Serás como un árbol plantado junto a corrientes de agua” (ibíd 58, 59).

A los que malinterpretan la justificación por la fe y la santificación por medio de las obras y los esfuerzos humanos, Elena de White declara: “Muchos tienen la idea de que deben hacer alguna parte de la obra solos. Ya han confiado en Cristo para el perdón de sus pecados, pero ahora procuran vivir rectamente por sus propios esfuerzos. Pero tales esfuerzos fracasarán. Jesús dice: ‘Separados de mí nada podéis hacer’. Nuestro crecimiento en la gracia, nuestro gozo, nuestra utilidad, todo depende de nuestra unión con Cristo. Es por medio de la comunión con él diariamente, a cada hora –por morar en él–, que crecemos en la gracia. No solo es el Autor sino también el Consumador de nuestra fe. Cristo es el primero y el último siempre. Estará con nosotros no solo al principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del camino” (ibíd. 59).

Otro paso crucial en el crecimiento es entregarse cada día a la voluntad de Cristo (ibíd.) y mantener los ojos fijos en él (ibíd. 60). En otras palabras, debemos vivir diariamente en la presencia de Cristo, por el poder de su Espíritu Santo. Una vida así trae consigo la transformación del carácter y la obediencia. Elena de White es cuidadosa en mantener un equilibrio entre la obra de la gracia de Dios en la justificación y la santificación, y el papel de la humanidad en el proceso de crecimiento. Como resultado de la obra de la gracia de Dios en la vida del pecador, los caracteres son transformados a semejanza del carácter de Cristo, y la obediencia a la Ley de Dios y al evangelio se vuelve parte de la naturaleza interior de uno. “Aunque la obra del Espíritu es silenciosa e imperceptible, sus efectos son manifiestos. Si el corazón ha sido renovado por el Espíritu de Dios, la vida testificará de ese hecho” (ibíd. 49). El carácter de uno refleja esta transformación: “El carácter se revela, no por las obras buenas o malas que de vez en cuando se ejecutan, sino por la tendencia de las palabras y los actos habituales” (ibíd. 50).

Con el desarrollo del carácter a la imagen del carácter de Cristo, la obediencia se vuelve parte natural del crecimiento y de la respuesta fiel al don de la gracia de Dios. “En vez de eximir al hombre de obedecer, es la fe, y solo la fe, la que lo hace participante de la gracia de Cristo, la cual nos capacita para rendirle obediencia. No ganamos la salvación por nuestra obediencia; porque la salvación es el don gratuito de Dios para ser recibido por fe. Pero la obediencia es el fruto de la fe” (ibíd. 52; cf. MS 1:478; FO 87-90). Ante creyentes en Suecia, Elena de White declaró en 1886: “La santificación verdadera se evidenciará por una consideración concienzuda de todos los Mandamientos de Dios” y “por un desarrollo cuidadoso de cada talento, por una conversación circunspecta, por revelar en cada acto la mansedumbre de Cristo” (FO 53). Unos años después, ella escribió: “Si bien debemos estar en armonía con la Ley de Dios, no somos salvados por las obras de la Ley; sin embargo, no podemos ser salvados sin obediencia. La Ley es la norma por la cual se mide el carácter. Pero, no nos es posible guardar los Mandamientos de Dios sin la gracia regeneradora de Cristo” (ibíd. 98, 99; cf. CC 53).

A menudo, este proceso de santificación es invisible e imperceptible en la vida de uno; por lo tanto, es erróneo hablar de perfeccionismo o de la posibilidad de obtener, en esta tierra, una vida de exaltación propia, impecable. De hecho, Elena de White dio una advertencia velada a los que predican el perfeccionismo: “Cuanto más cerca estés de Jesús, más imperfecto te reconocerás a tus propios ojos” (CC 56). “Así pues, no hay nada en nosotros mismos de qué jactarnos. No tenemos motivo para ensalzarnos. El único fundamento de nuestra esperanza está en la justicia de Cristo imputada a nosotros, y la producida por su Espíritu obrando en nosotros y a través de nosotros” (ibíd. 54). Ella declaró claramente que “no podemos decir: ‘Estoy libre de pecado’, hasta que este cuerpo vil sea cambiado y formado como su cuerpo glorioso” (ST, 23/3/1888).

Sin embargo, otra vez en formas que recuerdan el pensamiento de Wesley,771 Elena de White hablaba de la posibilidad de la perfección del carácter durante la vida de uno.772 Al comentar sobre la parábola de los talentos en Mateo 25, ella escribió: “Un carácter formado a la semejanza divina es el único tesoro que podemos llevar de este mundo al venidero. [...] Los seres celestiales obrarán con el agente humano que, con fe determinada, busque esa perfección de carácter que alcanzará la perfección en la acción” (PVGM 267). De hecho, esa perfección de carácter es un reflejo del carácter amoroso de Dios. A medida que los siervos de Dios se vuelven cada vez más como Cristo, reciben “el Espíritu de Cristo, el espíritu de amor desinteresado y de trabajo por otros”. Ella declara que, como resultado, “tu amor se perfeccionará. Reflejarás más y más la semejanza de Cristo en todo lo que es puro, noble y precioso” (ibíd. 47). Así, ella “vincula su discusión de la perfección cristiana a la interiorización, en la vida diaria, del carácter amoroso de Dios”.773

Para Elena de White, esta perfección se extiende también a la derrota del pecado en la vida de uno. Aunque reconoce que la naturaleza humana seguirá afectada por las inclinaciones pecaminosas hasta el momento de la glorificación, ella también ratifica la posibilidad de la victoria sobre el pecado. “Podemos vencer plenamente y por completo. Jesús murió para hacernos un camino de salida, a fin de que pudiésemos vencer todo mal genio, todo pecado, toda tentación” (TI 1:136). Como se mencionó antes, nadie puede afirmar que está libre de tentaciones en esta vida; sin embargo, la meta de la vida cristiana sigue siendo la misma: reflejar el carácter de Cristo. Para Elena de White, esto es más importante aún cuando trata los eventos de los últimos días. “Ahora, mientras nuestro gran Sumo Sacerdote está haciendo la expiación por nosotros, debemos tratar de llegar a ser perfectos en Cristo. Nuestro Salvador no pudo ser inducido a ceder a la tentación ni siquiera en un pensamiento. [...] Jesús guardó los Mandamientos de su Padre y no hubo en él ningún pecado del cual Satanás pudiese sacar ventaja. Esta es la condición en que deben encontrarse los que subsistirán en el tiempo de angustia” (CS 680, 681).

Woodrow Whidden resume así los pensamientos de Elena de White sobre la relación entre la justificación, la santificación y la perfección. “Para Elena de White, la perfección era casi sinónimo de santificación. Pero siempre debemos recordar que la perfección (no importa lo que significara en cualquier pasaje) era la meta de la santificación. En su pensamiento, la justificación y la santificación deben estar distinguidas pero no separadas. Es lo mismo para la santificación y la perfección. La justificación definía, a menudo, la perfección y siempre formaba el fundamento de la experiencia de la santificación. La santificación, a menudo, definía la perfección pero, al mismo tiempo, la perfección siempre era la meta de la santificación”.774

El deísmo

Una cuarta corriente de pensamiento que tuvo un impacto indirecto en la teología de Elena de White es el deísmo, un movimiento filosófico y religioso de los siglos XVII y XVIII, nacido de la Ilustración. En la cultura occidental, la Ilustración cambió la comprensión de la persona humana y de cómo obtenemos conocimiento. Lo hizo primero reemplazando a Dios por la humanidad como el foco de su cosmovisión. Mientras que, para la cosmovisión medieval y de la Reforma, los seres humanos eran importantes en la medida en que encajaban en el relato de la actividad de Dios en la historia, los pensadores de la Ilustración tendían a revertir la ecuación y a medir la importancia de Dios según su valor para la historia humana.

Los filósofos de la Ilustración pusieron un gran énfasis en la razón humana y apelaban a la razón antes que a la revelación externa como árbitro final de la verdad. De hecho, apelaban a la razón para determinar qué constituía revelación. La máxima de Anselmo de Canterbury: “Creo para poder entender”, fue reemplazada por el lema de la Ilustración: “Creo lo que puedo entender”. La suposición era clara: la gente no debe aceptar ciegamente las autoridades externas, como la Biblia y la iglesia, sino que la verdad se encuentra solamente en la razón humana.

El deísmo como filosofía religiosa y movimiento buscó reducir la religión a sus elementos más básicos. Los deístas típicamente rechazaban la revelación divina por medio de la Biblia, y los eventos sobrenaturales como la profecía y los milagros. Se descartaron muchos dogmas de la iglesia para retener la existencia de Dios y alguna clase de juicio después de la muerte. Se rechazó la religión organizada en favor de la religión natural que se concebía, no como un sistema de creencias, sino como un sistema para estructurar la conducta ética.

Por supuesto, el deísmo atrajo numerosos ataques de los que lo veían como una amenaza para la fe cristiana. En la época del movimiento del Segundo Advenimiento, que dio surgimiento a la Iglesia Adventista, el deísmo era un movimiento moribundo y se lo estaba reemplazando con formas de romanticismo ético y liberalismo protestante. Sin embargo, el concepto de recurrir a la razón humana para adquirir nuevo conocimiento nunca se desvaneció. Por lo tanto, para los cristianos, el desafío era encontrar una manera de equilibrar el uso de la razón humana con la creencia en la confiabilidad y en la infalibilidad de la Biblia como revelación de Dios y fuente de conocimiento.

William Miller, uno de los fundadores espirituales del adventismo, fue criado en un hogar bautista devoto, pero se volvió deísta en los primeros años de su adultez. Como deísta, Miller aceptaba la suposición de que Dios es tan trascendente que no puede intervenir en los asuntos humanos. También rechazaba el concepto de que Dios se revela por medio de la Biblia y que alguna vez hayan ocurrido las actividades sobrenaturales de Dios como las describe la Escritura.

En marzo de 1841, el periódico millerita Signs of the Times reimprimió un corto artículo sobre Miller, que había sido publicado en un diario de Massachusetts, el Lynn Record. Lo llamativo de este artículo es que dio una razón interesante por la que Miller se había convertido en deísta. “El Sr. Miller, que deseaba entender a fondo todo lo que leía, a menudo pedía a los ministros que explicaran pasajes oscuros de la Escritura, pero rara vez recibía respuestas satisfactorias. Se le dijo que tales pasajes eran imposibles de explicar. Como consecuencia, a los 22 años, él se convirtió en deísta o incrédulo de la verdad de la Revelación. Pensó que un Dios omnisciente y justo nunca haría una revelación de su voluntad que nadie pudiera entender y después castigara a sus criaturas por no creer en ella”.775

Como deísta, Miller no creía en la objetividad y la transparencia de la revelación de Dios en la Escritura. Dios no solo estaba tan alejado de la humanidad que él no podía intervenir en los asuntos humanos; tampoco podía revelarse por medio del lenguaje humano, y ciertamente no por medio de la Biblia, ya que era un libro lleno de historias y símbolos ininteligibles. La única revelación de Dios aceptable para un deísta era por medio de la naturaleza.

Sin embargo, la cosmovisión deísta de Miller fue destruida cuando, durante la guerra de 1812 entre Estados Unidos y Gran Bretaña, él sobrevivió a la batalla de Plattsburgh en septiembre de 1814. A pesar de estar superados en número, las fuerzas estadounidenses ganaron esta batalla. La lógica y el razonamiento deísta no podían explicar la inesperada victoria estadounidense, y la derrota del ejército y la armada británicos, que eran superiores. Esta batalla se convirtió en un punto de inflexión en la vida religiosa de Miller. En un par de años, se convenció de que solo la gracia y la misericordia de Dios podrían haber intervenido para permitir que los estadounidenses ganaran esta batalla. Y en consecuencia, él comenzó a cuestionar su cosmovisión deísta y empezó a regresar a una cosmovisión bíblica en la que Dios puede intervenir en los asuntos humanos. Reflexiones adicionales lo llevaron a revisar su suposición de que Dios no se revela por medio de la Escritura. A los pocos años de estudiar intensamente la Biblia –algo que, en buen estilo deísta, él describió como “una fiesta de la razón”–,776 Miller se convenció de que Dios sí se revela por medio de la Biblia, dado que la historia prueba el cumplimiento de las profecías bíblicas. Dios puede predecir el futuro de la humanidad.

Desde entonces, Miller rechazó deliberadamente el deísmo y sus suposiciones, y se convirtió en “el instrumento de más conversiones al cristianismo, especialmente desde el deísmo, que todo otro hombre que vive ahora en estos lugares”, relató el artículo del Lynn Record. “Él leyó a Voltaire, a [David] Hume, a [Thomas] Paine, a Ethan Allen; se familiarizó con los argumentos de los deístas y sabe cómo refutarlos”.777

Es cierto que el millerismo construyó sobre el espíritu evangélico estadounidense, pietista y evangelista de la primera mitad del siglo XIX; sin embargo, a los fines prácticos, el millerismo llegó a ser un movimiento contradeísta que rechazaba abiertamente las suposiciones filosóficas clave de la Ilustración, es decir, que Dios no se revela por medio de la historia y en la Escritura, y que la Biblia no es confiable como registro histórico y auténtico de la obra redentora de Dios. Aunque Elena de White nunca fue deísta, su cosmovisión, su abordaje de la Escritura y del mundo natural, y el uso de la razón para lograr el conocimiento personal de la voluntad de Dios están enmarcados claramente en el contexto del deísmo y en la reacción a este. La experiencia de William Miller con el deísmo, junto con el consiguiente nacimiento del movimiento adventista, afianzó la experiencia de muchos pioneros adventistas del séptimo día, incluyendo Elena de White.

Aunque Miller y sus colegas entendían las limitaciones del uso de la razón sola para alcanzar la verdad y el conocimiento objetivos, no obstante, continuaron apreciando un abordaje lógico y racional de las Escrituras. Miller popularizó una lista de reglas de interpretación bíblica que apuntaban a contrarrestar las suposiciones deístas; sin embargo, sus reglas son altamente racionales y lógicas.778 Él creía en la objetividad de la revelación de Dios en la Escritura; que el texto de la Escritura es inspirado por Dios y, por lo tanto, es una revelación confiable de su voluntad; que se puede entender la Escritura simplemente prestando atención al significado literal y obvio de las palabras; y que, por medio de las profecías, Dios predice el futuro de la humanidad en lo que se relaciona con el plan de salvación.

Las reglas de interpretación de Miller tuvieron un fuerte impacto en la hermenéutica adventista y fueron defendidas por los pioneros adventistas del séptimo día.779 La defensa de Elena de White de las reglas de interpretación de Miller apareció en un artículo de la Review and Herald en 1884:

“Los que están involucrados en proclamar el mensaje del tercer ángel están escudriñando las Escrituras con el mismo plan que Padre Miller adoptó. En el librito titulado ‘Opiniones de las profecías y de la cronología profética’, Padre Miller da las siguientes reglas simples, pero inteligentes e importantes, para estudiar la Biblia e interpretarla: ‘(1) Cada palabra debe tener una adecuada relación con el tema presentado en la Biblia. (2) Toda la Escritura es necesaria, y se la puede entender mediante la aplicación y el estudio diligentes. (3) Nada revelado en la Escritura puede estar oculto, o les será escondido, a los que piden con fe sin vacilar. (4) Para entender la doctrina, debe reunir todos los versículos sobre el tema que desea conocer y, después, dejar que cada palabra manifieste su influencia adecuada; si puede formar su teoría sin una contradicción, no se puede estar equivocado. (5) La Escritura debe ser su propio expositor, ya que es una regla en sí misma. Si dependo de un maestro para que me la explique –y él tuviera que adivinar su significado, o deseara que cierta explicación fuese cierta debido a su credo sectario, o quisiera ser considerado sabio–, entonces su conjetura, deseo, credo o sabiduría sería mi regla, y no la Biblia.

“Lo citado es una porción de estas reglas y, en nuestro estudio de la Biblia, haremos bien en seguir estos principios expuestos” (RH, 25/11/1884), fue su conclusión.

Elena de White también enfatizaba la “[necesidad de] retornar al gran principio protestante: la Biblia, y únicamente la Biblia, como regla de fe y deber” (CS 217). Ella creía en aceptar toda la Escritura como fuente de creencias, y rehusaba buscar un canon dentro del canon, o considerar algunas porciones de la Biblia como menos inspiradas y, por lo tanto, con menos autoridad que otras (Ed 190). Para ella, la razón humana sola no puede encontrar su camino a Dios, pero puede entender la revelación de Dios en la Escritura y debe someterse a su enseñanza.

Como es lógico, al igual que Miller y otros pioneros del adventismo primitivo, Elena de White tenía la razón en alta estima y le daba un rol importante en la vida cristiana. Ella escribió que la capacidad de razonar es uno de los “grandes talentos magistrales” confiados por Dios a la humanidad (MI 3:299). Como parte del regalo de Dios en la Creación, la mente, junto con las otras facultades humanas, refleja la imagen de Dios y es capaz de “comprender las cosas divinas” (PP 26). Ella creía que Dios desea que ejercitemos nuestro poder de razonamiento al máximo, y que un estudio fiel de la Biblia “fortalecerá y elevará el intelecto como ningún otro estudio puede hacerlo” (TI 5:658; cf. CC 94, 95). La razón humana, guiada por la influencia del Espíritu Santo, puede entender la voluntad de Dios como está revelada en la Escritura.

Pero, además de su llamado al más alto desarrollo y uso de la mente humana, Elena de White también señaló las limitaciones de la mente. Ella argumentaba que no se debe deificar la razón humana pensando que puede obtener todo el conocimiento; también está sujeta a las debilidades y flaquezas de la humanidad y, por lo tanto, es incapaz de comprender todos los misterios (TI 5:658). El pecado trajo degeneración a todas las partes de la naturaleza humana y la práctica del pecado también pervirtió la mente. Debido a la debilidad de la mente humana, la razón sola no puede entender muchas cosas sobre Dios. Elena de White escribió, en 1896: “Hay muchas cosas que el intelecto más fuerte nunca puede resolver o que la mente más penetrante nunca puede discernir. La filosofía no puede determinar los caminos y las obras de Dios; la mente humana no puede medir lo infinito” (RH, 29/12/1896). Así, todas las facultades humanas, incluida la razón, deben ser puestas bajo la influencia del Espíritu de Dios (ST, 5/11/1894, 28/5/1896).

Entonces, para Elena de White, la razón no es el fundamento absoluto de la verdad y del conocimiento, como lo es para el deísmo y el racionalismo, ni puede encontrar la verdad sobre Dios por su propia cuenta. La Escritura es la única salvaguardia que los cristianos tienen “contra las influencias de los falsos maestros y el poder engañoso de los espíritus de las tinieblas” (CS 651); y la Escritura debe ser la “regla fija de todas las doctrinas y base de todas las reformas” (ibíd. 653).

Tanto en William Miller como en Elena de White, vemos ejemplos de lo que los eruditos llamaron el abordaje que “la escuela escocesa del realismo del sentido común” hace de la religión, presentado por primera vez en los Estados Unidos en el siglo XVIII por profesores del Colegio Princeton (ahora Universidad) en Nueva Jersey. Muy prominente en la vida religiosa del siglo XIX, esta escuela de pensamiento, aunque crítica de las conclusiones a las que se llegó por el deísmo, abrazó una visión “del sentido común” del conocimiento, al que se llegó suponiendo la realidad objetiva de objetos externos y de la verdad, y por seguir un enfoque de razonamiento inductivo, lógico.780

Las reglas de interpretación lógicas y “del sentido común” de William Miller, y la creencia de Elena de White de que la razón humana, ayudada por la influencia del Espíritu Santo, podía entender la voluntad de Dios tal como está revelada en la Escritura y en la naturaleza, reflejan el abordaje predominante de la Escritura que se encuentra en el siglo XIX. Este abordaje lógico del estudio de la Biblia los condujo a afirmar, sin ambigüedad, que ellos podían “conocer la verdad”. Junto con esta tendencia religiosa e intelectual durante el comienzo del movimiento adventista, estaba la “tendencia a confiar en la capacidad de la ‘gente común y corriente’ para acometer cualquier cosa, incluyendo el quehacer teológico”.781 Mientras que hacer teología había sido una vez la prerrogativa de eruditos instruidos, el siglo XIX abrió la posibilidad de que los laicos tomaran la iniciativa de buscar el conocimiento bíblico y proclamar las verdades así descubiertas. La gente entendió que podía reunir todos los hechos (o textos) relevantes en la Biblia, y llegar a la interpretación apropiada de un texto o de una doctrina.782 En un sentido real, esta tendencia intelectual y religiosa permitió el crecimiento del reavivamiento en el siglo XIX, otro factor importante que condujo al nacimiento del movimiento adventista y que tuvo fuerte apoyo de Elena de White.

El puritanismo

Una quinta corriente de pensamiento en los escritos de Elena de White es el puritanismo. A mediados del siglo XIX, Nueva Inglaterra todavía era el hogar de descendientes de los primeros colonizadores puritanos de Massachusetts, y las raíces de muchas iglesias y denominaciones congregacionalistas databan de los primeros años de la colonia.

El puritanismo es un movimiento religioso protestante que se originó en Inglaterra durante el reino de Isabel I (1559-1603) cuando los protestantes más radicales desaprobaron los Acuerdos Religiosos de Isabel, pues sentían que eran demasiado flexibles frente a las prácticas católicas romanas. Los puritanos no estaban todos unidos en sus opiniones, pero compartían la creencia de que todas las iglesias existentes se habían corrompido por la influencia de prácticas paganas de adoración (particularmente las de la Iglesia de Roma) y, por lo tanto, necesitaban “purificación”. La creencia central del puritanismo es la autoridad suprema de Dios sobre los asuntos humanos, en particular en la iglesia, y especialmente como se expresa en la Biblia. Los puritanos defendían la supremacía de la Biblia en la formación y la influencia de todas las prácticas y creencias de la iglesia. Así, este punto de vista los condujo a buscar conformidad individual y eclesiástica a las enseñanzas de la Biblia, ya sea en los detalles más pequeños de la vida personal, o en los niveles más altos de las organizaciones eclesiales y sociales.

Los escritos de Elena de White reflejan muchas ideas y conceptos religiosos que los puritanos comparten. Igual que los puritanos, y como ya hemos visto, Elena de White enfatizaba la autoridad de la Biblia en todos los asuntos de fe y práctica. Este énfasis no era solo para la iglesia en general, sino también para la vida privada; y ella recomendaba el estudio privado regular de la Biblia. Declaraciones como la siguiente ilustran el modo en que ella resaltaba la autoridad de la Escritura: “En su Palabra, Dios comunicó a los hombres el conocimiento necesario para la salvación. Las Santas Escrituras deben ser aceptadas como una revelación autorizada e infalible de su voluntad. Son la norma del carácter; las reveladoras de doctrinas y las examinadoras de la experiencia” (CS 7). En 1902, en su diario, ella escribió aún más sobre la autoridad de la Biblia: “Debemos tomar nuestra posición reconociendo plenamente el poder y la autoridad de la Palabra de Dios, sea que esté de acuerdo con nuestras opiniones preconcebidas o no. Tenemos un libro guía perfecto. El Señor nos ha hablado; y sean cuales fueren las consecuencias, debemos recibir su Palabra y practicarla en la vida diaria; de lo contrario, estaremos escogiendo nuestra propia versión del deber y haciendo exactamente lo contrario de lo que nuestro Padre celestial ha planeado que hagamos” (MM 355).

Simultáneamente con la práctica del estudio personal de la Biblia, los puritanos también creían en la educación para todas las personas de la sociedad. En un mundo donde, a menudo, se percibía que la educación formal era el privilegio de los ricos, los puritanos creían que los hombres y las mujeres debían ser educados dado que esta práctica permitiría a las personas leer la Biblia por sí mismas. Elena de White también creía en la educación para ambos sexos. Durante su vida, ella defendió el establecimiento de escuelas y colegios donde el plan de estudios fuera fiel a las enseñanzas de la Escritura y promoviera un estilo de vida cristiano sano.

La primera declaración importante de Elena de White sobre la educación apareció en 1872 (TI 3:147-178). En esta declaración, ella resaltó el papel de los padres en la educación de los hijos y favoreció la centralidad de la Biblia en el plan de estudios de la escuela. También habló sobre la importancia de un desarrollo equilibrado de las facultades mentales, físicas y espirituales del alumno. Para ella, la verdadera educación “es el desarrollo armonioso de las facultades físicas, mentales y espirituales. Prepara al estudiante para el gozo de servir en este mundo, y para un gozo superior proporcionado por un servicio más amplio en el mundo venidero” (Ed 13). Así, las metas de la educación y las de la redención son las mismas: restaurar la imagen de Dios en su creación, y llevar al mundo y a la humanidad de vuelta a su perfección original (ibíd.15, 16). Quienquiera que coopera con Dios en darle a la juventud el conocimiento de Dios y en moldear el carácter en armonía con el de él logra una obra noble (ibíd. 19). Hoy, como resultado del énfasis que ella puso en la educación, el sistema educativo adventista es el sistema más grande del mundo de los que pertenecen a iglesias protestantes.

Es bien sabido que los puritanos defendían altas normas estrictas de vida y conducta cristianas; y restringían o desaprobaban varias formas de recreación. De hecho, la palabra “puritano” se ha vuelto sinónimo de las formas muy conservadoras del cristianismo. El pensamiento de Elena de White sobre lo apropiado de algunos hábitos personales y de estilo de vida también refleja una influencia puritana. Por ejemplo, en 1886, cuando D. M. Canright, un evangelista adventista exitoso y popular, recomendó a los lectores de la Review and Herald una lista de buenos libros para los jóvenes (“A List of Good Books for Young Folks”, 7/9/1886) en la cual recomendaba libros “buenos” y “mejores”, como Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, y La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, Elena de White lo reprendió: “Fue un error escribir ese artículo” (TI 5:490).783 Lo que la hizo reaccionar con tanta fuerza a la lectura de ficción, por más útiles que estos dos libros puedan haber sido para efectuar cambios en la sociedad estadounidense del siglo XIX, fue su profunda convicción de que leer tales libros es obra de Satanás, para presentar relatos “que fascinan los sentidos y así destruyen el gusto por la Palabra de Dios” (ibíd. 488). En el contexto del Día de la Expiación antitípico y de la necesidad de prepararse para el cielo, “tenemos por delante la obra de apartar al pueblo de las costumbres y prácticas del mundo, de subir cada vez más alto, hacia la espiritualidad, la consagración y la obra ferviente por Dios” (ibíd. 490). Para Elena de White, no debe haber ninguna transigencia entre las formas mundanas de entretenimiento y la preparación para la segunda venida de Cristo. Muchos de sus escritos sobre cuestiones de entretenimiento, vestimenta y estilo de vida reflejan los principios puritanos de adherencia estricta e intransigente a la Palabra de Dios. También de influencia puritana es su deseo sincero de ver a otros seguir cuidadosamente lo que ella dice en estos asuntos.

La forma apropiada de las prácticas de la iglesia también estaba en el centro de las preocupaciones puritanas. Los puritanos no veían con buenos ojos lo que consideraban formas de adoración extravagantes y no bíblicas. En cambio, promovían la sencillez en el culto, incluyendo oraciones improvisadas, canto congregacional de himnos y la predicación de la Palabra de Dios. Su culto no era litúrgico y no seguía un calendario prescrito. Sus pastores no usaban vestiduras especiales; y sus iglesias no estaban adornadas con imágenes, velas, ni incienso. Esa misma simplicidad en el culto se refleja en los escritos de Elena de White cuando afirma la sencillez de la adoración de los puritanos mientras luchaban por seguir su comprensión del evangelio (cf. CS 294, 333, 334). Sabiendo lo fácil que es para los seres humanos apartarse de esta sencillez, ella animó a los adventistas a mantener la simplicidad en la adoración. “En las reuniones de devoción, nuestras voces deben expresar por la oración y alabanza nuestra adoración al Padre celestial, a fin de que todos puedan saber que adoramos a Dios con sencillez y verdad, y en la belleza de la santidad” (CM 222). En 1899, ella escribió a la Iglesia de Battle Creek: “Cuando los cristianos profesos alcanzan la norma elevada que es su privilegio alcanzar, la sencillez de Cristo será mantenida en todos sus servicios de culto”. Y agregó: “Las formas, las ceremonias y las realizaciones musicales no constituyen la fortaleza de la iglesia. Sin embargo, estas cosas han tomado el lugar que Dios debiera tener” (Ev 514).

Los puritanos creían que la obligación de obedecer la Ley de Dios, o sea, los Diez Mandamientos, todavía era un requisito de la vida cristiana. En contraste con algunos grupos cristianos que tradicionalmente han tenido una visión más bien negativa de la Ley, los puritanos, como otros cristianos reformados, veían la Ley de Dios desde una perspectiva positiva. A la vez que tenían en mente los peligros del legalismo y trataban de mantener un equilibrio apropiado entre la ley y la gracia, los puritanos enfatizaban la obligación de los cristianos de obedecer los Mandamientos de Dios. Estos Mandamientos no fueron eliminados en la Cruz, sino que todavía son obligatorios para los cristianos y se deben hacer cumplir estrictamente a los demás.

De ahí que el uso de imágenes y de estatuas estuviera prohibido en el culto; y en el habla personal sobre Dios, uno debía ser circunspecto y limpio. Cuando se trataba de la observancia del día de reposo, los puritanos creían que el día de reposo todavía era una obligación cristiana y debía ser observado estrictamente, aunque creían que el día de reposo había sido cambiado al domingo. Se debían honrar los vínculos familiares, la promiscuidad sexual fuera del matrimonio y el adulterio estaban prohibidos, y las prácticas comerciales aceptables requerían no robar ni dar falso testimonio contra el prójimo. La sociedad puritana estaba marcada por la obediencia fiel a Dios y a sus instituciones, por el decoro apropiado entre los sexos y por una fuerte ética comercial protestante. La imposición social de estas conductas aseguraba las bendiciones de Dios sobre la tierra y su gente.

El pensamiento de Elena de White en estos asuntos religiosos y sociales es puritano en gran medida. Su creencia en la inmutabilidad de los Diez Mandamientos es un fundamento básico de su tema del Gran Conflicto. Ella creía firmemente que los principios eternos que se encuentran en el Decálogo son el reflejo del carácter de Dios y el mismísimo fundamento del gobierno celestial. Ella afirma este pensamiento al principio de Patriarcas y profetas: “Siendo la ley del amor el fundamento del gobierno de Dios, la felicidad de todos los seres inteligentes depende de su perfecto acuerdo con los grandes principios de justicia. Dios desea de todas sus criaturas el servicio por amor; servicio que brota de un aprecio de su carácter” (PP 12). Mientras la enemistad de Satanás contra la Ley de Dios buscaba derrocar el gobierno de Dios (ibíd. 351), Dios estableció el plan de redención para “[hacer] posible que el hombre volviera a la armonía con Dios y a rendir obediencia a su Ley” (ibíd. 342). Por lo tanto, la obediencia de los Mandamientos de Dios no es una opción para el cristiano. Sin importar cuán rigurosos puedan ser los Mandamientos, Dios pide a su pueblo que los obedezcan.

Mientras los primeros cuatro Mandamientos del Decálogo abordan nuestra relación con Dios, los últimos seis se refieren a las relaciones humanas. La obediencia a estos Mandamientos sostiene el tejido social de todas las sociedades y grupos de seres humanos. Israel se encontró asolado por la degradación moral, las guerras y las hambrunas debido a que, una y otra vez, no abrazó plenamente la voluntad de Dios para ellos a través de la obediencia fiel a los Mandamientos, (cf. ibíd. 347; HC 51, 52; PR 222-224). De manera similar, Elena de White cree que los países modernos incurren en las mismas consecuencias por hacer caso omiso a los Mandamientos de Dios (p. ej.: los Estados Unidos durante la guerra civil [TI 1:239-243]; Francia durante la Revolución Francesa [CS 308-332]).

Sin embargo, donde Elena de White diverge de los puritanos es respecto de la imposición social de la conformidad religiosa. En contraste con la práctica puritana, Elena de White era una fuerte defensora de la separación entre la Iglesia y el Estado. En su libro El conflicto de los siglos, ella dedica un capítulo a los Padres Peregrinos y a sus contribuciones a la fundación de las colonias estadounidenses. Ella sostiene la determinación primitiva de los puritanos de adorar a Dios solo según las reglas que se encuentran en la Biblia y su confianza en Dios. “En medio del exilio y las penurias, su amor y fe se fortalecieron. Confiaban en las promesas del Señor, y él no les falló en tiempos de necesidad. Sus ángeles estaban a su lado para animarlos y sostenerlos” (CS 335). Su deseo de adorar a Dios según los dictados de su conciencia los condujo a la costa de América y a establecer una nueva nación. Entre los puritanos, “la Biblia era considerada como el fundamento de la fe, la fuente de la sabiduría y la carta magna de la libertad. Sus principios se enseñaban diligentemente en los hogares, las escuelas y las iglesias, y sus frutos se hicieron manifiestos en prosperidad, inteligencia, pureza y temperancia” (ibíd. 341).

Elena de White comenta de los puritanos: “Aunque eran honestos y temerosos de Dios [...] [la] libertad que, para lograrla sacrificaron tantas cosas, no estuvieron igualmente dispuestos a garantizarla a otros” (ibíd. 336, 337). Para ella, “la doctrina de que Dios ha concedido a la iglesia el derecho a regir la conciencia, y definir y castigar la herejía es uno de los errores papales más profundamente arraigados” (ibíd. 337). Esta práctica, firmemente establecida en las colonias puritanas, llevó al “resultado inevitable” de intolerancia y persecución (ibíd.). “La unión de la Iglesia con el Estado, por muy débil que sea, mientras en apariencia parece acercar el mundo a la Iglesia, en realidad lleva a la Iglesia más cerca del mundo” (ibíd. 342).

En este contexto, la fundación de la colonia de Rhode Island por Roger Williams, que huyó de las persecuciones del Massachusetts puritano, “echó el cimiento del primer Estado de los tiempos modernos que reconoció en el pleno sentido de la palabra los derechos de la libertad religiosa” (ibíd. 339). Para Elena de White, los principios gemelos de Rhode Island, de la libertad civil y religiosa, “[llegaron] a ser la piedra angular de la República Norteamericana” y fueron grabados en la Primera Enmienda de la constitución estadounidense: “El Congreso no dictará leyes para establecer una religión ni para prohibir el libre ejercicio de ella” (ibíd. 339, 340).

Aunque el pensamiento de Elena de White claramente refleja muchos principios del puritanismo, en su análisis final, la rectitud religiosa y moral no se puede imponer a la conciencia del individuo. En este asunto, sus raíces anabaptistas tienen precedencia sobre sus afinidades puritanas. A pesar de todo lo bueno defendido por el puritanismo estadounidense, le faltaba un principio religioso esencial: el de la libertad religiosa que, como veremos después, es la piedra angular del pensamiento de Elena de White en su tema del Gran Conflicto.

El milenarismo

Una última corriente teológica y religiosa del siglo XIX evidente en los escritos de Elena de White es el milenarismo, la creencia de que la humanidad está viviendo ahora en los últimos días de su historia y que, pronto, el mundo será cambiado para anunciar el establecimiento del Reino de Dios.

La visión cristiana del orden de los eventos de los últimos días varió grandemente desde la Reforma Protestante. El pasaje en Apocalipsis que habla de Satanás, primero, encerrado en el abismo sin fondo por mil años y, después, liberado para una batalla final contra Dios y la Nueva Jerusalén (Apoc. 20:1-10) ha capturado la imaginación de muchas personas a lo largo de los siglos. En la época de Elena de White, dos grandes perspectivas milenaristas estaban en conflicto: posmilenarismo y premilenarismo. La primera, el punto de vista dominante entre las principales denominaciones, sostenía que la segunda venida de Cristo será posterior al milenio y sucederá al mismo tiempo que el Juicio Final. Según esta idea, Cristo reinará espiritualmente durante el milenio en la iglesia y por medio de ella. Durante este período, la iglesia preparará la Tierra para recibir el Reino eterno de Cristo después del Juicio Final. Por medio de acciones sociales y de la renovación espiritual, la iglesia está preparando ahora el Reino de Dios en la Tierra. En contraste con este concepto, el premilenarismo veía el segundo advenimiento de Cristo como previo al milenio; por lo tanto, pasarán mil años entre la Segunda Venida y el Juicio Final. Según esta concepción, la Tierra tal como está no puede ser redimida por acciones sociales y religiosas, por lo que solo la erradicación del pecado en ocasión la segunda venida de Cristo puede proveer la solución al problema del pecado. El Reino de Cristo durante el milenio será un reino físico –ya sea en la Tierra o en el cielo, depende de la interpretación–, y será sin la presencia del mal y del pecado.784

Durante su estudio de los libros de Daniel y de Apocalipsis, William Miller llegó a la conclusión premilenarista de que la segunda de Cristo sería pronto, en su tiempo, y que ocurriría antes del milenio. Para llegar a esta conclusión, Miller hizo algunos cálculos detallados de los períodos de tiempo proféticos del libro de Daniel y el resultado fue que Cristo regresaría alrededor del año 1843. Aunque muchas personas se burlaron de las intrincadas cronologías de Miller, sus cálculos eran similares a los de sus contemporáneos y, en los márgenes de sus Biblias, aparecían muchos de estos cálculos. Según Whitney Cross, lo que diferenciaba los cómputos de Miller de los de otros era que los cálculos de Miller eran más exactos, lo que hacía que fueran más dramáticos y que el evento predicho fuera más sorprendente. “Solo en dos puntos él era insistente de manera dogmática: que Cristo vendría, y que vendría alrededor de 1843”.785

Pero las enseñanzas premilenarias de Miller entraban en conflicto con el posmilenarismo, que se enseñaba en la mayoría de las iglesias establecidas de la época. Estas iglesias estaban esperando el amanecer de un nuevo milenio de paz y abundancia, logrado por medio de reformas sociales y de educación. Charles Finney, un evangelista estadounidense de las décadas de 1820 y 1830, resumió el estado de expectativa en el que estaban las iglesias cuando él proclamó, en 1835: “Si la iglesia cumple su deber, el milenio puede llegar a este país en tres años”.786 El historiador Ernest Sandeen captó el humor de la época cuando escribió: “Los Estados Unidos del siglo XIX estaban ebrios de milenio”.787

Sin embargo, en contraste, Miller predijo que el evento sería, en cambio, la destrucción cataclísmica de todos los reinos de esta tierra y de todos los pecadores impenitentes. Dicho de otro modo, Miller quería decir que todas las buenas obras de las iglesias no eran suficientes para establecer el Reino de Dios en la Tierra. Solo el segundo advenimiento de Cristo, y la conflagración del tiempo del fin que acompañaría su regreso, permitirían el establecimiento del Reino eterno de Dios. Las enseñanzas radicales de Miller provocaron un gran cambio en la conciencia religiosa de sus oyentes al despertar un temor, o una esperanza, de que él pudiera tener razón al final. Aparte de su fuerte énfasis escatológico, las enseñanzas y las opiniones de Miller eran fieles a las doctrinas evangélicas prevalecientes.788

El escenario escatológico de Elena de White sigue básicamente los pasos del premilenarismo de Miller y está mejor descrito en su libro El conflicto de los siglos. Ella creía que el mundo estaba viviendo en los últimos días y que pronto verían la segunda venida de Cristo. Como Miller, ella rechazaba la posibilidad de redimir la Tierra por medio de reformas sociales y aceptaba la opinión de que el pecado llegaría a su fin con la segunda venida de Cristo. Antes de ese momento, el mundo oirá el mensaje de los tres ángeles de Apocalipsis 14 (después se dirá más sobre estos mensajes), y toda la gente de la Tierra tomará una decisión final respecto del mensaje evangélico y la obediencia fiel a los Mandamientos de Dios. La predicación de estos mensajes galvanizará la opinión pública a favor o en contra de las enseñanzas de la Escritura, y llevará a la persecución y la tribulación de los que desean seguir la Palabra de Dios (CS 661-670). Sin embargo, en este tiempo de angustia, el pueblo de Dios está protegido del mal y, al final, será rescatado en el momento de la venida de Cristo (ibíd. 671-692).

Además, Elena de White explicó que, en el día del segundo advenimiento de Cristo, terminará el mundo tal como lo conocemos. Los redimidos que murieron en la esperanza de la vida eterna serán resucitados y, al pueblo de Dios que esté vivo, se le otorgará la inmortalidad. Ambos grupos ascenderán al cielo, donde vivirán con Cristo por mil años (ibíd. 693-710). Durante ese tiempo, la Tierra queda desolada y deshabitada; se convierte en la prisión de Satanás y sus hordas malvadas (ibíd. 711-719).

Según Elena de White, al final del milenio, Cristo y todos los redimidos regresarán a la Tierra con la Nueva Jerusalén. En ese punto, se juzga a todos los pecadores en el Juicio Final y, junto con Satanás y sus ángeles, son destruidos para la eternidad. Elena de White defiende el concepto de que el pecado y el mal, y los pecadores y los ángeles rebeldes serán destruidos en una aniquilación completa al final del milenio (ibíd. 720-731). Para ella, el aniquilacionismo también está entretejido con su visión de la naturaleza humana y de la inmortalidad condicional. Ella rechaza el idea platónica de la inmortalidad natural del alma, que cree que es propagada por el paganismo y por gran parte del cristianismo (ibíd. 607-618). En cambio, ella ve la inmortalidad condicional como el principio bíblico que corrige el interés popular en distintas formas de espiritismo, un engaño introducido en el mundo por Satanás en el Edén (ibíd. 586-589; cf. Gén. 3:4, 5). A la muerte natural se la ve como una condición semejante al sueño sin conciencia, que solo interrumpe la resurrección (CS 601, 605, 606). La creencia de Elena de White en la inmortalidad condicional de la vida humana excluye la existencia eterna de los pecadores y de los ángeles malos. Para ella, la inmortalidad es un regalo de Dios, una recompensa otorgada solo a los fieles hijos de Dios redimidos y a nadie más. Esta visión la condujo a creer que la muerte eterna, o sea, la no existencia eterna, es la consecuencia definitiva del pecado.

La escatología de Elena de White es firmemente premilenarista, y dependiente de sus puntos de vista sobre la naturaleza humana, la inmortalidad condicional y el aniquilacionismo. Sin embargo, su premilenarismo no es dispensacionalista. Ella rechaza la creencia de que el segundo advenimiento de Cristo está dividido en dos eventos, el primero un rapto secreto y el segundo una aparición gloriosa, separados por una brecha de siete años durante los cuales los pecadores en la Tierra recibirán una segunda oportunidad de salvación. El segundo advenimiento de Cristo será un evento único, visible y personal. Ella también rechaza el universalismo y cree que los pecadores solo tienen esta vida para tomar una decisión respecto del mensaje evangélico y el ofrecimiento de la salvación. Por lo tanto, estas creencias influyen en su fuerte afirmación de la misión de la iglesia de difundir el evangelio a todos los pueblos y naciones de la Tierra.

Sin embargo, es paradójico el compromiso de Elena de White con la Reforma Prosalud, la educación, y el bienestar social y personal. Dado su énfasis en el premilenarismo, y en la destrucción total de esta tierra y sus tesoros en el segundo advenimiento de Cristo, es un poco desconcertante que ella dedicara tanto de sus escritos y de su ministerio a la promoción de un estilo de vida sano e integral (ver sus libros El ministerio de curación y Consejos sobre la salud); y hoy los adventistas del séptimo día viven, en promedio, de cinco a diez años más que la población general.789 Ella también alentaba el desarrollo de un vasto y extenso sistema educativo (ver sus libros La educación y Consejos para los maestros, padres y alumnos acerca de la educación cristiana), promovía actividades locales y reformas de bienestar (ver sus libros El ministerio de la bondad y La temperancia), y ayudó en el desarrollo de una organización eclesiástica bastante grande y bien estructurada (ver muchos de sus testimonios en Testimonios para la iglesia). Si Elena de White creía en la pronta venida cataclísmica de Cristo, ciertamente también ayudó a establecer un significativo “reino” adventista en la Tierra. Sin embargo, su énfasis en todas estas actividades y reformas sociales se debe entender dentro del contexto de su pensamiento misiológico. Ella creía que la misión de la iglesia es una extensión de la obra de Cristo, que enseñaba y sanaba. Esta misión de difundir el evangelio y el mensaje de los tres ángeles a todo el mundo sería más eficaz y exitosa si se involucraran todos los aspectos de la vida humana. Así, la Reforma Prosalud y la de la temperancia, la educación, y el bienestar social son aspectos y funciones integrales de la misión de la iglesia de proclamar un mensaje de amor y de salvación a un mundo moribundo que tiene una necesidad perentoria de esperanza. Su escatología influye sus visiones misiológicas que, a su vez, impulsan su pensamiento social.

Enciclopedia de Elena G. de White

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